sábado, 5 de diciembre de 2009

Un error

ENTRADA PERTURBADORA

Se dice que la investigación es una parte fundamental de cualquier novela que se precie. De igual forma está claro que no se puede pretender escribir una historia sin haber leído otras diez.

En el segundo requisito voy sobrado, pues leo un promedio de cinco a seis libros al mes. Sin embargo en el primero siempre he estado algo débil, y esto se ha visto confirmado en los últimos días.

Cuando me senté a escribir la larga escena del descenso en el elevador orbital en De Regreso a la Vida, tenía algunos conceptos bastante claros pero no los fundamentales. Así las cosas, me dejé llevar por el entusiasmo de la narración de mis propias ideas y por el ritmo de los acontecimientos que quería plasmar en esas páginas, sin tomar en cuenta cuestiones de física elemental.

Había estudiado bastante la idea del elevador investigando una serie de artículos que tratan el tema, las expectativas reales de su construcción en nuestro planeta y las cuestiones técnicas de lo que implica un cable de miles de kilómetros de largo, que es la base necesaria para cualquier sistema de elevador orbital.

Leí mucho sobre la generación de los denominados nanotubos de carbono, las estructuras más resistentes que pueden ser creadas por el hombre, y con la sorprendente capacidad de soportar indefinidamente su propio peso, cuestión que en síntesis es la que los hace como el mejor material para la construcción del cable.

Estudié los efectos económicos de semejante obra de ingeniería, junto a las consecuencias que tendría el elevador para la deprimida exploración de nuestro sistema solar, ya que es obvio que una estación en órbita geosincrónica que puede ser accesible a tan bajo costo y sin tener que utilizar toneladas y toneladas de combustible para alcanzar la velocidad de escape implicaría nada más que el lanzamiento desde la órbita de las naves de exploración.

Analicé y estudié un tema que no me era demasiado conocido, como es la forma de moverse en gravedad cero, y el cómo esto se daría a propósito del elevador, y con ello tuve una parte importante para el relato de dos humanos en el descenso y lo que podría pasar entre ellos.

Había leído años antes las tres novelas que conforman la maravillosa y monumental obra de Kim Stanley Robinson sobre Marte, en las que el elevador tiene mucha importancia, pero con el devenir del tiempo fui olvidando algunos detalles que resultaron ser mucho más que detalles, hasta la última semana que terminé de releer Marte Rojo.

Así las cosas está clarísimo que cometí un error grave en la narración.

Tanta investigación que realicé está truncada, o mejor dicho, nació enferma y no podía sobrevivir a un análisis serio.

Simple y sencillamente las matemáticas me fallaron.

No es creíble que el descenso en un elevador orbital dure algo así como sólo doce horas, como está en este momento en la novela.

El cable de un elevador orbital en órbita geosincrónica de un planeta como la Tierra, como es el caso de Alcantar, no puede medir menos de treinta y seis mil kilómetros de largo. Esa es la distancia requerida para el geosincronismo, ya que por debajo de esta altitud los cuerpos caen o pierden la órbita, y por sobre ella salen de órbita hacia el espacio.

Si se toma como tiempo de descenso el de doce horas, quiere decir que cada cabina del elevador tiene que moverse durante la mayor parte del viaje a unos buenos tres mil kilómetros por hora, lo que simplemente anula por completo la falta de gravedad en cada cabina.

De igual forma, las fuerzas G que se generarían en semejante aceleración aplastarían los cuerpos contra las superficies sólidas, produciendo la muerte.

Esto podría solventarse para los fines narrativos con amortiguadores de inercia, los que, otra vez, eliminan la posibilidad de la gravedad cero que tanto quería en la escena.

Finalmente una velocidad de tres mil kilómetros por hora, es decir diez veces la velocidad del sonido, tendría efectos sobre los materiales de construcción que no estoy capacitado siquiera para comenzar a dilucidar.

Entonces está la pregunta de cuál es la velocidad aceptable.

Podemos llegar a una solución de compromiso de entre trescientos y quinientos kilómetros por hora, lo que nos evita pensar en amortiguadores de inercia. Sin embargo esta velocidad de descenso (y no hay que olvidar que sería también de ascenso) transforma el viaje en uno de barios días de duración, ya que a trescientos KPH en un día se habrían recorrido sólo siete mil doscientos kilómetros. Es decir, un viaje de cinco días.

Por mucho que se aumentara la velocidad a quinientos KPH, de todos modos el viaje de cada cabina cubriría sólo doce mil kilómetros por día, lo que son tres días de ascenso o descenso.

Una mayor velocidad es posible en desplazamientos horizontales, pues se podría hablar de superconductores, pero en un viaje vertical, en el que el vehículo necesita un cable guía, la fatiga de los materiales transforma una velocidad mayor en algo realmente difícil de creer en una narración que pretende ser seria y que en la realidad sería potencialmente mortal, dada la fatiga de los materiales.

Pues bien, el descenso en el elevador orbital que experimentan los protagonistas en la novela fue un momento muy grato de escribir. Disfruté creando la situación de ambigüedad en la que se van desenvolviendo los personajes, pero a la luz de la ciencia, de la física y de la realidad, la escena es completamente errónea.

Cuando se escribe una historia, se supone que la base de la misma está dada por lo que se quiere contar, por la calidad (buena o mala) de los personajes, por el cómo se va alcanzando una especie de clímax, y en especial, por lo menos en mi caso, por la credibilidad del entorno y de las descripciones.

En este punto la escena está toda mal.

Por lo mismo, si bien hace bastante tiempo que no actualizo el blog con más capítulos o fragmentos de capítulos, no lo voy a seguir haciendo hasta que encuentre alguna clase de solución a este error.

No me es posible, por efectos narrativos, hacer que el descenso de Jaime al planeta dure más de medio día. El tiempo de descenso puede acortarse, eso no es ningún problema. Sin embargo es necesaria una instancia como la del elevador, como la de la cabina del elevador, en la que se pueda dar esta especie de ambigüedad a la que me he referido.

Es evidente para muchos que podría mandar todo esto a la mierda y dejar las cosas como están, pero no voy a hacer semejante cosa. La historia tiene que ser creíble, por mucho que sea ficción.

Por lo mismo, y mientras encuentro una solución a este enredo, prefiero no continuar subiendo una historia que producto de lo que pueda escribir al final como reemplazo del actual descenso en el elevador, me lleve por caminos que incluso me hagan cambiar otras cosas que pueden redundar en más cambios y que, espero que no, podrían llevar a un final diferente.

Esto me tiene sumamente contrariado, ya que daba la novela por terminada (aunque no corregida) y ahora no tengo claridad de si en efecto está terminada.

Espero poder subir dentro de poco algún escrito más breve, aunque breve en mi caso es poco probable.


Vladimir Spiegel.

sábado, 12 de septiembre de 2009

De Regreso a la Vida: Capítulo 5 - Alcantaria (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA

