sábado, 15 de agosto de 2009

De regreso a la Vida - Capítulo 5: Alcantaria (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA



CAPÍTULO 5:
ALCANTARIA.


La somera descripción que Amarelia le había hecho de la capital del Imperio Alcantarian cuando habían estado en el balcón de su departamento, no fue ni con mucho suficiente para que Jaime se hiciera una imagen de lo que en realidad era. Según ella los edificios destinados a habitación no superaban las veinte plantas, lo que tal vez era correcto. Sin embargo ya desde el monorriel Jaime divisó gigantescas torres no tan altas como las de Nueva Gales, pero sí muchísimo más amplias, con bastantes más metros cuadrados por nivel.
La ciudad estaba enclavada casi en el borde mismo del mar, pero ocupaba kilómetros de superficie en casi todas direcciones sobre una serie de cerros bajos. Asimismo ingresando una buena porción en el agua se alzaban amplias estructuras, que por lo menos desde el monorriel Jaime no fue capaz de determinar si eran para habitación o no.
Una gigantesca edificación llena de cúpulas y agujas dominaba una buena parte del paisaje desde lo que aparentemente era el cerro más alto de la zona, por lo que supuso que se trataba del palacio imperial.
De todos modos algo sí cuadraba de alguna medida con lo que Amarelia le había dado a entender. La ciudad se veía amplia. A diferencia de Nueva Gales, donde las torres estaban separadas por pocos metros unas de otras, en la capital alcantarana no había menos de cincuenta metros entre cada estructura, por muy baja que fuese. De esta forma el cielo era siempre visible y se presentaba la apariencia de espacios abiertos.
Mientras más se avanzara hacia el océano las construcciones iban disminuyendo de tamaño o eran edificadas de forma tal que, conformando una especie de escalera, la mayor parte de las construcciones disfrutaban de vista al mar. Finalmente, casi en el borde del agua, las edificaciones eran de pocos pisos —cuatro o cinco cuando mucho—, y por lo que alcanzaba a ver desde su cuarto en el hotel, de mucha elegancia.
Se había cambiado de ropa y desayunado, y pensaba en qué sería lo primero que debería hacer. No obstante permanecía de pie en el amplio balcón, mirando la ciudad pero pensando en Amarelia.
La primera vez que la había visto le llamó mucho la atención, pero no por su atractivo, que ya en ese momento estaba a la vista, sino por la cantidad de dudas que proyectara. Ese mismo día había aparecido de una forma completamente diferente cuando lo condujo a la entrevista con los dignatarios. Parecía reservada, segura y, al final, de sonrisa fácil. Después en su departamento otra vez había sido diferente. Mantenía una seguridad muy alta, pero había aparecido la coquetería alcantarana, y también resultó demostrado el que en verdad tenía una sonrisa fácil. Y finalmente en el Europa. Ahí la capitana Amarelia Discridali se había mostrado provocativa, ingeniosa, femenina y fascinante, sin exhibir ni el menor rastro de las dudas o inseguridad de su primer encuentro.
El gran problema para Jaime era que no podía determinar si todos los encantos que ella desplegara durante el viaje estaban dirigidos a la consecución de sus propios propósitos, fuesen cuales fuesen, o a un real interés en él. En cualquiera de ambos casos no podía negar que las horas pasadas en el elevador orbital, así como las cenas que compartieran, se le habían hecho tan breves que sin duda alguna ella era una compañía de primer nivel.
Finalmente estaban los increíbles besos poco antes de llegar. Todavía sentía la presencia de Amarelia en su boca, de una forma que se le antojaba imposible de olvidar. Por el contrario, esperaba tener la posibilidad de volver a besarla, aunque sólo fuese una vez más. Claro que ello podía ser imposible, pues le tenía una sorpresa preparada a la fascinante capitana.
Entró otra vez en la amplia y lujosa habitación con la intención de trabajar en la lectura de las fichas de Takamura y Perryman, pero antes de ello sacó de su maleta una caja metálica que Susan le había regalado. Extrajo un barredor que, a diferencia del que Brecyne había usado en su departamento en sigma, parecía ser de oro sólido, y algo más largo. Giró la base y en la punta superior apareció una diminuta luz roja parpadeante.
Jaime hizo cuanto pudo para evitar una carcajada. No dudaba ni por un segundo que el vehículo que Nesuv le había ofrecido, sin importar el modelo o si era o no para altitud, contendría algún dispositivo de seguimiento. En gran parte por eso lo rechazó. Pero la luz del barredor estaba roja, lo que quería decir que en la habitación había alguna clase de dispositivo de vigilancia.
Movió la varilla hasta que la luz dejó de parpadear para transformarse en continua, y encontró, junto a la cama en la mesa de noche, una lámpara inofensiva. Al levantarla encontró en la base un diminuto disco de color negro, que resultó ser, luego de un nuevo examen de la barra de oro, un micrófono de una potencia sorprendente.
—Saludos, Coronel Nesuv —dijo con voz bastante alta junto al disco—. ¿Sería posible que nos reuniéramos, tal como le dije ayer? Espero que recuerde nuestra charla.
Menos de un minuto después, cuando ya había encontrado otros tres dispositivos minúsculos de espionaje, una encantadora voz de mujer le anunció que tenía una llamada.
—Gusto en ver que ya está acomodado, Jaime.
El uso de su nombre le daba a entender que la línea era segura. Por lo menos eso esperaba, pues respondió:
—Tal y como les dije a los cinco en sigma, tengo medios suficientes para saber si soy o no seguido.
—No puede culparme por intentarlo, ¿verdad?
—Claro que puedo, y lo hago. Si quieren que lleve a término mi trabajo, el cual no me entusiasmaba ni lo hace ahora, tienen que respetar mis reglas.
—¿Preferiría que consiguiera a la capitana Discridali para que intentara vigilarlo?
—Si sigue insultándome, coronel, no pienso permanecer ni un minuto más en este planeta.
Jaime notó, realmente encantado, que en los ojos de la mujer aparecía una genuina expresión de temor.
—Lo lamento mucho, Jaime. Son hábitos de muchas décadas en el control de personas en este mundo.
La disculpa parecía honesta, pero para él todavía no era ni con mucho suficiente. A fin de cuentas quería ver si era posible hacerla sudar un momento.
—Vine con la claridad de que deberé alterar mis hábitos, coronel. No he tenido tratos casi con la gente de su mundo. Por el contrario imagino que usted ha tenido ya tratos con sigmanos antes. Trate de evitar los insultos a mi inteligencia, mi forma de proceder y a mi vida personal. Y por favor, no me subestime.