CAPÍTULO 5:
ALCANTARIA

—Te haré llegar la información con nuestros domicilios particulares y de nuestros trabajos —dijo Patricia cuando se reunió con ella.
La mujer mantenía una mano posada en la caja de resguardo en la que estaban las fichas de seguridad.
—Te sientes intrigada, ¿verdad?
Patricia le dedicó una sonrisa radiante.
—Esta es la primera vez en décadas, tal vez en toda mi vida, que alguien tiene más información sobre mí de la que yo tengo sobre esa persona. No tengo ni idea de qué es lo que dice mi legajo. Algo supongo, pero queda totalmente fuera de mi alcance conocer lo que contiene.
—¿Y cómo se confecciona tu legajo entonces?
La mujer lo miró intensamente durante un instante antes de responder.
—Los legajos importantes como los de Natalia pasan por mis manos para ser revisados y actualizados, cada dos meses o así. El mío se encarga a mi segundo en jerarquía en inteligencia, y es revisado y aprobado por Natalia en persona.
—¿Es el único caso en que se hace de esta forma?
La coronel asintió una vez.
—En realidad, por mi cargo, me da la idea de que soy todavía más vigilada que la propia Natalia. Lo cual no es del todo ilógico, si lo piensas.
Jaime notó que durante toda la charla, ella se había mantenido con una mano posada en la caja de resguardo, alternando los ojos entre él y la propia caja.
—Hace unos años intenté, de forma discreta, conocer el contenido de mi legajo. Pude hacerlo, pero al final no lo hice.
—¿Por qué?
—Por el Imperio, Jaime. Mi trabajo es mantener la seguridad del Imperio. Si rompo una regla tan básica, no estaría por sobre los elementos que me causan problemas de seguridad. Se trata en definitiva de una cuestión de lealtad para con mi gente.
»De todos modos ello no quita el que sienta curiosidad por saber lo que hay en mi legajo.
—Me perdonarás si no sacio tu curiosidad.
Patricia se encogió de hombros, pero continuó mostrando una amplia sonrisa. Jaime reparó en que al parecer, como no debía preocuparse de posibles consecuencias de seguridad, ella mostraba un ánimo distendido e incluso alegre. El cambio le hacía ganar mucho.
—Te diré, en todo caso, que con tu figura no creí que fueses practicante de dolom de combate.
Patricia abrió mucho los ojos durante un momento, y luego rió con ganas. Al igual que le había pasado con Brecyne el sonido lo fascinó. Era armónico, algo musical, y completamente genuino, lo que le confirmó otra vez que se sentía relajada.
—Hace años que no me subo a una plataforma de dolom. De seguro que un principiante me derrotaría.
—¿Falta de tiempo?
—Principalmente eso. En realidad el dolom termina por aburrir, y las lesiones son muchas como para que el riesgo valga la pena. Además... —ahora rió tenuemente—, con mi rango y cargo cualquier competidor prefiere dejarme ganar.
Jaime se encogió de hombros.
—¿Has jugado dolom alguna vez?
—Una vez, y espero no tener que hacerlo nunca. Los deportes de contacto no son mi fuerte.
Patricia quitó la mano de la caja y tomó la fotografía de Amarelia. La observó con atención durante un momento antes de dejarla otra vez donde estaba.
—¿Sabes que ella era la única persona en Sigma que estaba enterada de la presencia de nosotros cinco?
—Sí. Ella me lo dijo, aunque no sé si eso constituye una violación de seguridad.
La mujer se encogió de hombros.
—Es una militar sobresaliente, Jaime. Hace veinte años mantuvo con vida a un grupo de supervivientes en Fileria cuarto, en un ambiente muy hostil. Ha demostrado tener capacidad para el mando y tiene una ficha de desempeño impecable.
Levantó la mirada y la concentró en él durante un momento. Estaba por decir algo, pero él se le adelantó.
—¿Por qué entregar el conocimiento de la presencia de ustedes en mi mundo a una capitana de navío? No quiero inmiscuirme en el cómo toman las decisiones, pero me llama la atención.
—¿Te llama la atención la situación o te llama la atención la capitana Discridali? —Alzó una mano y agregó—: perdona, perdona. Dije que no te insultaría, pero es mi sentido del humor. Puedo ser algo cáustica cuando no me doy cuenta.
No obstante esta vez Jaime no se había sentido insultado, sino divertido. La diferencia se debía, pensó, al tono empleado.
—No te negaré que ella me llama mucho la atención —respondió señalando la fotografía—, pero me refiero al entregarle semejante nivel de seguridad a alguien con rango de capitán.
Patricia volvió a encogerse de hombros.
—Natalia propuso el nombre para el enlace que se hacía necesario tener en Sigma, y tras revisar su legajo yo la apoyé. Es verdad que sólo es capitana, pero sus antecedentes son suficientes. Además ejercía como cuarto funcionario en la embajada, siendo el único militar con semejante nivel de acceso diplomático.
—¿Explicó la ejecutiva por qué la proponía?
—Por lo mismo que te acabo de decir. ¿Tiene esto alguna importancia para el caso?
Jaime negó con la cabeza.
—Es mi insaciable curiosidad.
Patricia se apartó de la caja de resguardo que contenía su ficha de seguridad con una notoria reticencia y se le acercó.
—¿Natalia se te ha insinuado?
Jaime no pudo verse la cara, pero entendió que le había mostrado un gesto divertido cuando ella amplió un poco más la agradable sonrisa.
—No la juzgues, Jaime. Imagina que en mi cargo me siento sola a menudo, y eso que no me interesa mucho conseguir algún amante pasajero. El cargo que Natalia ocupa puede hacer la vida más solitaria todavía. Agrégale a ello el que ella disfruta con el sexo... y bueno, ante las fuerzas de seguridad que la siguen aparece como un poco frívola, pero ella es con mucho la mejor administradora que el Imperio ha tenido desde hace por lo menos tres mil años.
—¿Se puede confiar en ella?
—Pondría mi vida en sus manos —respondió Patricia al tiempo que lo taladraba con los ojos—. En el grupo de nosotros cinco no hay nadie más del que pueda decir lo mismo.
—¿Crees que yo puedo confiar en ella?
—Eso sólo depende de ti. ¿por qué?
—Porque es posible que necesite acceder a algún lugar al que un turista no puede hacerlo normalmente —le respondió, pensando en alguno de los lugares a los que el mensaje estaba dirigido.
Ella enarcó una ceja, pero Jaime no agregó nada más.
—Lo dicho. Depende de ti. ¿Qué impresión te da Natalia?
—Bueno... como dices, ya se me insinuó. Para las costumbres de Sigma, más que eso en realidad.
—¿Te besó? ¿Te besó en la forma que nos hace famosas en la Unión?
Él asintió.
—Cuando fue a mi departamento.
Patricia rió otra vez.
—¿Y eso te hace desconfiar?
—No es desconfiar la palabra que usaría. Simplemente no siento que puedo confiar en ella.
Patricia se adelantó un paso y le colocó ambas manos en las mejillas. Acto seguido lo besó de la misma forma en la que Brecyne lo había hecho la primera vez. Resultó sorprendente, como se suponía. Cada pequeño movimiento que hacía la mujer mandaba un estímulo al cuerpo de Jaime, que luchó para no comenzar a recorrer su figura con ambas manos, por lo que se limitó a estrecharla. Luego de un instante ella también lo abrazó, pegando su cuerpo al de él.
—¿Confías en mí?
—¿Urgh? —fue todo cuanto pudo responder en un primer momento.
—¿Confías en mí? —repitió Patricia.
—Aunque me resulta raro hacerlo luego de tan poco tiempo, sí. Confío en ti. —Y se dio cuenta de que era verdad. En los breves minutos de charla privada, en algún momento que no podía precisar, había surgido la confianza—. No sé muy bien cómo, pero confío en ti.
—Pero acabo de provocarte.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Bien... tú acabas de demostrar algo...
—¿Y Natalia no hizo lo mismo cuando te besó?
—No te entiendo... —pero sí que le entendió. Patricia había demostrado el beso como gesto en sí. Brecyne había demostrado interés.
—Espero que no me digas que su cargo te intimida.
—Desde luego que no... por lo menos eso creo —agregó, honestamente—. Es que no fue algo conforme a nuestras costumbres...
—Eso es verdad... —intercaló ella.
—... y si a eso le agregas que todavía era sospechosa...
Patricia asintió.
—Y además te descolocó por completo.
Ahora Jaime rió, sin poder evitarlo.
—Me sorprendí tocándola, y ni siquiera me había dado cuenta de lo que hacía.
—Para un no alcantarano eso es comprensible. Aunque debo decir que ahora te controlaste bastante bien.
—No fue nada fácil, créeme.
Ella inclinó la cabeza, y Jaime vio por primera vez una muestra de coquetería en la mujer.
—Eso es un verdadero halago. Gracias.
—Es que... no sé.... esa forma de besar puede dejar desarmado a un hombre.
—¿Y crees que nosotras no participamos? ¿Por qué crees que terminé abrazándote? Finalmente, ¿hay algo tan malo en querer besar a un hombre atractivo? Más todavía, ¿es tan malo querer darse un gusto como el que acabo de regalarme?
—Supongo que no, y en realidad uno se puede hacer adicto a esto.
Patricia volvió a reír.
—Otra vez, gracias por el halago.
—¿Quieres decirme con todo esto que confíe en ella? —preguntó Jaime luego de un momento de silencio.
—No. Quiero que tomes la decisión de confiar en Natalia no por lo que hace o por lo que es, sino por como es y por qué hace lo que hace.
Él asintió, y sólo entonces la mujer dejó de abrazarlo. Dio las gracias en silencio por ello, pues Patricia no había dejado de acariciarle el cuello durante la charla, y en realidad estaba comenzando a excitarse.
—En otras palabras, que sigas tu instinto, pero que no prejuzgues.
Jaime asintió. Era necesario tener en cuenta las costumbres alcantaranas, y en realidad una de esas costumbres le había hecho llegar hasta Patricia. Todavía le parecía sumamente curioso la facilidad con que podía confiar en ella, siendo que esto ocurría sólo porque, según sus propias palabras, la pudo colocar en ridículo. En el caso de Brecyne desconfiaba por la insistencia en arrojarle insinuaciones, pero ello no era todo. En realidad sentía que el inicio de estas había sido en muy mal momento, cuando todavía aparecía como sospechosa de un caso para el que ella misma lo había convocado.
Patricia se llevó las manos a la frente y con una cinta de color miel hizo en un veloz movimiento el anillo de distinción. Luego formó los de las orejas con movimientos igual de rápidos, que a Jaime sólo le parecieron algo menos que mecánicos. Era como el gesto de abrochar un botón de la camisa. Se tenía plena conciencia de estar haciéndolo, pero al mismo tiempo parecía casi involuntario.
—¿Y el disfraz? —preguntó.
—No es necesario. Pediré que me recojan en la azotea del hotel.
—Pensé que el conducir a más de dos metros de altitud estaba prohibido en Alcantaria.
—Y piensas bien. Pero no si se trata de un vehículo oficial.
—¿Y si te ve alguien subiendo o en la propia azotea?
—Bueno, andaría en algún asunto oficial —respondió Patricia, encogiéndose de hombros. Luego se comunicó con alguien en algún lugar mediante unos implantes que él no podía ver, y se dirigió al sillón en el que había dejado el ridículo sombrero. Lo tomó y se encaminó a la puerta, escoltada por él.
—Te enviaré los domicilios por transmisión codificada en unos minutos. Espero que uses la información con prudencia.
—Soy un hombre prudente...
Jaime iba a decir algo más, pero ella le encasquetó el sombrero en la cabeza, casi hasta las cejas. Luego rió sonoramente.
—Un regalo de bienvenida. Es algo grande, pero te queda bien... aunque yo no lo usaría.
Se le acercó y lo besó en la mejilla.
—Fuera de bromas, podría facilitarte el legajo de la capitana Discridali.
Jaime lo pensó en serio por un momento, pero no por las razones que una sonriente Patricia Nesuv mostraba en los ojos, sino para tratar de entender alguna parte del juego que la mujer había iniciado entre ambos. Sin embargo se negó. No tanto por Amarelia en sí, sino por Patricia. Sería comenzar con muy mal pie una interesante amistad.
Ella le sonrió e inclinó la cabeza en el estilo alcantarano, y luego se marchó.
Jaime, luego de quitarse el sombrero y ordenar el almuerzo, se sumergió en la ficha de Nadelia Perryman.
La hermosa genetista sólo parecía ser la menor del grupo, ya que en realidad contaba con ciento sesenta y siete años. Hija de padres dedicados a la genética y reconocidos en el Imperio por ello, Nadelia Perryman había seguido los pasos familiares e ingresado a la facultad de Genética y Bioingeniería de la Universidad de Alcantaria a los dieciséis años. Graduada la segunda de su clase, había ingresado de inmediato al instituto imperial de genética, y gracias a sus conocimientos, a una bien formada inteligencia y al nombre de sus padres, había ido ascendiendo con regularidad en lo que de seguro era uno de los escalafones más competitivos de la sociedad alcantarana.
A los treinta y cinco años se había casado con un colega del instituto, y esta relación había perdurado algo más de sesenta y un años, momento en el que ambos habían concurrido al sistema Ligar, a prestar ayuda con una rara dolencia genética que presentaba un grupo de exploración recién regresado de una misión. Según la información de seguridad Perryman había descubierto que el problema procedía de un extraño parásito que se instalaba en la columna y alteraba el sistema linfático.
Con los conocimientos en genética de la pareja, la tripulación recién regresada al espacio de la Unión se vio libre de sus problemas, aunque muchos presentaron secuelas durante años. El matrimonio estaba por regresar a Alcantar, cuando había ocurrido un accidente espantoso en una de las lunas del sistema. El marido de Nadelia Perryman, que en ese momento estaba haciendo una visita a las instalaciones en las que se trabajaba en producir naves que pudieran generar saltos por sí mismas, resultó vaporizado junto con otras quince mil personas, cuando una explosión hizo desaparecer tres kilómetros cúbicos de la luna en la que se desarrollaba el proyecto.
Jaime creyó recordar que Amarelia le había hablado algo sobre eso. Uno de sus tíos, si no recordaba mal, también estaba en esa luna del sistema Ligar.
La información de seguridad consignaba que, tal vez por la pérdida, la mujer se había dedicado casi por entero a su trabajo desde entonces. Con esto había vuelto a destacar en la comunidad genetista del imperio, y se le atribuían una serie de descubrimientos que podrían, con los años, extender la expectativa de vida de los ciudadanos alcantaranos por sobre los trescientos sesenta años.
Gracias a todo esto, Perryman había alcanzado el cargo de directora del Instituto de Genética y Bioingeniería del Imperio Alcantarian, a una edad mucho más temprana que cualquiera de sus predecesores. De esto hacía ya algo más de cincuenta años estándar, y a nadie se le había pasado por la cabeza el reemplazarla. Era a todas luces una mujer brillante.
La información personal no era demasiado relevante. Luego de enviudar, había vivido en estricto luto durante diez años. Poco tiempo después de ser designada directora del Instituto de Genética, había vuelto a salir con hombres, pero no se volvió a casar.
Cada año, salvo raras excepciones, concurría al sistema Ligar para presenciar los austeros actos de conmemoración del accidente que le había quitado a su marido.
Se la definía como una mujer tranquila aunque al mismo tiempo muy alegre. Sus amistades, que no eran muchas, la apreciaban y sus colegas la respetaban mucho. No tenía amantes de larga duración, por lo menos que el servicio de seguridad supiera, pero también era una mujer reservada.
Fanática del ajedrez, una excelente nadadora y, desde la muerte de su marido, una lectora compulsiva de la historia de la Unión y la colonización.
La información decía que los días dentro del rango que Jaime había delimitado para la recepción del mensaje, la mujer había estado en su oficina y en su casa por las noches, salvo dos días en los que permaneció por completo en su domicilio. Esto no era del todo raro, pues se decía que con el paso de los años Perryman se había vuelto algo retraída. Seguía siendo alegre, pero sus amistades decían que parecía encerrarse un poco más cada vez.
Cuando terminó con el legajo de Perryman, Jaime descubrió que era el expediente más breve. No había mucho que decir de la mujer, salvo el importante cargo que ocupaba en el sistema social alcantarano. Al igual que Takamura, y a diferencia de Patricia, Brecyne y Nigale, no había tenido que luchar para alcanzar el puesto que ocupaba. Evidentemente su capacidad la había encumbrado, pero en eso también intervenía su nombre y los contactos que podían ejercer sus padres.
Eran las cinco de la tarde cuando salió del Luna de París. Se detuvo en la tienda del hotel y compró un holocubo de la ciudad, que permitía situar los lugares en coordenadas de posicionamiento estándar, y comenzó lo que él siempre había llamado «trabajo de campo».
Patricia le había hecho llegar, tal como le dijo, las direcciones particulares y de trabajo de los cinco. Si bien ella y Brecyne estaban descartadas como sospechosas, de todos modos confrontó los datos con las coordenadas del mensaje. Ninguno de los domicilios, tanto particulares como laborales coincidían con los destinos en el mensaje de Redswan, cuestión que en realidad no lo sorprendió. Si el asesino más costoso de la Unión cometiera ese tipo de errores hacía tiempo que se le hubiese detenido.
La primera de las coordenadas lo llevó hasta un edificio de la planta de energía de Alcantaria. El lugar, según pudo consultar en el holocubo, era totalmente automatizado, salvo por revisiones semanales que competían al municipio. En el interior no debía haber ningún receptor de comunicaciones, pero Jaime no dio esto por sentado. Necesitaría entrar al lugar o averiguar si en efecto era tan automático o si tenía alguna consola de comunicaciones. Esperaba que Patricia pudiera ayudarlo en eso.
La segunda de las coordenadas estaba en el centro de una pequeña laguna en el llamado Parque del Descenso. Era un espacio de varios kilómetros cuadrados lleno de árboles milenarios y sin la menor construcción en el interior, en el que se recordaba el primer aterrizaje de los colonizadores del planeta. Según la información del holocubo turístico, la presencia de cualquier clase de embarcación en la laguna estaba estrictamente prohibida y severamente sancionada. La laguna en sí era una especie de reserva natural para un grupo de cisnes que habían desembarcado con los primeros colonos. Ahora, luego de siete mil años desde ese momento, los cisnes seguían allí, pero con su número aumentado y tras cientos de generaciones. Por fin podía descartar una de las siete coordenadas.
Eso quedó demostrado en el mismo momento en que se acercó a menos de tres metros del borde del agua. Una voz que salió de un altavoz cercano le indicó que no siguiera avanzando y que, de hacerlo, sería vigilado. Si alguien hubiera estado esperando una transmisión en ese lugar, habría un registro claro, tal vez una multa muy alta y una detención. Otra cosa a comprobar con Patricia. Pero la dificultad y el ansia de pasar desapercibido casi descartaban el lugar.
La tercera ubicación fue la primera en ser totalmente descartada. Era un punto situado a doce metros de altura en medio de una calle altamente concurrida del mercado de comestibles de la ciudad. El holocubo recalcaba que dicho mercado estaba abierto las veintisiete horas del día, los ocho días de la semana, pues no sólo se vendían productos alcantaranos sino de toda la Unión. Según había leído durante el viaje, y tal como le había recordado a Patricia, el desplazamiento de vehículos a más de dos metros de altitud en el interior de Alcantaria estaba prohibido. En realidad era más que eso, pues se suponía que cualquier vehículo no-oficial era detectado en el acto y detenido en pocos segundos, arriesgándose el infractor a pasar unos días en una celda, además de verse obligado a pagar una elevada suma de escudos alcantaranos.
Con eso tenía revisadas las tres coordenadas de la ciudad propiamente dicha. Le faltaban cuatro. Dos en la costa y dos mar adentro. Sin embargo lo dejó por ese día, ya que a fin de cuentas eran casi las nueve de la noche.
Compró dos granadas de la Tierra y se encaminó a la primera de sus «visitas sorpresa».

sábado, 15 de agosto de 2009

De regreso a la Vida - Capítulo 5: Alcantaria (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA



CAPÍTULO 5:
ALCANTARIA.


La somera descripción que Amarelia le había hecho de la capital del Imperio Alcantarian cuando habían estado en el balcón de su departamento, no fue ni con mucho suficiente para que Jaime se hiciera una imagen de lo que en realidad era. Según ella los edificios destinados a habitación no superaban las veinte plantas, lo que tal vez era correcto. Sin embargo ya desde el monorriel Jaime divisó gigantescas torres no tan altas como las de Nueva Gales, pero sí muchísimo más amplias, con bastantes más metros cuadrados por nivel.
La ciudad estaba enclavada casi en el borde mismo del mar, pero ocupaba kilómetros de superficie en casi todas direcciones sobre una serie de cerros bajos. Asimismo ingresando una buena porción en el agua se alzaban amplias estructuras, que por lo menos desde el monorriel Jaime no fue capaz de determinar si eran para habitación o no.
Una gigantesca edificación llena de cúpulas y agujas dominaba una buena parte del paisaje desde lo que aparentemente era el cerro más alto de la zona, por lo que supuso que se trataba del palacio imperial.
De todos modos algo sí cuadraba de alguna medida con lo que Amarelia le había dado a entender. La ciudad se veía amplia. A diferencia de Nueva Gales, donde las torres estaban separadas por pocos metros unas de otras, en la capital alcantarana no había menos de cincuenta metros entre cada estructura, por muy baja que fuese. De esta forma el cielo era siempre visible y se presentaba la apariencia de espacios abiertos.
Mientras más se avanzara hacia el océano las construcciones iban disminuyendo de tamaño o eran edificadas de forma tal que, conformando una especie de escalera, la mayor parte de las construcciones disfrutaban de vista al mar. Finalmente, casi en el borde del agua, las edificaciones eran de pocos pisos —cuatro o cinco cuando mucho—, y por lo que alcanzaba a ver desde su cuarto en el hotel, de mucha elegancia.
Se había cambiado de ropa y desayunado, y pensaba en qué sería lo primero que debería hacer. No obstante permanecía de pie en el amplio balcón, mirando la ciudad pero pensando en Amarelia.
La primera vez que la había visto le llamó mucho la atención, pero no por su atractivo, que ya en ese momento estaba a la vista, sino por la cantidad de dudas que proyectara. Ese mismo día había aparecido de una forma completamente diferente cuando lo condujo a la entrevista con los dignatarios. Parecía reservada, segura y, al final, de sonrisa fácil. Después en su departamento otra vez había sido diferente. Mantenía una seguridad muy alta, pero había aparecido la coquetería alcantarana, y también resultó demostrado el que en verdad tenía una sonrisa fácil. Y finalmente en el Europa. Ahí la capitana Amarelia Discridali se había mostrado provocativa, ingeniosa, femenina y fascinante, sin exhibir ni el menor rastro de las dudas o inseguridad de su primer encuentro.
El gran problema para Jaime era que no podía determinar si todos los encantos que ella desplegara durante el viaje estaban dirigidos a la consecución de sus propios propósitos, fuesen cuales fuesen, o a un real interés en él. En cualquiera de ambos casos no podía negar que las horas pasadas en el elevador orbital, así como las cenas que compartieran, se le habían hecho tan breves que sin duda alguna ella era una compañía de primer nivel.
Finalmente estaban los increíbles besos poco antes de llegar. Todavía sentía la presencia de Amarelia en su boca, de una forma que se le antojaba imposible de olvidar. Por el contrario, esperaba tener la posibilidad de volver a besarla, aunque sólo fuese una vez más. Claro que ello podía ser imposible, pues le tenía una sorpresa preparada a la fascinante capitana.
Entró otra vez en la amplia y lujosa habitación con la intención de trabajar en la lectura de las fichas de Takamura y Perryman, pero antes de ello sacó de su maleta una caja metálica que Susan le había regalado. Extrajo un barredor que, a diferencia del que Brecyne había usado en su departamento en sigma, parecía ser de oro sólido, y algo más largo. Giró la base y en la punta superior apareció una diminuta luz roja parpadeante.
Jaime hizo cuanto pudo para evitar una carcajada. No dudaba ni por un segundo que el vehículo que Nesuv le había ofrecido, sin importar el modelo o si era o no para altitud, contendría algún dispositivo de seguimiento. En gran parte por eso lo rechazó. Pero la luz del barredor estaba roja, lo que quería decir que en la habitación había alguna clase de dispositivo de vigilancia.
Movió la varilla hasta que la luz dejó de parpadear para transformarse en continua, y encontró, junto a la cama en la mesa de noche, una lámpara inofensiva. Al levantarla encontró en la base un diminuto disco de color negro, que resultó ser, luego de un nuevo examen de la barra de oro, un micrófono de una potencia sorprendente.
—Saludos, Coronel Nesuv —dijo con voz bastante alta junto al disco—. ¿Sería posible que nos reuniéramos, tal como le dije ayer? Espero que recuerde nuestra charla.
Menos de un minuto después, cuando ya había encontrado otros tres dispositivos minúsculos de espionaje, una encantadora voz de mujer le anunció que tenía una llamada.
—Gusto en ver que ya está acomodado, Jaime.
El uso de su nombre le daba a entender que la línea era segura. Por lo menos eso esperaba, pues respondió:
—Tal y como les dije a los cinco en sigma, tengo medios suficientes para saber si soy o no seguido.
—No puede culparme por intentarlo, ¿verdad?
—Claro que puedo, y lo hago. Si quieren que lleve a término mi trabajo, el cual no me entusiasmaba ni lo hace ahora, tienen que respetar mis reglas.
—¿Preferiría que consiguiera a la capitana Discridali para que intentara vigilarlo?
—Si sigue insultándome, coronel, no pienso permanecer ni un minuto más en este planeta.
Jaime notó, realmente encantado, que en los ojos de la mujer aparecía una genuina expresión de temor.
—Lo lamento mucho, Jaime. Son hábitos de muchas décadas en el control de personas en este mundo.
La disculpa parecía honesta, pero para él todavía no era ni con mucho suficiente. A fin de cuentas quería ver si era posible hacerla sudar un momento.
—Vine con la claridad de que deberé alterar mis hábitos, coronel. No he tenido tratos casi con la gente de su mundo. Por el contrario imagino que usted ha tenido ya tratos con sigmanos antes. Trate de evitar los insultos a mi inteligencia, mi forma de proceder y a mi vida personal. Y por favor, no me subestime.
»Ahora bien. ¿Se dejará de juegos de una buena vez y trabajaremos?
Resultó evidente que Nesuv no estaba ni por asomo acostumbrada a que le hablaran en el tono que había usado, pero si tenía una réplica, se la tragó.
—Mis disculpas. Veré que todo cuanto se instaló en su habitación sea retirado, Jaime.
—No se preocupe por eso. De seguro que ya me haré cargo yo.
Otra vez la expresión de temor.
—¿Cree posible encontrar todo?
—Le acabo de decir, coronel, que no me subestime. ¿Comenzará de una vez a respetarme?
—Vuelvo a pedirle disculpas. En mi cargo actual el respeto tiene que ganarse.
No era una verdadera respuesta, pero la dejó pasar. Por lo menos por esta vez, y en realidad la coronel se había anotado ya unos cuantos puntos en contra. Volvió a pensar que como sospechosa estaba descartada, reafirmando en ese momento que sí sería un problema.
—Bien, ¿es posible entonces que nos reunamos, coronel?
—Llámeme Patricia, Jaime.
—El respeto es algo que tiene que ganarse, coronel.
Esta vez la mujer inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Desde luego, tiene que ganarse. Sí, creo que no existe problema alguno para que los tres nos reunamos. ¿Tiene inconveniente en que nos movamos a su habitación en el Luna de París?
—En lo absoluto.
—Estaremos a la hora de almuerzo con usted, Jaime.
—Muy bien, las espero entonces, si es que el aparecer en la habitación de un simple conferencista no constituye un problema de seguridad.
—No se preocupe por eso. A la una de la tarde, entonces.
Jaime asintió y cortó la comunicación.
Quince minutos después se encontraba listo para sumergirse en las fichas que todavía no leía. Claro que también estaba altamente sorprendido. Tenía un total de treinta dispositivos minúsculos de seguridad, cada uno más oculto que el anterior. Al parecer Nesuv no lo subestimaba tanto como parecía.
Antes de entrar a estudiar la ficha del médico de la familia imperial, sacó la cámara del bolso y le insertó un rectángulo de ocho por doce centímetros de papel, del pequeño cuadernillo que, en una muestra de buen gusto, el hotel había dejado en el escritorio de su habitación. Un par de segundos después tenía en la mano la foto de Amarelia flotando en gravedad cero, mirándolo con una sonrisa de inocencia en el rostro.
—Una excelente fotografía —dijo en voz alta, mientras depositaba la imagen junto a la caja de resguardo.
Si por alguna razón no se concretaba la salida a bailar, por lo menos le quedaría algo de la hermosa mujer.
Glen Takamura, a diferencia de los otros tres, no había tenido que escalar o pelear para llegar a ocupar la alta posición de médico de la familia imperial. En ese rango habían otras personas, casi veinte en total, pero Takamura constituía la cabeza del equipo, y el único que podía denominarse genuinamente como Médico Personal. Hijo de padres de noble familia, Takamura ya contaba desde la infancia con el favor de dignatarios de muy alto rango. Para mayor su madre era una médico de reconocida fama, y cuando su hijo salió del instituto de medicina y genética del imperio, tenía un trabajo asegurado en el seno del palacio imperial.
Desde entonces había ido subiendo de forma lógica y esperable según su puesto y condición social. Finalmente, hacía ya más de cien años, había alcanzado el rango de médico imperial, aunque la información destacaba que ello no sólo se debía a su nombre.
Takamura era un médico extremadamente competente, además de ser uno de los farmacéuticos de mayor renombre en el Imperio. Junto con el Instituto de Genética y Biología, era uno de los autores de la más eficaz vacuna contra el mal de Saria, condición que había resultado ser todo un problema hasta hacía ochenta años, momento en el que se desarrollara dicha vacuna.
El hombre era conocido en los círculos médicos de toda la Unión, y de tanto en tanto viajaba a dictar conferencias o participar en encuentros de medicina general. En una de las últimas conferencias, dictada hacía ocho años en la Tierra, Takamura había sido galardonado con la Estrella de la Unión, premio que se entregaba cada diez años a los personajes más destacados de los mundos independientes.
Dos años después de eso, durante el desarrollo de un simposio sobre medicina y terraformación en Alfa del Centauro, el hombre había comenzado a establecer las bases para un innovador sistema de supervivencia para los equipos terraformadores de la Unión.
En cuanto a la información personal, Takamura contaba en la actualidad con saludables doscientos quince años, lo que casi hizo respingar a Jaime.
Un hombre tranquilo de hábitos predecibles, que permanecía soltero. No obstante gozaba de un historial bastante amplio de amantes, lo que en realidad no era de extrañar, dada su edad. También se recalcaba que Takamura tenía una tendencia considerada como «poco recomendable» por la seguridad alcantarana, que lo llevaba a participar en actividades de muy alto riesgo. Entre ellas se mencionaba el salto orbital, la escalada de alta montaña sin equipo, el buceo de profundidad y una fascinación por ocultarse durante días de los elementos que lo protegían. Así por ejemplo, le encantaba recorrer solo las calles de la capital, sin preocuparse de que el ciudadano medio lo reconociera.
Afortunadamente, como se había recalcado, sus hábitos eran totalmente predecibles. Por lo mismo las fuerzas de seguridad sabían con relativa claridad cuándo haría alguna de estas actividades.
Jaime se preguntó en el acto si Takamura se había escapado de sus seguidores en las fechas cercanas al día en el que debía recibirse el mensaje de Redswan. En efecto el doctor había desaparecido durante tres días, en el que el segundo era la fecha que Jaime había delimitado. La seguridad alcantarana afirmaba que el doctor no había salido de la ciudad, cosa que Jaime no dio por sentada. Además, habían tres de las siete coordenadas del mensaje cerca del centro de la ciudad.
Algo más a investigar.
Miró también las imágenes disponibles de Takamura, que en su caso resultaron ser muchísimas. Como estaba normalmente en el palacio imperial, resultaba fácil captarlo. Una cantidad impresionante de ellas lo mostraban con los propios emperadores, y Jaime se preguntó qué edad tendría el matrimonio. La emperatriz se veía mayor, de unos ochenta años sigmanos, y recordó que cuando le habían preguntado lo que sabía sobre la familia imperial dijo que rondaban los ochenta o noventa años. Desde luego eso resultaba, a la vista de la información que manejaba ahora, totalmente imposible. El emperador por su parte parecía ser incluso mayor, aunque en su caso daba lo mismo. Según creía entender, mientras Brecyne gobernaba en casi todos los aspectos, el poder ritual y simbólico recaía principalmente en la emperatriz.
Encontró también una serie de imágenes en las que se veía a Takamura con un grupo de hombres y mujeres mucho más jóvenes, entre las que resaltó Nadelia Perryman. Creía recordar que Brecyne le había mencionado que Takamura era en muchos aspectos el maestro de la mujer, por lo que en realidad no era raro verla ahí. En el hecho había visto en las fichas anteriores imágenes en las que aparecían más de uno de los miembros del grupo Dibaltji.
Se planteó entonces si entrar o no a revisar la última ficha que todavía le faltaba. Ya era casi mediodía, y las dos mujeres estarían a la una en su habitación. Llegó a decirse que revisar la ficha de Perryman era una pérdida de tiempo, pues quería iniciar el real trabajo de investigación en terreno, pero no haría eso. La información era fundamental en su trabajo, y en especial la de alguien de un círculo tan cerrado.
Observó la extensión del legajo de Perryman, y prefirió esperar a después de la reunión.
Volvió a asomarse al balcón y contempló la costa, a algo así como un kilómetro de distancia. El cielo estaba nublado y corría una brisa algo fría. A él no le molestaba, acostumbrado como estaba al clima de Nueva Gales, pero a la distancia veía figuras abrigadas. En su campo visual tenía un embarcadero y se encontró pensando si el velero de Nigale estaría entre los que veía.
Magnificó la vista y pudo captar a un hombre que se paseaba por la cubierta de uno de los yates, hablando en voz alta y gesticulando con los brazos en lo que parecían ser instrucciones para un grupo de otros hombres y mujeres que ajustaban los aparejos.
El implante retinal ya estaba perfectamente calibrado.
A la una en punto llamaron a la puerta. Desde el balcón respondió con un simple «adelante», y la puerta se abrió en el acto para dejar entrar a Brecyne y Nesuv. Ambas usaban amplios y casi ridículos sombreros de ala ancha, vestían ropas de diseño fileriano y, en el caso de Brecyne la trenza había desaparecido dando paso al cabello suelto. En el caso de Nesuv el cambio iba en sentido contrario, pues la cabellera normalmente suelta aparecía anudada por lo menos en tres lugares a la espalda. Finalmente ninguna usaba los anillos de las orejas y frente, aunque los de la cabeza sí estaban, ocultos en los sombreros.
—Gusto en volver a verlo, Jaime —dijo Brecyne, descubriéndose la cabeza.
Él le dedicó una sonrisa y una inclinación del tronco como respuesta. Sin embargo su atención se mantuvo fija en Nesuv.
—Coronel Nesuv, esto es de su propiedad.
Le depositó en la mano casi todos los dispositivos que había encontrado y desactivado, lo que provocó que la ejecutiva abriera mucho los ojos.
—Como dije, me disculpo por ello —respondió la coronel, con humildad en su voz. Sin embargo Jaime creyó ver que una nota de triunfo aparecía fugazmente en sus ojos.
—Esto también es para usted, si me lo permite —dijo al tiempo que le entregaba una hermosa rosa fileriana y el triunfo se borraba de sus ojos—. Fue difícil encontrar la holocámara en ella, pero el peso, por muy pequeño que fuese, la delató. No quise retirarla del pétalo, ya que no me gusta perder la oportunidad de entregarle una flor a una hermosa mujer como usted.
Jaime, que había mantenido una sonrisa durante estas palabras, la borró de plano antes de agregar:
—¿Seguirá subestimándome?
—En lo absoluto —respondió Nesuv—. Se ha ganado usted mi respeto, Jaime.
La mujer dobló ligeramente el tronco al estilo sigmano, inclinó un poco más la cabeza y extendió las manos con las palmas hacia abajo.
Jaime permaneció un momento confuso, pues el gesto no le resultaba familiar.
—Patricia le está ofreciendo su amistad, Jaime —intervino Brecyne tras un momento—. Al mismo tiempo reconoce que usted es su igual, o tal vez su superior, en cualquiera sea la relación que tengan a partir de este momento. Por eso las palmas están hacia abajo.
Durante todo este tiempo, Nesuv había permanecido con los ojos clavados en el suelo, sin mover ni un músculo, esperando una respuesta de su parte.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Inclinarse, tomar sus manos y volvérselas hacia arriba. Esa es la forma alcantarana.
Jaime pensó que en realidad estaba algo harto de la forma alcantarana, por lo que en lugar de hacer lo que Brecyne le había dicho, tomó a Nesuv por los hombros, la obligó a mirarlo a la cara y le ofreció la mano.
—Prefiero el estilo sigmano, si no le importa, Patricia. Nada de superioridad de nadie sobre otro. Prefiero mil veces la compañía de iguales.
La mujer le estrechó la mano y por primera vez, pudo ver en su rostro una sonrisa genuina.
Un punto para mí, se dijo, preguntándose si la competencia con Nesuv había terminado. Eso sólo dependería de ella, y lo siguiente que dijo lo confirmó.
—Haré que el operativo de seguimiento previsto para ti sea desactivado, Jaime. Y espero que me permitas tutearte, como tu amiga.
Él asintió y le sonrió. Necesitaba a Nesuv como aliada, y si en efecto se había ganado su respeto, la información que ella pudiera entregarle tal vez resultaría crucial.
Brecyne, que no se había perdido detalle, le dedicó una mirada muy profunda a Patricia. Ella, todavía sonriendo, le mostró todos los dispositivos de vigilancia y se encogió de hombros.
—Por mucho que hubiésemos acordado no seguirlo ni protegerlo cuando lo entrevistamos en Sigma, mi trabajo es brindarle protección a quien esté enterado de la identidad de Dibaltji, lo quiera o no.
—Pero Jaime te ha superado, ¿es eso?
—Más que eso. Me ha puesto en ridículo.
Brecyne se giró y lo taladró con la mirada durante un momento.
—Hasta donde creo, es el primer extranjero que logra algo así, Jaime. Tiene mi respeto por hacerlo.
Se acomodaron en los amplios sillones del interior de la habitación, pues por una parte el frío otoñal era demasiado para ellas y, en segundo lugar, no podían arriesgarse a ser reconocidas al estar en el balcón.
—Para comenzar les diré que las fichas de seguridad resultaron sumamente útiles.
—¿Terminaste de usarlas? —preguntó Patricia en el acto.
—No. Me falta todavía por revisar una de ellas. De todos modos hasta aquí puedo descartarlas a ustedes dos como sospechosas.
Observó a las dos mujeres con atención, tratando de que no se notara, y reparó en que ambas emitían un casi imperceptible suspiro de alivio.
Jaime les explicó a continuación todo cuanto había descubierto a partir del descifrado del mensaje. Al decir que había logrado extraer la información, ambas insistieron en saber qué era lo que debía hacerse para conseguirlo, pero él se negó en redondo.
—Todavía debo saber si los demás están o no involucrados en esto. Si les digo lo que sé, podrán desencriptar el mensaje y obtener una serie de coordenadas que por ahora prefiero guardarme.
—¿Por qué? —preguntó Brecyne.
—Como me dijo la noche que fue a mi departamento, los demás son amigos. Algunos íntimos y por eso mismo existe la posibilidad de que intenten una investigación propia, que termine afectando la mía. Sé que podría dejarlo a partir de aquí en las manos de la seguridad alcantarana —se apresuró a decir cuando Patricia estaba por hablar—, pero sería confiar en que la amistad no intervendrá en lo que descubran. Además me contrataron y me pagaron un anticipo por investigar esto, y pretendo terminarlo, si es que puedo. Cuando se termine, les entregaré todo lo que he hecho, sin reservarme nada de nada.
Las mujeres se miraron un momento y luego asintieron al mismo tiempo.
—Será como dice, Jaime —concedió Brecyne—. Hasta aquí ya ha demostrado que hicimos lo correcto al acudir a usted.
Jaime inclinó la cabeza en reconocimiento, y a continuación explicó cómo quedaban descartadas del grupo de los sospechosos.
—¿Y ahora qué viene? —preguntó la ejecutiva.
—Para comenzar, como le dije a Patricia cuando todavía no llegaba, quiero poder reunirme en privado con los cinco. Uno por uno, y no cuando sea mejor para ustedes, sino cuando yo lo estime pertinente.
—¿Para qué? —preguntó ahora Patricia.
—En el caso de ustedes dos, que ya no son sospechosas, quiero discutir un par de cosas de interés para el caso, pero a solas. Tratándose de los demás, para poder hacer algunas preguntas que me parecen pertinentes sin que tengan tiempo de prepararse para mi llegada.
—¿Quieres abordarnos cuando no sepamos que aparecerás?
—Una de las mejores armas en este juego es la sorpresa. Quiero encontrarme con todos en su elemento, pero sin que puedan preparar el entorno para recibirme.
—Eso supone unos cuantos problemas de seguridad —dijo Patricia en tono pensativo—, pero creo que no es muy difícil de arreglar, si es que necesitas que sea así.
—Créeme si te digo que es necesario.
Ella asintió, pero acto seguido miró a Brecyne.
—Me parece razonable —dijo de inmediato la ejecutiva.
Jaime estuvo por decirles lo que sabía y podía suponer sobre algunas de las actividades de Amarelia, pero prefirió guardarse, por lo menos durante un tiempo, esa información. Era mejor contar con todos los antecedentes antes de tomar realmente una decisión.
Unos momentos después Brecyne se puso de pie y se colocó el enorme sombrero.
—Será mejor si esta vez salimos por separado, Patricia.
La mujer se encaminó a la puerta y Jaime la acompañó. Lo observó durante un instante, sin que él lograra sustraerse a la hermosura de sus ojos cobrizos. Entonces, justo antes de marcharse, Brecyne depositó un tenue beso en los labios de Jaime.
—Ya no soy sospechosa.
Acto seguido se marchó, dejándolo con la sensación de que tenía que hacer con ella algo como lo que acababa de ocurrir con Patricia. Necesitaba confiar en Brecyne, pero sentía que no podría hacerlo mientras se le insinuara. Además no estaba para nada seguro de si él quería que dejara de hacerlo.