»Ahora bien. ¿Se dejará de juegos de una buena vez y trabajaremos?
Resultó evidente que Nesuv no estaba ni por asomo acostumbrada a que le hablaran en el tono que había usado, pero si tenía una réplica, se la tragó.
—Mis disculpas. Veré que todo cuanto se instaló en su habitación sea retirado, Jaime.
—No se preocupe por eso. De seguro que ya me haré cargo yo.
Otra vez la expresión de temor.
—¿Cree posible encontrar todo?
—Le acabo de decir, coronel, que no me subestime. ¿Comenzará de una vez a respetarme?
—Vuelvo a pedirle disculpas. En mi cargo actual el respeto tiene que ganarse.
No era una verdadera respuesta, pero la dejó pasar. Por lo menos por esta vez, y en realidad la coronel se había anotado ya unos cuantos puntos en contra. Volvió a pensar que como sospechosa estaba descartada, reafirmando en ese momento que sí sería un problema.
—Bien, ¿es posible entonces que nos reunamos, coronel?
—Llámeme Patricia, Jaime.
—El respeto es algo que tiene que ganarse, coronel.
Esta vez la mujer inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Desde luego, tiene que ganarse. Sí, creo que no existe problema alguno para que los tres nos reunamos. ¿Tiene inconveniente en que nos movamos a su habitación en el Luna de París?
—En lo absoluto.
—Estaremos a la hora de almuerzo con usted, Jaime.
—Muy bien, las espero entonces, si es que el aparecer en la habitación de un simple conferencista no constituye un problema de seguridad.
—No se preocupe por eso. A la una de la tarde, entonces.
Jaime asintió y cortó la comunicación.
Quince minutos después se encontraba listo para sumergirse en las fichas que todavía no leía. Claro que también estaba altamente sorprendido. Tenía un total de treinta dispositivos minúsculos de seguridad, cada uno más oculto que el anterior. Al parecer Nesuv no lo subestimaba tanto como parecía.
Antes de entrar a estudiar la ficha del médico de la familia imperial, sacó la cámara del bolso y le insertó un rectángulo de ocho por doce centímetros de papel, del pequeño cuadernillo que, en una muestra de buen gusto, el hotel había dejado en el escritorio de su habitación. Un par de segundos después tenía en la mano la foto de Amarelia flotando en gravedad cero, mirándolo con una sonrisa de inocencia en el rostro.
—Una excelente fotografía —dijo en voz alta, mientras depositaba la imagen junto a la caja de resguardo.
Si por alguna razón no se concretaba la salida a bailar, por lo menos le quedaría algo de la hermosa mujer.
Glen Takamura, a diferencia de los otros tres, no había tenido que escalar o pelear para llegar a ocupar la alta posición de médico de la familia imperial. En ese rango habían otras personas, casi veinte en total, pero Takamura constituía la cabeza del equipo, y el único que podía denominarse genuinamente como Médico Personal. Hijo de padres de noble familia, Takamura ya contaba desde la infancia con el favor de dignatarios de muy alto rango. Para mayor su madre era una médico de reconocida fama, y cuando su hijo salió del instituto de medicina y genética del imperio, tenía un trabajo asegurado en el seno del palacio imperial.
Desde entonces había ido subiendo de forma lógica y esperable según su puesto y condición social. Finalmente, hacía ya más de cien años, había alcanzado el rango de médico imperial, aunque la información destacaba que ello no sólo se debía a su nombre.
Takamura era un médico extremadamente competente, además de ser uno de los farmacéuticos de mayor renombre en el Imperio. Junto con el Instituto de Genética y Biología, era uno de los autores de la más eficaz vacuna contra el mal de Saria, condición que había resultado ser todo un problema hasta hacía ochenta años, momento en el que se desarrollara dicha vacuna.
El hombre era conocido en los círculos médicos de toda la Unión, y de tanto en tanto viajaba a dictar conferencias o participar en encuentros de medicina general. En una de las últimas conferencias, dictada hacía ocho años en la Tierra, Takamura había sido galardonado con la Estrella de la Unión, premio que se entregaba cada diez años a los personajes más destacados de los mundos independientes.
Dos años después de eso, durante el desarrollo de un simposio sobre medicina y terraformación en Alfa del Centauro, el hombre había comenzado a establecer las bases para un innovador sistema de supervivencia para los equipos terraformadores de la Unión.
En cuanto a la información personal, Takamura contaba en la actualidad con saludables doscientos quince años, lo que casi hizo respingar a Jaime.
Un hombre tranquilo de hábitos predecibles, que permanecía soltero. No obstante gozaba de un historial bastante amplio de amantes, lo que en realidad no era de extrañar, dada su edad. También se recalcaba que Takamura tenía una tendencia considerada como «poco recomendable» por la seguridad alcantarana, que lo llevaba a participar en actividades de muy alto riesgo. Entre ellas se mencionaba el salto orbital, la escalada de alta montaña sin equipo, el buceo de profundidad y una fascinación por ocultarse durante días de los elementos que lo protegían. Así por ejemplo, le encantaba recorrer solo las calles de la capital, sin preocuparse de que el ciudadano medio lo reconociera.
Afortunadamente, como se había recalcado, sus hábitos eran totalmente predecibles. Por lo mismo las fuerzas de seguridad sabían con relativa claridad cuándo haría alguna de estas actividades.
Jaime se preguntó en el acto si Takamura se había escapado de sus seguidores en las fechas cercanas al día en el que debía recibirse el mensaje de Redswan. En efecto el doctor había desaparecido durante tres días, en el que el segundo era la fecha que Jaime había delimitado. La seguridad alcantarana afirmaba que el doctor no había salido de la ciudad, cosa que Jaime no dio por sentada. Además, habían tres de las siete coordenadas del mensaje cerca del centro de la ciudad.
Algo más a investigar.
Miró también las imágenes disponibles de Takamura, que en su caso resultaron ser muchísimas. Como estaba normalmente en el palacio imperial, resultaba fácil captarlo. Una cantidad impresionante de ellas lo mostraban con los propios emperadores, y Jaime se preguntó qué edad tendría el matrimonio. La emperatriz se veía mayor, de unos ochenta años sigmanos, y recordó que cuando le habían preguntado lo que sabía sobre la familia imperial dijo que rondaban los ochenta o noventa años. Desde luego eso resultaba, a la vista de la información que manejaba ahora, totalmente imposible. El emperador por su parte parecía ser incluso mayor, aunque en su caso daba lo mismo. Según creía entender, mientras Brecyne gobernaba en casi todos los aspectos, el poder ritual y simbólico recaía principalmente en la emperatriz.