sábado, 1 de agosto de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 4: Arribo a Alcantar (parte 3)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 4:
ARRIBO A ALCANTAR.


Pasadas las once y media de la mañana recibió una transmisión externa.
Al activar el holocom del escritorio, apareció la coronel Nesuv. Estaba sentada, pero a diferencia de otras transmisiones que había visto, la mesa en la que apoyaba las manos sí era visible. En la superficie aparecían una serie de consolas y otros aparatos que no fue capaz de definir o interpretar. La mujer usaba un uniforme de faena, con botas de caña alta, pantalones y blusa verdes y una chaqueta negra. El largo cabello se veía anudado en la nuca, aunque mantenía los anillos.
—Antes que intente saludar, señor Rigoche, debe saber que todavía experimentamos un retraso de unos diez segundos.
—Gusto en verla, coronel —respondió Jaime.
Una pausa.
—El gusto es todo mío, créame. Entiendo que está a unas dos horas de llegar a Alcantar.
—Eso entiendo yo también.
Una pausa.
—Bueno, me comunico para afinar un par de cuestiones. En primer lugar queremos saber si vendrá de inmediato a Alcantaria.
—No sé lo que entienda por de inmediato, pero pretendo tomar el elevador orbital.
—¿Sabe que perderá medio día estándar en el descenso?
Jaime iba a responder, pero en ese momento sonó el comunicador interno.
—Deme un minuto, por favor. Tengo una llamada.
Movió un par de selectores que harían invisible a Nesuv para quien llamara y viceversa, al tiempo que dejaba sorda a la coronel. Supuso que se trataba de Amarelia, y no se equivocaba.
—Hola —lo saludó con su mejor sonrisa alcantarana y la inclinación de cabeza provocativa.
—Hola, Amarelia. ¿Lista para el descenso?
—Creo que la palabra es ansiosa. ¿Tú estás preparado para el elevador?
—Bueno, todo lo preparado que puedo estar para algo que no conozco.
—Tranquilo, no se trata de nada peligroso —respondió Amarelia sonriendo ampliamente—. ¿Nos encontramos fuera de la nave?
—Sí. Déjame que te busque en la salida de tercera clase.
—De acuerdo. De ahí te llevaré a aduana y luego al elevador.
—Es un trato entonces. Hasta luego del acoplamiento.
—Hasta luego del acoplamiento —repitió ella al tiempo que cortaba la comunicación.
Jaime iba a volver a la normalidad a Nesuv, cuando se le adelantó.
—Veo que ha cultivado una amistad durante el viaje, señor Rigoche.
—¿No se supone que este aparato la dejaría en suspenso un momento?
—Digamos que eso es lo que se supone. Podría decirle lo que acabo de hacer, pero luego tendría que matarlo o reclutarlo a la fuerza.
»Entiendo perfectamente su interés en ocupar el elevador. La capitana Discridali es una mujer excepcional. ¿Sabía que ha sido condecorada ocho veces por su desempeño?
—No bajo en el elevador por la capitana Discridali, coronel.
—Lo que usted diga, lo que usted diga.
Vio que ella se encogía de hombros, pero ni con mucho le pasó por alto el gesto divertido que mostraban sus ojos, y parecía claro que trataba de reprimir una sonrisa. Y después de todo, en realidad no estaba del todo seguro que Amarelia no fuese la razón principal para ocupar el elevador orbital.
—¿Ha tenido suerte con la decodificación del mensaje?
—¿Es segura esta línea?
—Desde luego que lo es. De otro modo me habría dedicado a comentarle el tiempo, afinar los detalles del hotel y comentarle lo entusiasmados que están los instructores de la academia por su visita. Por cierto, le estoy enviando toda la información que necesita para llegar a su hotel y cómo encontrar el coche que le hemos facilitado.
—Agradezco el coche, pero no lo estimo conveniente.
Jaime esperó ahora un poco más. Casi seguro que ella pensaba en la mejor forma de que usara el vehículo.
—Señor Rigoche, nuestra capital imperial es algo grande y tiene mucho que ver en lo que podría perderse.
—Eso creo, pero soy de Nueva Gales. Es mucho más grande que Alcantaria, y la verdad siento que un vehículo podría limitarme. Muchas veces uno no los puede meter por callejones u otros lugares estrechos.
Al cabo de otra larga pausa, la mujer se encogió de hombros.
—Como prefiera. Le pregunto otra vez: ¿Ha podido avanzar algo en el mensaje?
—Sí. Pero prefiero hablar directamente con usted y la ejecutiva Brecyne. ¿Cree que sería posible?
—Ningún problema. En cuanto esté instalado comuníquese con alguna de nosotras y lo arreglaremos.
—Perfecto entonces. Una cosa más, coronel.
—Desde luego.
—Me gustaría poder reunirme uno por uno en privado con todos ustedes. Ya sea en sus trabajos o domicilios particulares. ¿Supone eso algún problema?
—No según creo —respondió Nesuv tocándose la barbilla con un dedo—. ¿Puedo preguntar la razón?
—En realidad se trata de comprobar algunas cosas sobre la información de las fichas.
—¿Ha terminado ya con el material?
—Todavía no, pero no me tomará mucho tiempo, se lo aseguro.
—Muy bien, intentaré que mis colegas sean receptivos a esta solicitud.
—Muchas gracias, coronel.
—Por favor, la próxima vez que me vea, si estamos en privado, llámeme Patricia.
—Sólo si usted acepta llamarme Jaime.
Por primera vez desde que la había visto, Nesuv le dedicó una sonrisa amplia y al parecer genuina, y Jaime se recordó que era también una mujer hermosa. Posiblemente problemática, pero muy hermosa.