Encontró también una serie de imágenes en las que se veía a Takamura con un grupo de hombres y mujeres mucho más jóvenes, entre las que resaltó Nadelia Perryman. Creía recordar que Brecyne le había mencionado que Takamura era en muchos aspectos el maestro de la mujer, por lo que en realidad no era raro verla ahí. En el hecho había visto en las fichas anteriores imágenes en las que aparecían más de uno de los miembros del grupo Dibaltji.
Se planteó entonces si entrar o no a revisar la última ficha que todavía le faltaba. Ya era casi mediodía, y las dos mujeres estarían a la una en su habitación. Llegó a decirse que revisar la ficha de Perryman era una pérdida de tiempo, pues quería iniciar el real trabajo de investigación en terreno, pero no haría eso. La información era fundamental en su trabajo, y en especial la de alguien de un círculo tan cerrado.
Observó la extensión del legajo de Perryman, y prefirió esperar a después de la reunión.
Volvió a asomarse al balcón y contempló la costa, a algo así como un kilómetro de distancia. El cielo estaba nublado y corría una brisa algo fría. A él no le molestaba, acostumbrado como estaba al clima de Nueva Gales, pero a la distancia veía figuras abrigadas. En su campo visual tenía un embarcadero y se encontró pensando si el velero de Nigale estaría entre los que veía.
Magnificó la vista y pudo captar a un hombre que se paseaba por la cubierta de uno de los yates, hablando en voz alta y gesticulando con los brazos en lo que parecían ser instrucciones para un grupo de otros hombres y mujeres que ajustaban los aparejos.
El implante retinal ya estaba perfectamente calibrado.
A la una en punto llamaron a la puerta. Desde el balcón respondió con un simple «adelante», y la puerta se abrió en el acto para dejar entrar a Brecyne y Nesuv. Ambas usaban amplios y casi ridículos sombreros de ala ancha, vestían ropas de diseño fileriano y, en el caso de Brecyne la trenza había desaparecido dando paso al cabello suelto. En el caso de Nesuv el cambio iba en sentido contrario, pues la cabellera normalmente suelta aparecía anudada por lo menos en tres lugares a la espalda. Finalmente ninguna usaba los anillos de las orejas y frente, aunque los de la cabeza sí estaban, ocultos en los sombreros.
—Gusto en volver a verlo, Jaime —dijo Brecyne, descubriéndose la cabeza.
Él le dedicó una sonrisa y una inclinación del tronco como respuesta. Sin embargo su atención se mantuvo fija en Nesuv.
—Coronel Nesuv, esto es de su propiedad.
Le depositó en la mano casi todos los dispositivos que había encontrado y desactivado, lo que provocó que la ejecutiva abriera mucho los ojos.
—Como dije, me disculpo por ello —respondió la coronel, con humildad en su voz. Sin embargo Jaime creyó ver que una nota de triunfo aparecía fugazmente en sus ojos.
—Esto también es para usted, si me lo permite —dijo al tiempo que le entregaba una hermosa rosa fileriana y el triunfo se borraba de sus ojos—. Fue difícil encontrar la holocámara en ella, pero el peso, por muy pequeño que fuese, la delató. No quise retirarla del pétalo, ya que no me gusta perder la oportunidad de entregarle una flor a una hermosa mujer como usted.
Jaime, que había mantenido una sonrisa durante estas palabras, la borró de plano antes de agregar:
—¿Seguirá subestimándome?
—En lo absoluto —respondió Nesuv—. Se ha ganado usted mi respeto, Jaime.
La mujer dobló ligeramente el tronco al estilo sigmano, inclinó un poco más la cabeza y extendió las manos con las palmas hacia abajo.
Jaime permaneció un momento confuso, pues el gesto no le resultaba familiar.
—Patricia le está ofreciendo su amistad, Jaime —intervino Brecyne tras un momento—. Al mismo tiempo reconoce que usted es su igual, o tal vez su superior, en cualquiera sea la relación que tengan a partir de este momento. Por eso las palmas están hacia abajo.
Durante todo este tiempo, Nesuv había permanecido con los ojos clavados en el suelo, sin mover ni un músculo, esperando una respuesta de su parte.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Inclinarse, tomar sus manos y volvérselas hacia arriba. Esa es la forma alcantarana.
Jaime pensó que en realidad estaba algo harto de la forma alcantarana, por lo que en lugar de hacer lo que Brecyne le había dicho, tomó a Nesuv por los hombros, la obligó a mirarlo a la cara y le ofreció la mano.
—Prefiero el estilo sigmano, si no le importa, Patricia. Nada de superioridad de nadie sobre otro. Prefiero mil veces la compañía de iguales.
La mujer le estrechó la mano y por primera vez, pudo ver en su rostro una sonrisa genuina.
Un punto para mí, se dijo, preguntándose si la competencia con Nesuv había terminado. Eso sólo dependería de ella, y lo siguiente que dijo lo confirmó.
—Haré que el operativo de seguimiento previsto para ti sea desactivado, Jaime. Y espero que me permitas tutearte, como tu amiga.
Él asintió y le sonrió. Necesitaba a Nesuv como aliada, y si en efecto se había ganado su respeto, la información que ella pudiera entregarle tal vez resultaría crucial.
Brecyne, que no se había perdido detalle, le dedicó una mirada muy profunda a Patricia. Ella, todavía sonriendo, le mostró todos los dispositivos de vigilancia y se encogió de hombros.
—Por mucho que hubiésemos acordado no seguirlo ni protegerlo cuando lo entrevistamos en Sigma, mi trabajo es brindarle protección a quien esté enterado de la identidad de Dibaltji, lo quiera o no.
—Pero Jaime te ha superado, ¿es eso?
—Más que eso. Me ha puesto en ridículo.
Brecyne se giró y lo taladró con la mirada durante un momento.
—Hasta donde creo, es el primer extranjero que logra algo así, Jaime. Tiene mi respeto por hacerlo.
Se acomodaron en los amplios sillones del interior de la habitación, pues por una parte el frío otoñal era demasiado para ellas y, en segundo lugar, no podían arriesgarse a ser reconocidas al estar en el balcón.
—Para comenzar les diré que las fichas de seguridad resultaron sumamente útiles.
—¿Terminaste de usarlas? —preguntó Patricia en el acto.
—No. Me falta todavía por revisar una de ellas. De todos modos hasta aquí puedo descartarlas a ustedes dos como sospechosas.
Observó a las dos mujeres con atención, tratando de que no se notara, y reparó en que ambas emitían un casi imperceptible suspiro de alivio.