Poco antes de las dos de la tarde, el Europa atracó en la gigantesca estación ecuatorial geocincrónica. La mole había crecido a partir de la primitiva estación del elevador orbital, pero con los siglos su tamaño total se había duplicado y vuelto a duplicar muchas veces.
Luego de encontrar a Amarelia a medio camino de las salidas de segunda y tercera clase, ella lo llevó por un camino rápido pero poco frecuentado hasta aduanas. Allí revisaron su equipaje, que en el caso de Jaime consistía en la única maleta suspensa que lo seguía como si fuese un perrito, y un bolso de mano en el que cargaba algunas cosas que él llamaba esenciales. Entre ellas, la cámara fotográfica de diseño arcaico que tanto había divertido a Carina.
Entregó a una mujer un disco de crédito sigmano y ella le devolvió una tarjeta alcantarana que contenía, en moneda local, el equivalente a treinta mil marcos sigmanos. A esta cantidad había que restarle el veinte por ciento de retención, que sería liberado en un par de días, luego de que se comprobara la autenticidad del dinero en Sigma. En realidad no importaba. Tal cantidad de dinero le permitiría vivir en Alcantar por lo menos dos años, y Jaime no esperaba estar tanto tiempo.
Amarelia por su parte sólo portaba un pequeño bolso de mano, que pasó de inmediato por la revisión de aduana.
—El resto de mis cosas, casi todas mis cosas en realidad, llegarán a la base solas desde aquí.
—¿Una ventaja de la vida militar?
—Supongo que podrías decirlo así.
Ella lo condujo por una cantidad tan grande de corredores, escaleras, ascensores y tubos gravíticos, que Jaime se dio cuenta a poco andar que estaba totalmente perdido. Al mismo tiempo cada vez resultaba visible menos gente, y en algunos puntos del trayecto pasaron un par de minutos sin ver a otra persona.
—¿Dónde se fue la gente?
—Están todavía en camino a aduanas, te lo aseguro —respondió Amarelia con una sonrisa amplia—. Además este es el camino más corto al elevador. Bueno, el más corto si no quieres pagar un deslizador.
—¿No me habrás traído por aquí para aprovecharte de mí?
—Esa, mi querido Jaime, es una excelente idea.
Ambos rieron, pero a él se le erizó el cabello de la nuca.
De todos modos, un par de minutos después llegaron a las instalaciones del elevador. Se trataba de una gran cúpula de color blanco, atravesada de parte a parte por mastodónticos pilares de sujeción. En el centro exacto del mismo se alzaba propiamente el elevador, de forma tubular algo deformada. A cada lado del cilindro imperfecto se encontraban dos enormes cámaras de presión, desde las que salían las cabinas. Rodeando la estructura se veían unos rieles que servían para dar mantenimiento a las cabinas y en los que éstas esperaban su turno para ingresar a la cámara de presión.
Jaime pagó los ocho escudos (la moneda alcantarana) que valía el descenso para ambos, y se sentaron a esperar que el proceso de presurizado de la cabina que bajaría estuviera listo.
—¿Almorzaste? —le preguntó Amarelia luego de un par de minutos.
—La verdad es que no. ¿Y tú?
—Tampoco. Estaba demasiado nerviosa.
Jaime se levantó con la intención de comprar algo para los dos en las tiendas que rodeaban la instalación, pero ella lo detuvo.
—En la misma cabina podemos comprar. No te preocupes, no se trata de un paseo tan primitivo.
Él iba a responder, pero un altavoz anunció que una cabina iniciaría el descenso en cinco minutos.
—¡Caramba! —dijo ella casi dando un salto—. ¡parece que tendremos la cabina para nosotros solos!
La cabina propiamente tal era un espacio semicircular con capacidad para veinte personas sentadas en los cómodos sillones individuales y sofás instalados dándole la espalda a un enorme ventanal. En la parte recta de la cabina había una serie de máquinas en las que se podía comprar un sinfín de cosas. Desde comida, como Amarelia le había dicho, hasta réplicas en miniatura del elevador. A la derecha de estas máquinas el baño de hombres, y a la izquierda el de mujeres.
Tal como ella había supuesto, nadie más entró en la cabina antes de que se anunciara el inicio del descenso. Las puertas se cerraron y quedaron a solas en la estancia.
De pie en el centro de la cabina, Amarelia y Jaime concentraban la vista en el ventanal que recorría el semicírculo sin ninguna interrupción. Entonces se produjo un ligero estremecimiento de la estructura y el paisaje exterior comenzó a desplazarse hacia arriba.
—Ooohhh —pudo articular él cuando abandonaron la estación.
Justo en frente había una panorámica en la que se veía el horizonte curvo del planeta y una luna asomando plateada a la derecha. Además Jaime había sentido algo raro. Una sensación en el cabello indescriptible aunque familiar, a la que no pudo ponerle nombre. Estaba por decir algo al respecto, cuando fue visible, a un par de kilómetros de distancia, una nave de enlace con forma ovoide que se dirigía a la estación. El panorama resultaba sobrecogedor, y al contemplar la nave de enlace, le parecía estar asomado justo en el borde de un profundo avismo. Abismo que era peligroso, pero al mismo tiempo del todo irresistible.
—¿Has sentido algo raro? —preguntó Amarelia.
—Algo rarísimo. ¿Sabes qué es?
—No te muevas.
Ella se colocó delante de él con una serie de movimientos lentos y calculados, con una sonrisa que a Jaime le pareció maliciosa.
—Uno de los atractivos del elevador, por lo menos para mí, es que las cabinas no tienen rejilla de gravedad. Una vez fuera de la estación estamos en caída libre hasta que nos afecta la gravedad de Alcantar.
—¿No es algo peligroso?
—En realidad no. Es una especie de atractivo turístico, pero como sólo entramos nosotros dos, nadie avisó nada porque yo soy alcantarana. Si alguien más hubiese entrado, la información al respecto de cómo actuar y cómo moverse habría sido ofrecida por las consolas.
Ella señaló los aparatos de comunicación junto a las máquinas expendedoras.
—Iremos poco a poco ganando peso, pero mientras tanto...
En ese momento Amarelia comenzó a elevarse poco a poco, quedando suspendida un metro por sobre el suelo, y entonces él reparó en que el cabello de la mujer flotaba en completa libertad.
La sensación le había parecido familiar, pues durante el entrenamiento en la academia de seguridad sigmana había tenido un pequeño curso sobre caída libre.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —le preguntó ella, girando levemente hasta quedar en una postura recostada respecto de la suya.
Jaime no respondió, y en cambio se impulsó suavemente con la punta de los pies. Debido a la falta de práctica tuvo que frenar su avance con ambas manos antes de golpear el techo con la cabeza, lo que la hizo reír.
—Estoy fuera de práctica.
—Eso se nota.
Una vez detenido su avance, Jaime permaneció suspendido a un metro y medio del suelo durante un momento. Se impulsó sólo con la punta de los dedos, pero su movimiento se detuvo justo en medio de ninguna parte. Amarelia volvió a reír, y con un movimiento grácil giró, se impulsó hasta él y lo tomó del brazo. Volvió a girar hasta quedar de cabeza con respecto a la orientación de la cabina y se impulsó hacia abajo hasta depositarlo suavemente en un amplio sofá.
—En unas dos horas tendremos peso otra vez. Primero tenue, pero irá aumentando.
—¿Me invitaste a bajar por el elevador para reírte de mí?
—Desde luego que no —respondió ella, sin poder evitar una carcajada—. La caída libre es sólo una parte. Como te dije, lo espectacular es la vista. De todos modos esta sensación es perfecta. Piénsalo, Jaime. Desde los primeros días de la colonización la gravedad artificial es una realidad. Sin embargo la caída libre nos recuerda precisamente eso. La libertad de flotar sin sujeción a nada.
—Ya te dije que me parecía que eres una romántica.
Ella le sonrió al tiempo que giraba para mirarlo de frente.
—¿Ropa sigmana? —preguntó Jaime luego de un instante de contemplación mutua.
—Claro que sí. Es otoño en Alcantaria y las ropas normales de mi mundo no son muy aconsejables para un poco de niebla matinal. Usamos ropa abrigada, desde luego, pero la moda sigmana me resulta sumamente agradable. Pero también, por mucho que a las alcantaranas nos guste mostrar la piel, no entraría en caída libre con falda. Aunque imagino que hubiese resultado mucho más interesante para ti.
—Interesante puede ser, pero no creo que más atractivo. Esa ropa te viene muy bien.
Amarelia hizo una reverencia, lo que en gravedad cero resultó sorprendente.
—¿Y menos atractivo por qué?
Ella estiró las piernas enfundadas en unos pantalones ajustados de diseño sigmano y estiró los brazos cubiertos en una hermosa blusa también del mundo de Jaime.
—Menos atractivo porque algo así no deja mucho para la imaginación.
—¿Prefieres descubrir en lugar de mirar?
—Por supuesto. Mirar no cuesta nada. Descubrir permite saber si la imaginación hizo o no bien su trabajo, al tiempo que puede transformarse en recompensa.
Amarelia volvió a hacer la sorprendente reverencia de cero G al tiempo que decía:
—Lo dicho. Un sigmano galante al estilo alcantarano. Eres muy interesante, Jaime Rigoche.
Colocó delicadamente el índice de la mano derecha en una rodilla de Jaime y ejerció un poco de presión. Esto la impulsó lentamente hacia las máquinas expendedoras, pero alcanzó una de las consolas.
—En tierra son las seis y cinco de la tarde, por si quieres ajustar tu reloj.
Él así lo hizo, adelantando su reloj en tres horas.
—El sol se pondrá en el monte del elevador dentro de cuarenta minutos —dijo Amarelia tras un instante en el que continuó revisando la información—. Para nosotros eso ocurrirá cerca de media noche, más o menos. Entonces podrás ver lo que te decía de los océanos alcantaranos.
Estaba estirada horizontalmente, con la cabeza levantada, una rodilla flectada en ángulo recto, la mano derecha en la barbilla, la izquierda posada ligeramente en los controles y una tenue sonrisa en los labios. Una imagen digna para el recuerdo, pensó Jaime, y así lo hizo.
—Amarelia.
Al escuchar su nombre ella giró la cabeza, y justo en ese momento él le tomó una fotografía con su cámara, que había sacado del bolso de mano sin que Amarelia se diese cuenta. La captó con la misma sonrisa, aunque con la boca un poco entreabierta, de seguro para responderle o decir algo.
—¡Oye!
Se impulsó hacia él, pero en cuanto lo alcanzó la cámara ya estaba segura. Hizo un breve intento por arrebatarle el bolso, pero fue más bien una especie de juego.
—¡Quiero ver esa foto!
—Te la mostraré en tierra, pero tienes que aceptar salir a bailar conmigo.
Amarelia retrocedió un poco todavía flotando, y lo miró intensamente durante un largo momento.
—¿Y si digo que no?
—Entonces nunca verás cómo quedaste inmortalizada.
Otra vez la penetrante mirada, pero en este caso acompañada por una sonrisa que se fue ampliando a cada instante.
—Vaya forma de invitar a salir a una mujer.
—Mediante el chantaje me aseguro que acepten —respondió Jaime, haciendo un gesto expansivo con ambas manos.
—De acuerdo. Conozco un lugar excelente para bailar, pero me guardaré la información.
—Me come la curiosidad.
Permanecieron mirándose durante un momento más en completo silencio, hasta que Jaime dijo:
—¿Y mientras el sol se pone para que veamos el espectáculo del océano, qué hacemos?
—Si quieres puedo enseñarte un poco a moverte en caída libre —respondió ella, tras girar frente a él, mostrando su figura.
Pasaron la siguiente hora y media en la clase de gravedad cero, aunque la mayor parte del tiempo fue sobre todo juego y risas. Afortunadamente él recordaba las bases de su instrucción, por lo que en unos minutos ya podía controlar su desplazamiento por la cabina en relativa seguridad. Esto no evitó sin embargo un par de golpes contra el ventanal, que hicieron reír otra vez a Amarelia.
Tal como ella le dijera, fueron ganando peso lentamente a partir de algo más de dos horas después de iniciado el descenso. De todos modos era necesario moverse con cuidado ya que un paso demasiado brusco constituía impulso suficiente para trasladarlos al otro lado de la cabina, y en efecto por un descuido, Amarelia tuvo que recibir a Jaime antes de que él se estrellara contra las máquinas expendedoras.
A las once de la noche, según el nuevo horario, disfrutaron de una cena consistente en variados productos que ofrecía la cabina. No eran cosas que se podrían encontrar en un restaurante, pero tampoco eran de mala calidad.
Pasada la una de la mañana, se encaminaron al ventanal. En realidad resultaba todo un espectáculo.
El océano fulguraba tenuemente en una serie de movimientos al azar, pero que a la imaginación le hacían pensar en espirales, círculos, líneas onduladas y cascadas rectas. De todos modos el brillo parecía ser sutil desde la altura. Sin embargo en la costa las olas formaban una especie de línea continua y parpadeante, que de seguro entregaba luz a las zonas litorales.
—¿No es mucha luz para la noche en las ciudades?
—En realidad no. Bueno, para los alcantaranos no. Supongo que no es tanta, o de lo contrario no se habría fundado la capital tan cerca del mar. Además la primera vez que estuve en Alcantaria no me molestó. Por el contrario es grato caminar por la noche acompañada de un fulgor continuo.
Jaime no pudo evitar reconocer que en efecto las naves de descenso evitaban por completo el que se apreciara la vista. De seguro en tierra el efecto sería también sorprendente, pero en la inconmensurable altura a la que se encontraban llegaba a ser estremecedor. Daba la impresión de estar contemplando las fuerzas de la naturaleza no como parte de dichas fuerzas, sino como el que podría haber planificado el movimiento fosforescente de las aguas.
Una vez más se dijo que le debía las gracias a Amarelia por una de sus ideas.
—Deberíamos tratar de dormir un rato —Dijo ella luego de casi media hora de silencio.
—Supongo que sí —respondió, sin poder apartar la vista de la superficie—. A fin de cuentas llegaremos cerca de las seis de la mañana.
Jaime se acomodó en uno de los amplios sofás, sin poder evitar el preguntarse si ella le haría compañía en algún momento. El pensamiento lo trastornó durante un instante por encontrarlo algo tonto, pero eso no fue impedimento a las imágenes que poblaron sus sueños.
Justo antes de cerrar los ojos se preguntó si Amarelia, quien ocupaba otro sofá a unos metros de distancia, aprovecharía para tocarle la mano mientras dormía.
El mensaje que avisaba una hora para la llegada despertó a Jaime. Al incorporarse lo primero que notó fue que todo su peso había regresado. Luego notó que Amarelia no estaba a la vista, por lo que supuso que se encontraba en el baño. Él hizo lo mismo y se metió en el de hombres para lavarse un poco antes de desayunar, aunque no sabía si esperar hasta el hotel para hacerlo en regla.
Cuando salió a la cabina se quedó paralizado por la estupefacción.
Amarelia estaba de pie, con las manos en la espalda y la vista fija en el paisaje, pero dos metros fuera del elevador. Se mantenía perfectamente en pie, pero era como una figura que cayera a la misma velocidad que la cabina. Un pájaro suspendido todavía a muchos metros de la superficie.
Se le escapó un sonido gutural que ella escuchó.
—¡Oh! —exclamó la mujer comenzando a reír.
Jaime, que no le encontraba la menor gracia a lo que veía, comenzó a molestarse.
—Acompáñame —indicó Amarelia, extendiéndole una mano—. Supongo que esto te parece sorprendente. Ven, no hay nada que temer.
Al acercarse al ventanal, Jaime reparó en que dos pequeñas luces justo en el borde marcaban lo que en realidad era un corto pasillo de material transparente que conducía hasta ella.
—Este es un atractivo más del elevador —dijo Amarelia tomándolo por la mano izquierda—. Es material molecular totalmente transparente pero sólido como el diamante.
—¿Nanoingeniería?
Ella asintió.
—Se activa desde una de las consolas, pero su uso está restringido. Casi nadie sabe que se puede hacer, aunque alguien tan fanática como yo del elevador lo pudo descubrir sin muchos problemas.
Estaban de pie en una especie de cilindro de un metro y medio de diámetro, y la sensación era de estar volando. A sus pies se extendía el continente, todavía unos kilómetros debajo, aunque acercándose. Algunos grupos de nubes se movían cerca, aproximándose con relativa rapidez al elevador, y a esa altura no faltaba mucho para que apareciera el sol.
Jaime cayó en la cuenta de que el tiempo que le quedaba para estar con Amarelia se reducía mucho, y esto lo entristeció. No podía decir que la conocía, no en tan pocos días, pero la mujer le resultaba fascinante.
—Por fin vuelvo a casa —dijo ella en voz tan baja, que Jaime tuvo que esforzarse para escucharla—. Ha sido mucho tiempo fuera.
—¿Contenta?
—feliz. Estoy realmente feliz, no puedes imaginarte cuánto.
—¿Hacia dónde está Alcantaria? —preguntó Jaime tras otra pausa.
Ella señaló con un dedo hacia su izquierda. No se veía la gran cosa por las nubes, pero la seguridad en el gesto fue suficiente para él.
—Si sigues sonriendo así, se te dañarán los músculos de la cara.
Ella no respondió, pero en un gesto encantador que a él lo fascinó, Amarelia le pasó el brazo izquierdo por la cintura. En lugar de responderle, Jaime le extendió la mano derecha para que se la estrechara.
—Por si algo nos impide despedirnos.
Amarelia miró su mano, luego lo taladró con los ojos y otra vez le miró la mano extendida. Una vez más pudo ver en su mirada una especie de duda, un compás de espera, y durante un momento estuvo seguro de que no le estrecharía la mano.
No obstante ella lo hizo. Colocó delicadamente los dedos en torno a los de él, y le dio un apretón firme pero amable, en el que sintió cómo el dedo pulgar presionaba en el dorso de su mano. En realidad él supuso que estaba buscando la forma de hacerlo, aunque esperaba que el rodearle la cintura con la otra mano no fuese parte de su intento.
Jaime no supo por qué hizo lo siguiente, pero después le pareció la mejor idea que hubiese tenido durante el viaje hasta Alcantar.
Amarelia dejó de ejercer presión y fue a retirar la mano, pero él la retuvo. No con rudeza, pero sí evitó que ella la apartara.
—¿Ocurre algo?
Jaime no respondió, taladrándola ahora él con la mirada.
—¿Jaime?
La mujer hizo un poco de fuerza otra vez, pero nuevamente él le impidió con gentileza que retirara la mano.
Amarelia alzó una vez más la cabeza para mirarlo, con una sonrisa divertida en la cara.
—¿Podrías regresarme mi mano, por fav...?
en un solo movimiento él le soltó la mano, giró un poco el cuerpo, le tomó el codo derecho con la mano izquierda, se lo empujó hacia arriba para que alcanzara su cuello, la rodeó por la cintura con la mano derecha y la besó en la boca.
Ella estuvo por retirarse, pero Jaime sintió en el acto que la mano que él le había levantado pasaba por su nuca, mientras comenzaba a devolverle el beso.
Fue todo lo que recordaba del que le había dado Brecyne, pero a la vez fue mucho más y mejor. Amarelia se aferraba a él, movía el rostro sin que sus labios se separaran, sus manos le acariciaban agradablemente el cuello y, al sostenerla por el talle le llegaba el calor de su cuerpo.
—¡Uf! —dijo él en voz muy baja cuando sus labios se apartaron.
—¿Te gustó?
—¿Tú qué crees?
—Supongo que te gustó tanto como a mí.
—En realidad hacía uno o dos días que quería hacerlo.
—No debiste esperar tanto, Jaime. Pero de todos modos me alegro que haya pasado.
—Y si dices que debí hacerlo antes, ¿por qué no lo hiciste tú?
—Supongo que para que no pensaras que era el estilo alcantarano actuando.
Jaime rió con ganas.
—Es el estilo del beso lo que me preocupaba.
—¿a ver? —respondió ella, besándolo otra vez por largo rato.
Si el primero le había parecido sorprendente, no estaba preparado para éste. Fue tal como Jerry le había dicho, y mucho más. Era como si mediante el mero acto de unir los labios a los de ella, se le transmitiera su calor, su aroma, su piel. Amarelia lo estrechaba con fuerza, como si tuviese la idea de que no se le escapara, pero al mismo tiempo una de sus manos jugaba suavemente en la parte posterior del cuello, aumentando las sensaciones.
—Oye, calma —dijo de pronto ella en voz baja junto a su oído.
Sólo entonces Jaime fue consciente de que ahora le estaba besando el cuello, mientras su mano derecha había llegado, por arte de magia hasta su pecho. De todos modos descubrió, encantado, que no era el único. La mano derecha de Amarelia seguía en su cuello, pero la otra le aferraba una nalga.
Ambos rieron, pero continuaron abrazados.
—¿Será posible verte en la ciudad? —preguntó él tras besarla otra vez.
—Claro que sí. Tengo dos días de permanencia en la base, pero después tres semanas alcantaranas libres. ¿Cuándo es la conferencia?
—Dentro de cinco días.
—Entonces podremos vernos antes de la conferencia y cumplir lo de ir a bailar, si no tienes mucho que trabajar.
—¿Bromeas? Ahora todo lo que quiero es besarte otra vez, aunque me pregunto si sería tan espectacular sin esta vista.
Ella rió.
—Habrá que descubrirlo. Mientras tanto...
y volvió a besarlo.