Jaime les explicó a continuación todo cuanto había descubierto a partir del descifrado del mensaje. Al decir que había logrado extraer la información, ambas insistieron en saber qué era lo que debía hacerse para conseguirlo, pero él se negó en redondo.
—Todavía debo saber si los demás están o no involucrados en esto. Si les digo lo que sé, podrán desencriptar el mensaje y obtener una serie de coordenadas que por ahora prefiero guardarme.
—¿Por qué? —preguntó Brecyne.
—Como me dijo la noche que fue a mi departamento, los demás son amigos. Algunos íntimos y por eso mismo existe la posibilidad de que intenten una investigación propia, que termine afectando la mía. Sé que podría dejarlo a partir de aquí en las manos de la seguridad alcantarana —se apresuró a decir cuando Patricia estaba por hablar—, pero sería confiar en que la amistad no intervendrá en lo que descubran. Además me contrataron y me pagaron un anticipo por investigar esto, y pretendo terminarlo, si es que puedo. Cuando se termine, les entregaré todo lo que he hecho, sin reservarme nada de nada.
Las mujeres se miraron un momento y luego asintieron al mismo tiempo.
—Será como dice, Jaime —concedió Brecyne—. Hasta aquí ya ha demostrado que hicimos lo correcto al acudir a usted.
Jaime inclinó la cabeza en reconocimiento, y a continuación explicó cómo quedaban descartadas del grupo de los sospechosos.
—¿Y ahora qué viene? —preguntó la ejecutiva.
—Para comenzar, como le dije a Patricia cuando todavía no llegaba, quiero poder reunirme en privado con los cinco. Uno por uno, y no cuando sea mejor para ustedes, sino cuando yo lo estime pertinente.
—¿Para qué? —preguntó ahora Patricia.
—En el caso de ustedes dos, que ya no son sospechosas, quiero discutir un par de cosas de interés para el caso, pero a solas. Tratándose de los demás, para poder hacer algunas preguntas que me parecen pertinentes sin que tengan tiempo de prepararse para mi llegada.
—¿Quieres abordarnos cuando no sepamos que aparecerás?
—Una de las mejores armas en este juego es la sorpresa. Quiero encontrarme con todos en su elemento, pero sin que puedan preparar el entorno para recibirme.
—Eso supone unos cuantos problemas de seguridad —dijo Patricia en tono pensativo—, pero creo que no es muy difícil de arreglar, si es que necesitas que sea así.
—Créeme si te digo que es necesario.
Ella asintió, pero acto seguido miró a Brecyne.
—Me parece razonable —dijo de inmediato la ejecutiva.
Jaime estuvo por decirles lo que sabía y podía suponer sobre algunas de las actividades de Amarelia, pero prefirió guardarse, por lo menos durante un tiempo, esa información. Era mejor contar con todos los antecedentes antes de tomar realmente una decisión.
Unos momentos después Brecyne se puso de pie y se colocó el enorme sombrero.
—Será mejor si esta vez salimos por separado, Patricia.
La mujer se encaminó a la puerta y Jaime la acompañó. Lo observó durante un instante, sin que él lograra sustraerse a la hermosura de sus ojos cobrizos. Entonces, justo antes de marcharse, Brecyne depositó un tenue beso en los labios de Jaime.
—Ya no soy sospechosa.
Acto seguido se marchó, dejándolo con la sensación de que tenía que hacer con ella algo como lo que acababa de ocurrir con Patricia. Necesitaba confiar en Brecyne, pero sentía que no podría hacerlo mientras se le insinuara. Además no estaba para nada seguro de si él quería que dejara de hacerlo.

sábado, 1 de agosto de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 4: Arribo a Alcantar (parte 3)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 4:
ARRIBO A ALCANTAR.


Pasadas las once y media de la mañana recibió una transmisión externa.
Al activar el holocom del escritorio, apareció la coronel Nesuv. Estaba sentada, pero a diferencia de otras transmisiones que había visto, la mesa en la que apoyaba las manos sí era visible. En la superficie aparecían una serie de consolas y otros aparatos que no fue capaz de definir o interpretar. La mujer usaba un uniforme de faena, con botas de caña alta, pantalones y blusa verdes y una chaqueta negra. El largo cabello se veía anudado en la nuca, aunque mantenía los anillos.
—Antes que intente saludar, señor Rigoche, debe saber que todavía experimentamos un retraso de unos diez segundos.
—Gusto en verla, coronel —respondió Jaime.
Una pausa.
—El gusto es todo mío, créame. Entiendo que está a unas dos horas de llegar a Alcantar.
—Eso entiendo yo también.
Una pausa.
—Bueno, me comunico para afinar un par de cuestiones. En primer lugar queremos saber si vendrá de inmediato a Alcantaria.
—No sé lo que entienda por de inmediato, pero pretendo tomar el elevador orbital.
—¿Sabe que perderá medio día estándar en el descenso?
Jaime iba a responder, pero en ese momento sonó el comunicador interno.
—Deme un minuto, por favor. Tengo una llamada.
Movió un par de selectores que harían invisible a Nesuv para quien llamara y viceversa, al tiempo que dejaba sorda a la coronel. Supuso que se trataba de Amarelia, y no se equivocaba.
—Hola —lo saludó con su mejor sonrisa alcantarana y la inclinación de cabeza provocativa.
—Hola, Amarelia. ¿Lista para el descenso?
—Creo que la palabra es ansiosa. ¿Tú estás preparado para el elevador?
—Bueno, todo lo preparado que puedo estar para algo que no conozco.
—Tranquilo, no se trata de nada peligroso —respondió Amarelia sonriendo ampliamente—. ¿Nos encontramos fuera de la nave?
—Sí. Déjame que te busque en la salida de tercera clase.
—De acuerdo. De ahí te llevaré a aduana y luego al elevador.
—Es un trato entonces. Hasta luego del acoplamiento.
—Hasta luego del acoplamiento —repitió ella al tiempo que cortaba la comunicación.
Jaime iba a volver a la normalidad a Nesuv, cuando se le adelantó.
—Veo que ha cultivado una amistad durante el viaje, señor Rigoche.
—¿No se supone que este aparato la dejaría en suspenso un momento?
—Digamos que eso es lo que se supone. Podría decirle lo que acabo de hacer, pero luego tendría que matarlo o reclutarlo a la fuerza.
»Entiendo perfectamente su interés en ocupar el elevador. La capitana Discridali es una mujer excepcional. ¿Sabía que ha sido condecorada ocho veces por su desempeño?
—No bajo en el elevador por la capitana Discridali, coronel.
—Lo que usted diga, lo que usted diga.
Vio que ella se encogía de hombros, pero ni con mucho le pasó por alto el gesto divertido que mostraban sus ojos, y parecía claro que trataba de reprimir una sonrisa. Y después de todo, en realidad no estaba del todo seguro que Amarelia no fuese la razón principal para ocupar el elevador orbital.
—¿Ha tenido suerte con la decodificación del mensaje?
—¿Es segura esta línea?
—Desde luego que lo es. De otro modo me habría dedicado a comentarle el tiempo, afinar los detalles del hotel y comentarle lo entusiasmados que están los instructores de la academia por su visita. Por cierto, le estoy enviando toda la información que necesita para llegar a su hotel y cómo encontrar el coche que le hemos facilitado.
—Agradezco el coche, pero no lo estimo conveniente.
Jaime esperó ahora un poco más. Casi seguro que ella pensaba en la mejor forma de que usara el vehículo.
—Señor Rigoche, nuestra capital imperial es algo grande y tiene mucho que ver en lo que podría perderse.
—Eso creo, pero soy de Nueva Gales. Es mucho más grande que Alcantaria, y la verdad siento que un vehículo podría limitarme. Muchas veces uno no los puede meter por callejones u otros lugares estrechos.
Al cabo de otra larga pausa, la mujer se encogió de hombros.
—Como prefiera. Le pregunto otra vez: ¿Ha podido avanzar algo en el mensaje?
—Sí. Pero prefiero hablar directamente con usted y la ejecutiva Brecyne. ¿Cree que sería posible?
—Ningún problema. En cuanto esté instalado comuníquese con alguna de nosotras y lo arreglaremos.
—Perfecto entonces. Una cosa más, coronel.
—Desde luego.
—Me gustaría poder reunirme uno por uno en privado con todos ustedes. Ya sea en sus trabajos o domicilios particulares. ¿Supone eso algún problema?
—No según creo —respondió Nesuv tocándose la barbilla con un dedo—. ¿Puedo preguntar la razón?
—En realidad se trata de comprobar algunas cosas sobre la información de las fichas.
—¿Ha terminado ya con el material?
—Todavía no, pero no me tomará mucho tiempo, se lo aseguro.
—Muy bien, intentaré que mis colegas sean receptivos a esta solicitud.
—Muchas gracias, coronel.
—Por favor, la próxima vez que me vea, si estamos en privado, llámeme Patricia.
—Sólo si usted acepta llamarme Jaime.
Por primera vez desde que la había visto, Nesuv le dedicó una sonrisa amplia y al parecer genuina, y Jaime se recordó que era también una mujer hermosa. Posiblemente problemática, pero muy hermosa.

Poco antes de las dos de la tarde, el Europa atracó en la gigantesca estación ecuatorial geocincrónica. La mole había crecido a partir de la primitiva estación del elevador orbital, pero con los siglos su tamaño total se había duplicado y vuelto a duplicar muchas veces.
Luego de encontrar a Amarelia a medio camino de las salidas de segunda y tercera clase, ella lo llevó por un camino rápido pero poco frecuentado hasta aduanas. Allí revisaron su equipaje, que en el caso de Jaime consistía en la única maleta suspensa que lo seguía como si fuese un perrito, y un bolso de mano en el que cargaba algunas cosas que él llamaba esenciales. Entre ellas, la cámara fotográfica de diseño arcaico que tanto había divertido a Carina.
Entregó a una mujer un disco de crédito sigmano y ella le devolvió una tarjeta alcantarana que contenía, en moneda local, el equivalente a treinta mil marcos sigmanos. A esta cantidad había que restarle el veinte por ciento de retención, que sería liberado en un par de días, luego de que se comprobara la autenticidad del dinero en Sigma. En realidad no importaba. Tal cantidad de dinero le permitiría vivir en Alcantar por lo menos dos años, y Jaime no esperaba estar tanto tiempo.
Amarelia por su parte sólo portaba un pequeño bolso de mano, que pasó de inmediato por la revisión de aduana.
—El resto de mis cosas, casi todas mis cosas en realidad, llegarán a la base solas desde aquí.
—¿Una ventaja de la vida militar?
—Supongo que podrías decirlo así.
Ella lo condujo por una cantidad tan grande de corredores, escaleras, ascensores y tubos gravíticos, que Jaime se dio cuenta a poco andar que estaba totalmente perdido. Al mismo tiempo cada vez resultaba visible menos gente, y en algunos puntos del trayecto pasaron un par de minutos sin ver a otra persona.
—¿Dónde se fue la gente?
—Están todavía en camino a aduanas, te lo aseguro —respondió Amarelia con una sonrisa amplia—. Además este es el camino más corto al elevador. Bueno, el más corto si no quieres pagar un deslizador.
—¿No me habrás traído por aquí para aprovecharte de mí?
—Esa, mi querido Jaime, es una excelente idea.
Ambos rieron, pero a él se le erizó el cabello de la nuca.
De todos modos, un par de minutos después llegaron a las instalaciones del elevador. Se trataba de una gran cúpula de color blanco, atravesada de parte a parte por mastodónticos pilares de sujeción. En el centro exacto del mismo se alzaba propiamente el elevador, de forma tubular algo deformada. A cada lado del cilindro imperfecto se encontraban dos enormes cámaras de presión, desde las que salían las cabinas. Rodeando la estructura se veían unos rieles que servían para dar mantenimiento a las cabinas y en los que éstas esperaban su turno para ingresar a la cámara de presión.
Jaime pagó los ocho escudos (la moneda alcantarana) que valía el descenso para ambos, y se sentaron a esperar que el proceso de presurizado de la cabina que bajaría estuviera listo.
—¿Almorzaste? —le preguntó Amarelia luego de un par de minutos.
—La verdad es que no. ¿Y tú?
—Tampoco. Estaba demasiado nerviosa.
Jaime se levantó con la intención de comprar algo para los dos en las tiendas que rodeaban la instalación, pero ella lo detuvo.
—En la misma cabina podemos comprar. No te preocupes, no se trata de un paseo tan primitivo.
Él iba a responder, pero un altavoz anunció que una cabina iniciaría el descenso en cinco minutos.
—¡Caramba! —dijo ella casi dando un salto—. ¡parece que tendremos la cabina para nosotros solos!
La cabina propiamente tal era un espacio semicircular con capacidad para veinte personas sentadas en los cómodos sillones individuales y sofás instalados dándole la espalda a un enorme ventanal. En la parte recta de la cabina había una serie de máquinas en las que se podía comprar un sinfín de cosas. Desde comida, como Amarelia le había dicho, hasta réplicas en miniatura del elevador. A la derecha de estas máquinas el baño de hombres, y a la izquierda el de mujeres.