Salieron de la estación del elevador tomados de la mano, con la maleta de Jaime deslizándose detrás. El lugar era también uno de los enlaces de arribo al planeta, por lo que al salir se encontraron rodeados de personas.
Amarelia tomaría una nave militar hasta la base de Alcantaria y Jaime el monorriel que lo dejaría en el centro de la capital, por lo que unos minutos después se despedían, junto a la nave a la que ella debía arribar.
—Sabes dónde encontrarme, ¿verdad?
Ella asintió mientras le colocaba una mano en la mejilla.
—Hotel Luna de París. No te preocupes, te llamaré.
Lo besó intensamente una vez más.
—Para que no te olvides de mí, ¿de acuerdo?
—sería imposible hacerlo, pero acepto el recordatorio.
Tras un fugaz beso más, que a Jaime le pareció perfecto para el momento, ella se encaminó a la nave.
Permaneció mirándola alejarse, deseando más que esperando que se volviera a mirarlo. Cuando lo hizo, además de sentir una grata alegría, aprovechó para tomarle otra fotografía. Ella le sonrió y agitó la mano antes de desaparecer en el interior del vehículo militar.
Unos minutos después, sentado en el cómodo asiento del monorriel, Jaime se tocaba de tanto en tanto los labios. Era como si los de Amarelia hubieran dejado algo físico en ellos, que le hacía sentir que todavía la besaba. ¿Era posible que las llamadas mejoras genéticas de los alcantaranos lograran tal cosa?
Jaime sonrió.
Lamentablemente ahora iniciaba en realidad el trabajo de investigación, y no era poco lo que debía hacer. Asimismo el juego con Amarelia, fuese cual fuese, entraba en una segunda fase. Suponía que no faltaban muchos días para que entrara en una fase final, y los resultados del mismo parecían tener de alguna forma que ver con la investigación.Una vez más se preguntó si debía incorporar a la hermosa capitana a la lista de sospechosos. No veía cómo ponerla en el grupo, pero estaba ligada. Tampoco veía la forma en la que lo estaba, pero sus instintos le decían que podía ser importante para todo el asunto.

domingo, 26 de julio de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 4: Arribo a Alcantar (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 4:
ARRIBO A ALCANTAR.