Tal como ella había supuesto, nadie más entró en la cabina antes de que se anunciara el inicio del descenso. Las puertas se cerraron y quedaron a solas en la estancia.
De pie en el centro de la cabina, Amarelia y Jaime concentraban la vista en el ventanal que recorría el semicírculo sin ninguna interrupción. Entonces se produjo un ligero estremecimiento de la estructura y el paisaje exterior comenzó a desplazarse hacia arriba.
—Ooohhh —pudo articular él cuando abandonaron la estación.
Justo en frente había una panorámica en la que se veía el horizonte curvo del planeta y una luna asomando plateada a la derecha. Además Jaime había sentido algo raro. Una sensación en el cabello indescriptible aunque familiar, a la que no pudo ponerle nombre. Estaba por decir algo al respecto, cuando fue visible, a un par de kilómetros de distancia, una nave de enlace con forma ovoide que se dirigía a la estación. El panorama resultaba sobrecogedor, y al contemplar la nave de enlace, le parecía estar asomado justo en el borde de un profundo avismo. Abismo que era peligroso, pero al mismo tiempo del todo irresistible.
—¿Has sentido algo raro? —preguntó Amarelia.
—Algo rarísimo. ¿Sabes qué es?
—No te muevas.
Ella se colocó delante de él con una serie de movimientos lentos y calculados, con una sonrisa que a Jaime le pareció maliciosa.
—Uno de los atractivos del elevador, por lo menos para mí, es que las cabinas no tienen rejilla de gravedad. Una vez fuera de la estación estamos en caída libre hasta que nos afecta la gravedad de Alcantar.
—¿No es algo peligroso?
—En realidad no. Es una especie de atractivo turístico, pero como sólo entramos nosotros dos, nadie avisó nada porque yo soy alcantarana. Si alguien más hubiese entrado, la información al respecto de cómo actuar y cómo moverse habría sido ofrecida por las consolas.
Ella señaló los aparatos de comunicación junto a las máquinas expendedoras.
—Iremos poco a poco ganando peso, pero mientras tanto...
En ese momento Amarelia comenzó a elevarse poco a poco, quedando suspendida un metro por sobre el suelo, y entonces él reparó en que el cabello de la mujer flotaba en completa libertad.
La sensación le había parecido familiar, pues durante el entrenamiento en la academia de seguridad sigmana había tenido un pequeño curso sobre caída libre.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —le preguntó ella, girando levemente hasta quedar en una postura recostada respecto de la suya.
Jaime no respondió, y en cambio se impulsó suavemente con la punta de los pies. Debido a la falta de práctica tuvo que frenar su avance con ambas manos antes de golpear el techo con la cabeza, lo que la hizo reír.
—Estoy fuera de práctica.
—Eso se nota.
Una vez detenido su avance, Jaime permaneció suspendido a un metro y medio del suelo durante un momento. Se impulsó sólo con la punta de los dedos, pero su movimiento se detuvo justo en medio de ninguna parte. Amarelia volvió a reír, y con un movimiento grácil giró, se impulsó hasta él y lo tomó del brazo. Volvió a girar hasta quedar de cabeza con respecto a la orientación de la cabina y se impulsó hacia abajo hasta depositarlo suavemente en un amplio sofá.
—En unas dos horas tendremos peso otra vez. Primero tenue, pero irá aumentando.
—¿Me invitaste a bajar por el elevador para reírte de mí?
—Desde luego que no —respondió ella, sin poder evitar una carcajada—. La caída libre es sólo una parte. Como te dije, lo espectacular es la vista. De todos modos esta sensación es perfecta. Piénsalo, Jaime. Desde los primeros días de la colonización la gravedad artificial es una realidad. Sin embargo la caída libre nos recuerda precisamente eso. La libertad de flotar sin sujeción a nada.
—Ya te dije que me parecía que eres una romántica.
Ella le sonrió al tiempo que giraba para mirarlo de frente.
—¿Ropa sigmana? —preguntó Jaime luego de un instante de contemplación mutua.
—Claro que sí. Es otoño en Alcantaria y las ropas normales de mi mundo no son muy aconsejables para un poco de niebla matinal. Usamos ropa abrigada, desde luego, pero la moda sigmana me resulta sumamente agradable. Pero también, por mucho que a las alcantaranas nos guste mostrar la piel, no entraría en caída libre con falda. Aunque imagino que hubiese resultado mucho más interesante para ti.
—Interesante puede ser, pero no creo que más atractivo. Esa ropa te viene muy bien.
Amarelia hizo una reverencia, lo que en gravedad cero resultó sorprendente.
—¿Y menos atractivo por qué?
Ella estiró las piernas enfundadas en unos pantalones ajustados de diseño sigmano y estiró los brazos cubiertos en una hermosa blusa también del mundo de Jaime.
—Menos atractivo porque algo así no deja mucho para la imaginación.
—¿Prefieres descubrir en lugar de mirar?
—Por supuesto. Mirar no cuesta nada. Descubrir permite saber si la imaginación hizo o no bien su trabajo, al tiempo que puede transformarse en recompensa.
Amarelia volvió a hacer la sorprendente reverencia de cero G al tiempo que decía:
—Lo dicho. Un sigmano galante al estilo alcantarano. Eres muy interesante, Jaime Rigoche.
Colocó delicadamente el índice de la mano derecha en una rodilla de Jaime y ejerció un poco de presión. Esto la impulsó lentamente hacia las máquinas expendedoras, pero alcanzó una de las consolas.
—En tierra son las seis y cinco de la tarde, por si quieres ajustar tu reloj.
Él así lo hizo, adelantando su reloj en tres horas.
—El sol se pondrá en el monte del elevador dentro de cuarenta minutos —dijo Amarelia tras un instante en el que continuó revisando la información—. Para nosotros eso ocurrirá cerca de media noche, más o menos. Entonces podrás ver lo que te decía de los océanos alcantaranos.
Estaba estirada horizontalmente, con la cabeza levantada, una rodilla flectada en ángulo recto, la mano derecha en la barbilla, la izquierda posada ligeramente en los controles y una tenue sonrisa en los labios. Una imagen digna para el recuerdo, pensó Jaime, y así lo hizo.
—Amarelia.
Al escuchar su nombre ella giró la cabeza, y justo en ese momento él le tomó una fotografía con su cámara, que había sacado del bolso de mano sin que Amarelia se diese cuenta. La captó con la misma sonrisa, aunque con la boca un poco entreabierta, de seguro para responderle o decir algo.
—¡Oye!
Se impulsó hacia él, pero en cuanto lo alcanzó la cámara ya estaba segura. Hizo un breve intento por arrebatarle el bolso, pero fue más bien una especie de juego.
—¡Quiero ver esa foto!
—Te la mostraré en tierra, pero tienes que aceptar salir a bailar conmigo.
Amarelia retrocedió un poco todavía flotando, y lo miró intensamente durante un largo momento.
—¿Y si digo que no?
—Entonces nunca verás cómo quedaste inmortalizada.
Otra vez la penetrante mirada, pero en este caso acompañada por una sonrisa que se fue ampliando a cada instante.
—Vaya forma de invitar a salir a una mujer.
—Mediante el chantaje me aseguro que acepten —respondió Jaime, haciendo un gesto expansivo con ambas manos.
—De acuerdo. Conozco un lugar excelente para bailar, pero me guardaré la información.
—Me come la curiosidad.
Permanecieron mirándose durante un momento más en completo silencio, hasta que Jaime dijo:
—¿Y mientras el sol se pone para que veamos el espectáculo del océano, qué hacemos?
—Si quieres puedo enseñarte un poco a moverte en caída libre —respondió ella, tras girar frente a él, mostrando su figura.
Pasaron la siguiente hora y media en la clase de gravedad cero, aunque la mayor parte del tiempo fue sobre todo juego y risas. Afortunadamente él recordaba las bases de su instrucción, por lo que en unos minutos ya podía controlar su desplazamiento por la cabina en relativa seguridad. Esto no evitó sin embargo un par de golpes contra el ventanal, que hicieron reír otra vez a Amarelia.
Tal como ella le dijera, fueron ganando peso lentamente a partir de algo más de dos horas después de iniciado el descenso. De todos modos era necesario moverse con cuidado ya que un paso demasiado brusco constituía impulso suficiente para trasladarlos al otro lado de la cabina, y en efecto por un descuido, Amarelia tuvo que recibir a Jaime antes de que él se estrellara contra las máquinas expendedoras.
A las once de la noche, según el nuevo horario, disfrutaron de una cena consistente en variados productos que ofrecía la cabina. No eran cosas que se podrían encontrar en un restaurante, pero tampoco eran de mala calidad.
Pasada la una de la mañana, se encaminaron al ventanal. En realidad resultaba todo un espectáculo.
El océano fulguraba tenuemente en una serie de movimientos al azar, pero que a la imaginación le hacían pensar en espirales, círculos, líneas onduladas y cascadas rectas. De todos modos el brillo parecía ser sutil desde la altura. Sin embargo en la costa las olas formaban una especie de línea continua y parpadeante, que de seguro entregaba luz a las zonas litorales.
—¿No es mucha luz para la noche en las ciudades?
—En realidad no. Bueno, para los alcantaranos no. Supongo que no es tanta, o de lo contrario no se habría fundado la capital tan cerca del mar. Además la primera vez que estuve en Alcantaria no me molestó. Por el contrario es grato caminar por la noche acompañada de un fulgor continuo.
Jaime no pudo evitar reconocer que en efecto las naves de descenso evitaban por completo el que se apreciara la vista. De seguro en tierra el efecto sería también sorprendente, pero en la inconmensurable altura a la que se encontraban llegaba a ser estremecedor. Daba la impresión de estar contemplando las fuerzas de la naturaleza no como parte de dichas fuerzas, sino como el que podría haber planificado el movimiento fosforescente de las aguas.
Una vez más se dijo que le debía las gracias a Amarelia por una de sus ideas.
—Deberíamos tratar de dormir un rato —Dijo ella luego de casi media hora de silencio.
—Supongo que sí —respondió, sin poder apartar la vista de la superficie—. A fin de cuentas llegaremos cerca de las seis de la mañana.
Jaime se acomodó en uno de los amplios sofás, sin poder evitar el preguntarse si ella le haría compañía en algún momento. El pensamiento lo trastornó durante un instante por encontrarlo algo tonto, pero eso no fue impedimento a las imágenes que poblaron sus sueños.
Justo antes de cerrar los ojos se preguntó si Amarelia, quien ocupaba otro sofá a unos metros de distancia, aprovecharía para tocarle la mano mientras dormía.
El mensaje que avisaba una hora para la llegada despertó a Jaime. Al incorporarse lo primero que notó fue que todo su peso había regresado. Luego notó que Amarelia no estaba a la vista, por lo que supuso que se encontraba en el baño. Él hizo lo mismo y se metió en el de hombres para lavarse un poco antes de desayunar, aunque no sabía si esperar hasta el hotel para hacerlo en regla.
Cuando salió a la cabina se quedó paralizado por la estupefacción.
Amarelia estaba de pie, con las manos en la espalda y la vista fija en el paisaje, pero dos metros fuera del elevador. Se mantenía perfectamente en pie, pero era como una figura que cayera a la misma velocidad que la cabina. Un pájaro suspendido todavía a muchos metros de la superficie.
Se le escapó un sonido gutural que ella escuchó.
—¡Oh! —exclamó la mujer comenzando a reír.
Jaime, que no le encontraba la menor gracia a lo que veía, comenzó a molestarse.
—Acompáñame —indicó Amarelia, extendiéndole una mano—. Supongo que esto te parece sorprendente. Ven, no hay nada que temer.
Al acercarse al ventanal, Jaime reparó en que dos pequeñas luces justo en el borde marcaban lo que en realidad era un corto pasillo de material transparente que conducía hasta ella.
—Este es un atractivo más del elevador —dijo Amarelia tomándolo por la mano izquierda—. Es material molecular totalmente transparente pero sólido como el diamante.
—¿Nanoingeniería?
Ella asintió.
—Se activa desde una de las consolas, pero su uso está restringido. Casi nadie sabe que se puede hacer, aunque alguien tan fanática como yo del elevador lo pudo descubrir sin muchos problemas.
Estaban de pie en una especie de cilindro de un metro y medio de diámetro, y la sensación era de estar volando. A sus pies se extendía el continente, todavía unos kilómetros debajo, aunque acercándose. Algunos grupos de nubes se movían cerca, aproximándose con relativa rapidez al elevador, y a esa altura no faltaba mucho para que apareciera el sol.
Jaime cayó en la cuenta de que el tiempo que le quedaba para estar con Amarelia se reducía mucho, y esto lo entristeció. No podía decir que la conocía, no en tan pocos días, pero la mujer le resultaba fascinante.
—Por fin vuelvo a casa —dijo ella en voz tan baja, que Jaime tuvo que esforzarse para escucharla—. Ha sido mucho tiempo fuera.
—¿Contenta?
—feliz. Estoy realmente feliz, no puedes imaginarte cuánto.
—¿Hacia dónde está Alcantaria? —preguntó Jaime tras otra pausa.