Cuando Jaime regresó a su cuarto, pasada las dos de la mañana según tiempo de la nave, se sentía muy bien y relajado. La noche había sido perfecta en más de un sentido. Amarelia era una compañía muy grata para una velada como la que acababa de terminar, el baile había estado muy bien antes y después del ingreso al espacio normal, los tragos habían acompañado un momento alegre como pocos que recordaba, pero eso no era todo.
El recuerdo de Carina se había atenuado genuinamente. Tal y como le había dicho Jerry, tal como él había descubierto durante la charla con Amarelia, ya no dolía. Tiempo atrás sus sentimientos se empeñaron en asegurarle que el día que eso pasara sería como traicionarla, pero no era así. Por el contrario ahora se veía capaz de colocar el recuerdo de ella en su justa medida. Un recuerdo muy querido, pero ya no del todo añorado.
—¿Quieres entrar un momento? —le había preguntado Amarelia cuando llegaron a la puerta de su camarote.
Él enarcó una ceja y le sonrió, lo que provocó en ella una carcajada estridente que la hizo inclinar la cabeza hacia atrás, al tiempo que le daba un golpe no muy delicado en el hombro.
—Tengo una botella de calari rojo genuino. Creí que te gustaría probarlo y, después de todo, es un buen momento para abrirla, pero no me gustaría hacerlo estando sola. Y no, Jaime. No tengo la intención de dormir contigo, por muy simpático que me resultes.
—Eso puede sonar, y de verdad que sonó ofensivo.
Otra vez una carcajada.
—Ya te dije que me resultas atractivo, pero también que no manejo el sexo como la mayoría de las mujeres de mi mundo.
»¿Me acompañas o no?
—Encantado. Hace mucho que no pruebo un buen calari rojo.
Y habían sido otros cincuenta minutos, en los que la charla siguió tan amena como durante toda la noche, además de vaciar algo menos de media botella de calari rojo.
Al entrar a su cuarto Jaime se sentía bastante más que chispeado. Nunca en su vida, ni siquiera en los dos años malos después de la muerte de Carina, había probado el calari negro, pero Jerry solía decir que tenía la potencia suficiente para emborrachar al sigmano medio con dos copas pequeñas. ¡Y Amarelia tenía una botella de ese brebaje!
Sin saber en realidad muy bien lo que hacía, se acercó a la consola de comunicaciones y activó el receptor. La luz de mensaje grabado le había llamado la atención desde que entrara, pero lo que vio lo dejó casi completamente sobrio.
Un holograma de diez centímetros de alto proyectó a Natalia Brecyne sobre el escritorio.
—Quiero darle la bienvenida a Alcantar, señor Rigoche.
Si no lo llamaba Jaime, parecía evidente que no confiaba en la seguridad de la transmisión.
—La coronel Nesuv se comunicará con usted cuando no haya retraso en las transmisiones, pero le adelanto que le hemos hecho una reserva en el hotel Luna de París. Encontrará la reserva y un coche para sus desplazamientos en la recepción del hotel, pero Nesuv le dará todos los datos, más la fecha tentativa para la conferencia.
Jaime se sentó en la cama y esperó que el mensaje terminara.
—Espero poder asistir a la conferencia, pues me han hablado maravillas de su capacidad en el desencriptado, señor Rigoche. Además tengo curiosidad por encontrarme con alguien de su mundo, ya que hace mucho que no lo visito.
»Mientras tanto, le deseo que disfrute de Alcantar y de todo cuanto nuestro mundo puede ofrecerle.
La imagen hizo esa inclinación y lanzó esa sonrisa tan reconociblemente alcantaranas justo antes de desvanecerse.
Jaime se planteó responder de inmediato, pero lo pensó mejor y prefirió dejarlo para cuando su lengua se comportara un poco mejor.
Mientras se desvestía se vio obligado a reconocer que le sería sumamente difícil resistir los intentos de Brecyne, tuviesen estos las intenciones que tuviesen. Le parecía claro que la mujer pretendía una aventura, pero de alguna forma debía evitarlo. Por lo menos mientras siguiera estando en el grupo de los sospechosos.
A medio quitarse los pantalones se detuvo.
¿Era posible que precisamente la idea fuera descartarla como posible sospechosa? ¿Pretendía Brecyne involucrarlo con ella a fin de nublar de algún modo su juicio? Si este era el caso, entonces, por lo menos por ahora, la mujer debía figurar en la cabeza de su lista.
Cuando se metió en la cama alcanzó la libreta en la que tomaba apuntes y buscó la página dedicada por ahora a Brecyne. Había puesto los nombres de los cinco al inicio de páginas en blanco, dejando dos entre cada uno de ellos. Bajo el nombre «Natalia Brecyne» anotó:
«La mujer se insinúa tal vez demasiado. Puede que busque ser eliminada como sospechoso.»
y aparte agregó:
«Si este es el caso, ¿por qué insistir tanto en que aceptara el trabajo? Ella fue a convencerme personalmente, corriendo el riesgo de ser vista en Sigma. Algo a considerar.»
iba a cerrar la libreta, pero en lugar de eso buscó otra página en blanco. Se tocó el dorso de la mano derecha un momento y luego escribió:
«Amarelia Discridali.
No sé si es sospechosa de este delito en concreto, pero la mujer oculta algo y quiere algo.»
Pensó si era sensato agregar algo más en el estado actual y agregó:
«Una mujer encantadora y una bailarina formidable.»
a la mañana siguiente lo primero que hizo después de desayunar fue responder el mensaje de Brecyne. Ella no había dicho la gran cosa, aunque sí se podía leer entrelíneas. De todos modos prefirió no responder a nada de lo que ella había tratado de dejarle ver. A fin de cuentas se suponía que el mensaje en papel que le había devuelto era claro como el agua.
—Ejecutiva, me halaga que muestre interés en lo que pretendo decir durante mi conferencia. No tenía idea de que le podía interesar el desencriptado de códigos a la cabeza de la administración alcantarana.
»Esperaré recibir la comunicación de la Coronel Nesuv, para afinar los detalles sobre la conferencia, y una vez más agradezco la invitación que se me ha hecho, siendo como soy un aficionado en estos temas.
Con eso tendría que ser suficiente.
Acto seguido se puso a la tarea de revisar la información en las fichas de seguridad sobre los cinco miembros de lo que comenzaba a denominar como el «Grupo Dibaltji». Según lo que suponía le tomaría una buena cantidad de tiempo, aunque resultaba lógico pensar que una gran cantidad de información sería descartable de plano. No obstante debía tratar de no caer en esa trampa. Muchas veces las piezas de un rompecabezas se iban colocando en su sitio con pequeños fragmentos de información.
Tomó de su maleta la caja negra de resguardo y la colocó en el escritorio del cuarto. Luego sacó la pequeña tarjeta que la activaría y la colocó a su lado.
Estaba sacando un anotador digital cuando recibió una llamada interna. Al activar el holocom se materializó de pie, con diez hermosos centímetros de altura sobre el escritorio, Amarelia.
—Acabo de descubrir que esta nave tiene una cancha de tenis. ¿Te interesaría jugar un partido con esta novata?
Ella en efecto estaba vestida para la ocasión, con la indumentaria que había regido ese deporte durante miles de años.
—Tú serás novata, pero yo soy un auténtico ignorante.
Amarelia rió con alegría.
—Siendo así será posible que te gane.
—Me temo que no.
Durante el poco tiempo que la había tratado, Jaime había podido sólo en muy raras oportunidades leer emociones en su rostro. Sin embargo ahora la mujer mostró una expresión de decepción casi angustiante.
—Lo lamento, Amarelia, pero debo trabajar. Tal vez mañana.
—Mañana a esta hora estaremos muy cerca de Alcantar. Ya no será tiempo para actividades muy largas.
—Lo lamento en serio —dijo él, dándose cuenta que de verdad lo sentía—. ¿Te parece si almorzamos?
—Desde luego —respondió ella, al tiempo que reaparecía la sonrisa y el gesto normal—. Esperaré que me llames.
Jaime se puso a trabajar. De todos modos, por si se veía muy absorbido por la lectura, colocó una alarma para la una de la tarde.
Al encender la caja, unas letras aparecieron justo delante de su campo visual, destellando en luz roja.
«SI NO TIENE EL NIVEL ADECUADO DE SEGURIDAD, O NO CUENTA CON LA TARJETA DE ACTIVACIÓN, APAGUE DE INMEDIATO ESTE CONTENEDOR. TIENE VEINTE SEGUNDOS A PARTIR DE LA DESAPARICIÓN DE ESTE TEXTO»
Jaime se apresuró a insertar la tarjeta. No tenía la menor intención de ver qué mecanismo habían programado los alcantaranos para el caso de que no se tuviese la autorización.
—Indique su nombre —dijo una voz familiar.
—Jaime Rigoche.
—Indique lugar actual.
—Camarote de primera clase en la nave de pasajeros Europa, de recorrido habitual Sigma Alcantar, Sigma La Tierra, Sigma Karila.
Apareció entonces un holograma de la coronel Nesuv.
—Señor Rigoche. Espero que tenga totalmente claro que nada del contenido de esta caja de resguardo puede ser reproducido de forma alguna ante alguien más que usted. Por si no hemos sido lo suficientemente explícitos, el que tenga esta información en sus manos constituye la demostración de que confiamos en usted, y de que esperamos nos ayude a resolver tan desagradable cuestión.
»Lo conminamos a entregarme de regreso esta caja en el menor tiempo posible. De preferencia a mí directamente, pero puede también entregársela a la ejecutiva Brecyne.
Dicho eso la imagen desapareció y fue reemplazada por un complicado menú en tres dimensiones que Jaime fue recorriendo.
Se preguntó por cuál de los cinco comenzar, y eligió precisamente a Nesuv. De las cinco fichas sentía que con mucha probabilidad era la más débil. A la larga ella era la directora del organismo que confeccionaba dicha información.
En primer lugar, cosa que haría con cada expediente, fue hasta el final, para determinar la fecha en la que la última información había sido agregada. En el caso de Nesuv correspondía a una semana estándar atrás. Vio entonces el nombre de quien había hecho esto. Natalia Brecyne y Hafar Nigale.
Por increíble que le pareció, la hermosa y juvenil Natalia Nesuv tenía ciento treinta y seis años de edad. Esa era la expectativa media de alguien de Sigma, que a esa avanzada edad ya estaría calvo casi sin duda, o con el cabello completamente gris, y con muchas arrugas en el rostro y en todo el cuerpo. Por el contrario la mujer parecía tener no más de cuarenta y cinco años sigmanos, unos cuarenta estándar. La piel se le veía lozana y el cabello no mostraba ni la menor hebra gris.
A parte de la edad, durante la primera parte del expediente no encontró nada que le llamara la atención. De familia acomodada, Patricia Nesuv había destacado desde los primeros días en la universidad de Alcantaria, en la que estudió disciplina física. Debido a sus estudios era practicante de una gran variedad de deportes, desde la escalada de alta montaña, hasta algunos muy extremos como el dolom de combate.
Recién salida de la universidad, a los veinticuatro años, entró a la academia de inteligencia alcantarana. Ahí había vuelto a destacar, por una excepcional habilidad para establecer relaciones teóricas en asuntos complejos. Asimismo había intervenido en unos cuantos operativos secretos en mundos no-independizados de la Tierra, cuestión que se suponía estaba prohibida por el Patronato de Colonización Terrestre. De todos modos sus superiores en estas actividades tenían sólo alabanzas hacia su creatividad, inteligencia y sagacidad. A todo esto se sumaba la excelente condición física en la que siempre se encontraba, todo lo cual se había conjugado para hacerle ascender en la comunidad de inteligencia alcantarana.
Al cumplir los ochenta y dos años de edad, ya con el rango de coronel, había sido designada por los emperadores directora de inteligencia, nombramiento que no sorprendió realmente a nadie. Desde entonces ocupaba el cargo y todavía sólo recibía buenas críticas.
En lo personal la mujer se había casado tres veces. Según sus amistades cercanas los matrimonios no habían funcionado porque ella estaba más interesada en su trabajo que en sus parejas. Poco después de acceder a la cabeza de la compleja maquinaria de inteligencia alcantarana se había divorciado por tercera y última vez.
Desde entonces se sabía sólo de unos cuantos amantes, de ambos sexos. En apariencia se trataba de una mujer sexualmente activa, pero a la que le interesaba más el desempeño de la seguridad imperial. Su último amante conocido se remontaba a tres años, una delegada de la embajada drigalena en Alcantar. Luego de eso nada que se supiera.
Nesuv resultó ser el primer sospechoso eliminado. Seis días antes al ataque contra Dibaltji había salido de Alcantar en misión oficial a Ligar, uno de los últimos sistemas agregados al Imperio. Uno de los últimos si se pensaba que el descubrimiento de un planeta habitable en el sistema se remontaba a doscientos años. Había regresado de esta misión ocho días después del atentado, y en el hecho había adelantado el regreso precisamente por ello.
Jaime anotó bajo su nombre en la libreta:
«No es sospechosa, pero no por eso puedo confiar en ella.»
Revisó unas cuantas imágenes de Nesuv. Algunas tomadas con su consentimiento, y otras tantas tomadas, aparentemente, sin que se diera cuenta. Una mujer muy bella.

Después de un almuerzo sumamente agradable con Amarelia, Jaime se sumergió en la compleja ficha de seguridad de Hafar Nigale.
Proveniente de una familia de clase baja, a los dieciséis años había ingresado en la academia de la flota alcantarana. No gozaba de la predilección de sus instructores como en el caso de Nesuv, pero cumplió con todos los cursos reglamentarios y se graduó quinto de su promoción.
En un principio había intentado entrar al cuerpo de ingenieros, siendo rechazado. No contaba con los conocimientos adecuados, pero sí fue admitido en el acto en la escuela para oficiales superiores. En esta oportunidad, con tan sólo treinta y dos años, Nigale había egresado para acceder al rango de capitán, con el primer lugar indiscutido de su promoción.
Una nota de dos de los instructores afirmaba que el joven Nigale estaba destinado, de ocurrir lo normal en una flota tan grande, al comando de una nave. Destructor clase nova, como mínimo. Y eso podía haber ocurrido, de no mediar un incidente que había catapultado al hombre.
Un destacamento de doce naves imperiales escoltaba un convoy de Fileria a la Tierra, con plantas indispensables para la generación de una droga que combatiera un mal detectado en una de las colonias más recientes. El problema era delicado, pues se ponía en peligro la terraformación del mundo en cuestión, sin hablar de casi dos millones de personas que permanecían en la superficie infectada.
Como era lógico de suponer, dado lo valioso del cargamento, cuando el convoy salió del agujero de gusano del sistema Sariano y enfiló a la estación de salto que lo llevaría a la Tierra, fue atacado por un contingente muy alto de piratas. Casi en el primer momento la nave al mando de la flota, comandada por el general Kandiel, resultó destruida. Al mismo tiempo la nave en la que Nigale estaba asignado resultó seriamente dañada, muriendo su comandante. Entonces el joven capitán había tomado el mando de su nave y de la escolta. En pocos minutos ideó una estrategia que, al cabo de casi dos días de escaramuzas cerca de la estación de salto, logró rechazar a los agresores con pocas pérdidas.
Al regresar al sistema Alcantar, Nigale había sido ascendido a coronel y se le asignó un grupo de tareas consistente en diez fragatas y un destructor. A partir de ahí sólo había cosechado un éxito tras otro.
A la edad de ochenta años alcanzó el grado de general de flota, y cinco años después el grado de almirante. Finalmente, antes de cumplir los cien años, los emperadores le habían entregado el mando de toda la flota alcantarana. Ochenta y tres años después seguía desempeñando el cargo, sin una sola mancha en su servicio. Desde luego la flota había tenido pérdidas altas en los encuentros con los piratas y en su intervención en el conflicto entre Alfa del Centauro y Meras, pero ello no redundaba negativamente en los antecedentes de Nigale.
En el aspecto personal el hombre se había casado a la edad de setenta años, y continuaba unido a la misma mujer. Era un estratega reconocido en toda la Unión, lo que le hacía concurrir a conferencias por casi todo el espacio colonizado.
Fanático de la navegación a vela, había participado en una serie de regatas en los océanos de Alcantar, ganando unas cuantas. También se destacaba como un gran lector de todo tipo, y en el hecho había escrito dos volúmenes de historia militar moderna.
En la actualidad tenía algo menos de ciento ochenta años, once hijos de los que seis habían seguido sus pasos en la flota, y aparecía catalogado en la ficha como un hombre tranquilo.
Al igual que la información de Nesuv, el legajo de Nigale contaba con una gran cantidad de imágenes. La mayoría captadas en actos y eventos oficiales, normalmente de uniforme. También habían otras en las que aparecía en actividades relajadas, como tirando de una cuerda en un hermoso velero, corriendo en un campo de deportes o jugando a las cartas con otros oficiales.
Jaime reparó en dos cosas que saltaron casi como bombas a sus ojos.
En primer lugar uno de los destinos del mensaje era en el océano cerca de Alcantaria. Ese destino podía ser muy bien un velero.
En segundo lugar en la ficha no había ni una sola mención al tiempo en el que, según Brecyne, había sido amante de la propia emperatriz. O bien la seguridad alcantarana no era infalible, o bien Nigale era sumamente discreto, o bien Brecyne sí le había mentido.
Cerca de las siete de la tarde, Jaime hizo una pausa. Había tomado multitud de notas sobre Nesuv y Nigale, pero todavía no era capaz de decir si algo de lo que tenía conformaba una base para trabajar. Casi había descartado a Nesuv como sospechosa, pero no como posible problema. La ficha de la mujer era en principio tan simple, contenía tan poca información peculiar, que Jaime se preguntó si la mujer no habría alterado su propio legajo, en su condisión de directora de seguridad.
En el caso de Nigale era peor. Había una clara falencia en la información de seguridad, y eso no dejaba de darle vueltas en la cabeza. No significaba que fuese el contratante de Redswan, ni mucho menos, pero debía tener presente el hecho. Ya fuera para usarlo con Nigale, ya fuera para usarlo con Nesuv.
Apagó la caja y estiró la espalda. Una vez más estaba de lleno en la investigación de algo. Los sentidos alerta, la mente centrada y el cuerpo cansado de tanto leer.
Llamó a la habitación de Amarelia, pero no estaba o no quería responder. Supuso que sería lo primero, por cuanto le había asegurado que no estaba molesta por la negativa a jugar un partido de tenis. No obstante le había hecho prometer que se encontrarían en Alcantaria para el partido.
Se encontraba pensando en cómo localizarla para la cena, cuando llamaron a la puerta. Antes de responder desactivó el anotador y volvió a estirar los músculos de la espalda.
Amarelia estaba en la puerta y lo saludó con una sonrisa deslumbrante.
—¿Me estás persiguiendo? —preguntó Jaime invitándola a pasar.
—Si quieres me voy.
No obstante ella ya había entrado y daba una mirada atenta al camarote.
—Bastante más amplio que los de tercera clase. Debí dejar que me invitaras antes.
—No te he invitado ni ahora —respondió él, riendo con ganas.
—¿Tienes que trabajar?
—Creo que ya terminé. ¿Alguna idea, capitana Discridali?
—Pues si le parece, señor Rigoche, pensaba invitarlo a cenar para celebrar la última noche en el Europa.
—Espero que no sea la última vez que te vea —dijo de inmediato Jaime, borrando la sonrisa de su rostro.
—Desde luego que no. Tenemos una cita programada en el elevador orbital. Además estaremos casi en la misma ciudad. ¿Sabes dónde te alojarás?
—Hotel Luna de París.
—Bueno, sí que te gusta el lujo. Me aseguraré de que me invites a que te haga compañía.
—¿Tan bueno es?
—¿Bueno? Jaime, el Luna de París es el mejor hotel de todo el planeta. He estado sólo una vez ahí, y no vi más que la recepción y el centro de conferencias. Sólo ese breve vistazo me bastó para darme cuenta de lo pobre que soy.
Entonces ella se le acercó con esa sonrisa que podía desarmar un cañón de resonancia dimensional, le colocó ambas manos en los hombros y le disparó la mirada.
—¿Estás seguro que sólo vas a Alcantaria para una conferencia?
Otra vez Jaime notó algo adicional en los ojos de ella. Una espera, algo como una expectativa nerviosa.
—Voy a tu mundo a una conferencia sobre desencriptado. Pretendo también recorrer lo más que pueda y disfrutar de algo parecido a vacaciones. No soy yo el que organiza las cosas, como el lugar donde voy a dormir.
—No te pongas nervioso —dijo ella luego de un momento de silencio—. Estaba bromeando.
Jaime le tomó las manos y se las retiró de los hombros. Luego, sin soltárselas las colocó entre ambos, manteniendo el dorso de su mano derecha libre, por si acaso.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Amarelia?
Se miraron fijamente durante algunos segundos, sin siquiera pestañear. Ella estuvo por decir algo, luego tomó aire y meneó la cabeza.
—Por ahora todo lo que quiero es cenar contigo.
Soltó las manos y las colocó en las mejillas de Jaime, el que no pudo evitar pensar que lo besaría de la misma forma en la que lo había hecho Brecyne unos días atrás.
—Sólo cenar y mañana disfrutar tu compañía en el elevador orbital —dijo Amarelia tras una nueva pausa—. ¿Es eso mucho pedir?
Ella retiró las manos y retrocedió un paso desviando la mirada, y Jaime se descubrió pensando si se sentía o no decepcionado porque ella no lo besara.
Quedaron en silencio otra vez, hasta que Jaime rompió la pausa.
—¿No es algo temprano para cenar?
—Supongo que sí, pero mientras esperamos podemos charlar... ya que parece que no se nos agotan los temas de conversación.
Esa noche, a diferencia de las dos anteriores, Jaime regresó temprano a su cuarto. De todos modos prefirió no mirar las fichas de seguridad que todavía le faltaban, porque se sentía algo confundido.
Amarelia le había mentido no una sino barias veces. La mujer era condenadamente hermosa, inteligente, simpática y para peor parecía propulsar de forma inconsciente una plática continua con él. Tal y como le había dicho, parecía que los temas a tratar no se acabaran nunca y, muy por el contrario, aparecían nuevos puntos sobre los que se podía hablar. Esa noche habían discutido una buena parte del tiempo sobre la guerra entre Alfa del Centauro y Saria, cuestión ocurrida hacía casi dos mil años.
Sin embargo le mentía. Durante un breve momento en el que le había tomado las manos, estuvo seguro de que le diría la verdad, pero algo la había hecho retroceder. Asimismo se vio obligado a reconocer que también durante un momento, luego que ella le preguntara si realmente iba a una conferencia, él había estado también por contarle todo. ¿Qué tenía esa mujer para que lo hiciera siquiera pensar en esa posibilidad? ¿Llegaba a tanto el embrujo de las mujeres alcantaranas? Si en efecto se trataba de un embrujo, se vio en la necesidad de admitir que era muy poco lo que podía hacer. Sin embargo podía jugar al mismo juego, aunque no supiera con claridad cuál era.
Sacó la maleta del armario y comenzó a meter todo lo que no sería necesario para el día siguiente, con el objeto de evitar demoras antes del arribo a Alcantar. Metió la ropa que la lavandería le había dejado pulcramente ordenada, guardó la mayoría de sus efectos de baño y colocó casi toda la información del caso en una bolsa que se reunió con lo demás en la maleta.
Solicitó que lo despertaran a las seis de la mañana para sumergirse en la siguiente ficha de seguridad, y en efecto así lo hizo. Después de un desayuno en el camarote se concentró en la información disponible sobre Natalia Brecyne.
No le sorprendió en lo absoluto descubrir que la atractiva y sensual mujer tenía ciento nueve años estándar de edad.
—Otra embrujadora —dijo en voz baja mientras contemplaba una imagen en la que Brecyne aparecía estrechando la mano del presidente de la Tierra.
Era la única hija de un matrimonio de músicos consagrados por todo el imperio y en una buena parte de la Unión. De hecho Natalia tocaba a la perfección la guitarra y había dado algunos conciertos de piano, chelo, charango y geldirén de cuerdas. De todos modos era más conocida por sus interpretaciones y creaciones con la guitarra de seis y doce cuerdas.
Había estudiado administración pública en la universidad de Alcantaria, lo que en un primer momento parecía ser tan sólo una especie de seguro por si su carrera musical no daba los resultados esperados. La ficha consignaba que, no obstante ello, durante el tercer año de estudios la joven Natalia Brecyne se había consagrado a una serie de actividades sociales de carácter voluntario, en las que se había ganado un nombre y un lugar propios. Luego de eso las cosas cambiaron. Se transformó en la primera alumna de su generación, siendo que hasta antes del tercer año no destacaba en nada salvo sus interpretaciones musicales.
Recién titulada y comenzando a trabajar en el municipio de Alcantaria, se matriculó en la carrera de economía. Cinco años después salía con el doctorado en ciencias económicas. No conforme con eso, ahora trabajando para una empresa de inversiones a nivel galáctico, inició estudios avanzados de matemáticas. Luego le siguió sociología, ciencias políticas y publicidad. En todas y cada una de las carreras que había seguido se graduó con honores y la primera de su clase.
A los cuarenta años de edad, mientras aún estudiaba ciencias políticas, había regresado al sector público, en el ministerio de economía. Cinco años después, con el título de publicidad en la mano, pasó a ocupar el viceministerio. Eso había durado sólo un año, ya que solicitó y ganó un puesto en el ministerio de seguridad, en la división de inteligencia. Era de estos años a los que se remontaba la amistad entre ella y Patricia Nesuv.
Luego de dos años en los que sólo había acumulado elogios, fue reclutada por el ministerio de gobierno central, escalando en menos de un año hasta el viceministerio.
Su nombre era ya conocido en todo el Imperio, y se le respetaba y apreciaba por sus logros. Se decía que gracias a una serie de políticas de administración sana de iniciativa suya, los mundos más lejanos del Imperio habían visto elevada su calidad de vida en menos de diez años.
Comenzó a ser llamada de forma periódica al palacio imperial. Algunas veces para recibir de forma directa las felicitaciones de los emperadores, otras para que entregara informes sobre materias de administración, y otras incluso para que ofreciera consejo en materias discutibles.
Cuando Brecyne tenía cincuenta y cinco años, un accidente de vuelo había terminado con la vida del ejecutivo de gobierno para el Imperio.
Los emperadores iniciaron entonces los procesos para la designación de un nuevo ejecutivo, y el parlamento propuso tres nombres. Encabezando la terna estaba Natalia Brecyne, lo que hizo subir la popularidad del cuerpo legislativo.
Luego de un examen interminable ante el tribunal supremo, la comisión ejecutiva del cenado y los gobernadores de las colonias imperiales, se procedió a la votación popular, luego de la eliminación de uno de los tres.
La elección estaba ganada desde el momento en el que las urnas se abrieron por todos los planetas y las estaciones imperiales. Brecyne era querida, respetada y admirada por todas partes. Al final ganó por un total del ochenta y seis por ciento de los votos.
Desde entonces había ejercido el cargo más alto de la política alcantarana, y por increíble que parecía, su popularidad había aumentado unos cuantos puntos.
La prensa independiente la definía como una mujer cuya belleza sólo se veía opacada por su idoneidad para ocupar el cargo de ejecutiva.
Tenía enemigos, desde luego, pero éstos estaban en su contra por cuestiones puntuales o sin real importancia.
La información personal destacaba en lo básico tres aspectos. En primer lugar un ansia constante por aprender nuevas cosas. No conforme con los numerosos títulos educacionales con los que contaba, la mujer se las había arreglado para estudiar una buena cantidad de materias. Algunas por su cuenta pero otras como una alumna más de la universidad de Alcantaria, de los institutos técnicos de la misma ciudad, o de las academias de los propios servicios gubernamentales. Era así que Brecyne entendía tanto sobre desencriptado.
En segundo lugar la pasión llana por la música. A pesar de no haber estudiado formalmente en ningún conservatorio, era una intérprete reconocida en toda la Unión. Cada cierto tiempo la invitaban a participar en recitales o grabaciones, no sólo músicos del Imperio, sino artistas famosos de la Unión. Su dominio de la guitarra le había merecido algunos premios, y si bien la carga que le imponía su trabajo no le permitía aceptar con frecuencia las invitaciones, sí que una, dos, tres y hasta cuatro veces al año dejaba todo y se unía a un grupo para alguna actuación o grabación. En su residencia particular era frecuente encontrar grupos de personas invitadas por ella sólo para hacer un poco de música. La ficha recalcaba también que, siendo observada sin que lo supiese, intentaba tocar por lo menos una hora de guitarra cada noche.
En tercer lugar se destacaba la cantidad de amantes que había tenido. Jaime descubrió, atónito, que la lista era más larga que su brazo. Brecyne estaba considerada como una de las mujeres más hermosas y cautivantes del Imperio, a lo que se sumaba su afición por la actividad sexual. La información era tajante también al decir que, si ella se daba cuenta de que su pareja podía constituir un riesgo para el Imperio, cortaba la relación de cuajo sin ningún tipo de contemplaciones. Sin embargo también se establecía que cabía la posibilidad de que uno o más amantes no hubiesen sido conocidos para los organismos de seguridad, así como algún que otro renuncio juguetón, dada la propensión a burlar de tanto en tanto a su escolta, fuese o no visible.
Jaime se preguntó si él estaría en la categoría de «renuncio juguetón» luego de la visita de la mujer a su departamento.
Finalmente los observadores y quienes habían formado el legajo coincidían en un punto que aparecía como importantísimo. Sin importar la cantidad de amantes de ambos sexos que hubiese tenido, Brecyne jamás permitía que sus relaciones se transformaran en públicas. Siempre mantenía en estricta reserva sus actividades privadas, por inofensivas que estas fueran para el Imperio, salvo su afición por la música.
Entonces descartó a Brecyne como sospechosa del ataque a Dibaltji. La ejecutiva podía burlar a sus guardias y a los agentes de seguridad encargados de su custodia, podía salir en secreto del Imperio como lo había hecho hacía unos días atrás, pero le era imposible esconderse en una visita de estado. Y resultaba que ella había estado en Karila por asuntos oficiales durante los dos días previos al ataque y otros dos después.
Si bien podía descartarla como sospechosa, al igual que Nesuv, no podía descartarla como problema. Sin embargo el que ambas mujeres quedaran fuera de la investigación propiamente dicha, podía entregarle ventajas sobre los demás. Además sería más fácil acceder a ciertos recursos que suponía le serían necesarios, teniéndolas al tanto de los avances de la investigación. En efecto suponía que debería acceder a algunos lugares que no estarían abiertos a todo el mundo. Si los cinco continuaban siendo sospechosos, le resultaría difícil explicar los motivos para entrar en estos lugares.
De todos modos no podía descartar del todo el simple hecho de que el grupo era cerrado. Tal como la propia Brecyne le había dicho, eran amigos íntimos que se conocían durante más de una década, por lo que la objetividad podía verse también afectada.
Tal como en las dos fichas anteriores, consultó algunas de las imágenes disponibles de la mujer. Había una cantidad sorprendente en las que aparecía tocando alguno de los instrumentos musicales de su repertorio. También había otras que parecían ser de dispositivos de seguridad de los que no era del todo consciente. En una de ellas se la veía recostada en un amplio sillón, besando desenfrenadamente a una mujer que estaba sobre ella.
Encontró una tomada en algún periódico de chismes, en donde al pie se podía leer: LOS HOMBRES DEL IMPERIO SE PREGUNTAN CÓMO SERÁ SUMERGIR LOS DEDOS EN EL NACIMIENTO DE LA TRENZA DE LA EJECUTIVA BRECYNE.
Jaime sonrió. A fin de cuentas él ya lo había hecho.