Ella señaló con un dedo hacia su izquierda. No se veía la gran cosa por las nubes, pero la seguridad en el gesto fue suficiente para él.
—Si sigues sonriendo así, se te dañarán los músculos de la cara.
Ella no respondió, pero en un gesto encantador que a él lo fascinó, Amarelia le pasó el brazo izquierdo por la cintura. En lugar de responderle, Jaime le extendió la mano derecha para que se la estrechara.
—Por si algo nos impide despedirnos.
Amarelia miró su mano, luego lo taladró con los ojos y otra vez le miró la mano extendida. Una vez más pudo ver en su mirada una especie de duda, un compás de espera, y durante un momento estuvo seguro de que no le estrecharía la mano.
No obstante ella lo hizo. Colocó delicadamente los dedos en torno a los de él, y le dio un apretón firme pero amable, en el que sintió cómo el dedo pulgar presionaba en el dorso de su mano. En realidad él supuso que estaba buscando la forma de hacerlo, aunque esperaba que el rodearle la cintura con la otra mano no fuese parte de su intento.
Jaime no supo por qué hizo lo siguiente, pero después le pareció la mejor idea que hubiese tenido durante el viaje hasta Alcantar.
Amarelia dejó de ejercer presión y fue a retirar la mano, pero él la retuvo. No con rudeza, pero sí evitó que ella la apartara.
—¿Ocurre algo?
Jaime no respondió, taladrándola ahora él con la mirada.
—¿Jaime?
La mujer hizo un poco de fuerza otra vez, pero nuevamente él le impidió con gentileza que retirara la mano.
Amarelia alzó una vez más la cabeza para mirarlo, con una sonrisa divertida en la cara.
—¿Podrías regresarme mi mano, por fav...?
en un solo movimiento él le soltó la mano, giró un poco el cuerpo, le tomó el codo derecho con la mano izquierda, se lo empujó hacia arriba para que alcanzara su cuello, la rodeó por la cintura con la mano derecha y la besó en la boca.
Ella estuvo por retirarse, pero Jaime sintió en el acto que la mano que él le había levantado pasaba por su nuca, mientras comenzaba a devolverle el beso.
Fue todo lo que recordaba del que le había dado Brecyne, pero a la vez fue mucho más y mejor. Amarelia se aferraba a él, movía el rostro sin que sus labios se separaran, sus manos le acariciaban agradablemente el cuello y, al sostenerla por el talle le llegaba el calor de su cuerpo.
—¡Uf! —dijo él en voz muy baja cuando sus labios se apartaron.
—¿Te gustó?
—¿Tú qué crees?
—Supongo que te gustó tanto como a mí.
—En realidad hacía uno o dos días que quería hacerlo.
—No debiste esperar tanto, Jaime. Pero de todos modos me alegro que haya pasado.
—Y si dices que debí hacerlo antes, ¿por qué no lo hiciste tú?
—Supongo que para que no pensaras que era el estilo alcantarano actuando.
Jaime rió con ganas.
—Es el estilo del beso lo que me preocupaba.
—¿a ver? —respondió ella, besándolo otra vez por largo rato.
Si el primero le había parecido sorprendente, no estaba preparado para éste. Fue tal como Jerry le había dicho, y mucho más. Era como si mediante el mero acto de unir los labios a los de ella, se le transmitiera su calor, su aroma, su piel. Amarelia lo estrechaba con fuerza, como si tuviese la idea de que no se le escapara, pero al mismo tiempo una de sus manos jugaba suavemente en la parte posterior del cuello, aumentando las sensaciones.
—Oye, calma —dijo de pronto ella en voz baja junto a su oído.
Sólo entonces Jaime fue consciente de que ahora le estaba besando el cuello, mientras su mano derecha había llegado, por arte de magia hasta su pecho. De todos modos descubrió, encantado, que no era el único. La mano derecha de Amarelia seguía en su cuello, pero la otra le aferraba una nalga.
Ambos rieron, pero continuaron abrazados.
—¿Será posible verte en la ciudad? —preguntó él tras besarla otra vez.
—Claro que sí. Tengo dos días de permanencia en la base, pero después tres semanas alcantaranas libres. ¿Cuándo es la conferencia?
—Dentro de cinco días.
—Entonces podremos vernos antes de la conferencia y cumplir lo de ir a bailar, si no tienes mucho que trabajar.
—¿Bromeas? Ahora todo lo que quiero es besarte otra vez, aunque me pregunto si sería tan espectacular sin esta vista.
Ella rió.
—Habrá que descubrirlo. Mientras tanto...
y volvió a besarlo.

Salieron de la estación del elevador tomados de la mano, con la maleta de Jaime deslizándose detrás. El lugar era también uno de los enlaces de arribo al planeta, por lo que al salir se encontraron rodeados de personas.
Amarelia tomaría una nave militar hasta la base de Alcantaria y Jaime el monorriel que lo dejaría en el centro de la capital, por lo que unos minutos después se despedían, junto a la nave a la que ella debía arribar.
—Sabes dónde encontrarme, ¿verdad?
Ella asintió mientras le colocaba una mano en la mejilla.
—Hotel Luna de París. No te preocupes, te llamaré.
Lo besó intensamente una vez más.
—Para que no te olvides de mí, ¿de acuerdo?
—sería imposible hacerlo, pero acepto el recordatorio.
Tras un fugaz beso más, que a Jaime le pareció perfecto para el momento, ella se encaminó a la nave.
Permaneció mirándola alejarse, deseando más que esperando que se volviera a mirarlo. Cuando lo hizo, además de sentir una grata alegría, aprovechó para tomarle otra fotografía. Ella le sonrió y agitó la mano antes de desaparecer en el interior del vehículo militar.
Unos minutos después, sentado en el cómodo asiento del monorriel, Jaime se tocaba de tanto en tanto los labios. Era como si los de Amarelia hubieran dejado algo físico en ellos, que le hacía sentir que todavía la besaba. ¿Era posible que las llamadas mejoras genéticas de los alcantaranos lograran tal cosa?
Jaime sonrió.
Lamentablemente ahora iniciaba en realidad el trabajo de investigación, y no era poco lo que debía hacer. Asimismo el juego con Amarelia, fuese cual fuese, entraba en una segunda fase. Suponía que no faltaban muchos días para que entrara en una fase final, y los resultados del mismo parecían tener de alguna forma que ver con la investigación.Una vez más se preguntó si debía incorporar a la hermosa capitana a la lista de sospechosos. No veía cómo ponerla en el grupo, pero estaba ligada. Tampoco veía la forma en la que lo estaba, pero sus instintos le decían que podía ser importante para todo el asunto.