sábado, 30 de mayo de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 1: La Oferta (tercera parte)

VLADIMIR SPIEGEL


DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 1:
LA OFERTA (PARTE 3)


Miró hacia Jerry, quien a su vez lo observaba atentamente. Levantó una mano y colocó el índice cerca del pulgar, tratando de hacerle entender que sería poco tiempo. Ella asintió y le sonrió, volviendo en el acto a charlar con otro militar. Le dedicó un asentimiento de cabeza a la capitana, y la siguió.
—Magnífica fiesta —dijo Jaime, intentando conversar.
La mujer no respondió, así que no hizo nuevos intentos. Notó sin embargo que, a diferencia de su primer encuentro aquel mismo día, ahora vestía con rigurosidad un uniforme completo. Debía ser el de gala, con pantalones azules holgados, chaqueta negra cruzada al hombro derecho, una camisa azul en el mismo tono que los pantalones, y botas altas negras. Cruzando por sobre la chaqueta cerrada, un finísimo cinturón rojo. Los brazaletes de oro ahora eran visibles sobre la manga izquierda de la chaqueta, y el anillo aparecía donde lo viera en la mañana. Las insignias de su rango aparecían ahora destacadas en la pechera y hombros, y una gruesa pulsera de platino rodeaba su muñeca derecha, con el emblema del imperio. Según creyó recordar, el adorno destacaba que era en efecto comandante. Fuera de su desempeño diplomático, debía existir en realidad una nave de combate bajo su mando. Además, a diferencia de la mañana, la larga cabellera negra estaba ahora anudada desde la nuca con una cinta roja.
Algo saltó entonces a su mente. ¿En la mañana había entrado a su local de civil? Contemplando las lágrimas rojas (o gotas de sangre) en sus hombros, pensó que en su encuentro previo no había reconocido ninguna clase de emblema, salvo los brazaletes y el anillo. Eso quería decir que en realidad lo había entrevistado vestida de civil. ¿Por qué? Para cualquiera medianamente informado una alcantarana resultaba reconocible en una multitud con facilidad. Los aros perfectos formados en la coronilla con el cabello, los de las orejas y frente... pero ella también había estado con los brazaletes. ¿Una afectación?
Se dio cuenta también que, al contrario de lo que le explicara Jerry, la capitana no mostraba su piel. Salvo las manos, el rostro y parte del cuello, todo lo demás estaba cubierto por el uniforme.
Miró ahora con más atención a su alrededor, y reparó en otros uniformados que tampoco mostraban gran cantidad de piel. Un problema de ser militar, si Jerry estaba en lo correcto. Y no dudaba que así fuese.
Con sorpresa y algo de hastío, además de una pizca de satisfacción, entendió que todo cuanto había pensado y mirado desde que se alejó de Jerry, obedecía a los viejos instintos. Los instintos del investigador.
Avanzaron hacia el edificio central de la embajada, pero cuando estaban casi en la base de la pirámide torcieron a la derecha por un camino de baldosas blancas, en dirección a una de las torres que parecían ser de cristal. La fiesta continuaba en esa parte, pero la cantidad de guardias y sirvientes era algo mas elevada que antes, lo cual la hacía menos apetecida y estaba mucho menos concurrida. Un sutil mecanismo de seguridad, pensó Jaime.
Entraron en la estructura de la torre, y al momento de estar en el interior la sensación de cristal se esfumó en el acto. En realidad se trataba de metal, que en el exterior debía estar tratado para parecer transparente. Una muestra de muy buen gusto.
La capitana condujo a Jaime por un corredor que finalizaba en una discreta puerta doble, de madera lisa. Pulsó un botón disimulado en el marco, y la puerta se deslizó silenciosamente, revelando un minúsculo cuarto, que sólo contenía otra puerta.
—Debe tener presente, señor Rigoche, que todo cuanto vea y escuche a partir de aquí será estrictamente confidencial —comenzó a decir la capitana Discridali—. Si entra por esa puerta, no podrá comentar con nadie lo que vea, ni mucho menos lo que se le dirá.
—¿Una última oportunidad de echarme atrás?
—Podría llamarlo así —respondió la mujer, mostrando por primera vez una sonrisa. Jaime notó, otra vez con los instintos del investigador, que en realidad la mujer era de sonrisa fácil. Por lo menos eso decían sus ojos.
—Capitana, no debe ser un misterio para usted, a pesar de insistir en mi antigua ocupación esta mañana, que ya no soy investigador. Por el contrario creo que sabía muy bien que no trabajo más como investigador privado. Aún así debo decir que estoy intrigado, y a estas alturas no voy a renunciar a escuchar algo que, casi con toda seguridad, puede ser muy interesante.
La mujer introdujo una tarjeta en una ranura junto a la puerta, y ésta se abrió de inmediato.
—A partir de aquí seguirá solo. No tengo el nivel de seguridad para acompañarlo.
La mujer sonrió a Jaime, inclinó delicadamente la cabeza y le ofreció la mano para que él se la estrechara.
—Me gustaría volver a verlo algún día, señor Rigoche. Ojalá en circunstancias más relajadas.
—Usted sabe cómo y dónde encontrarme, capitana —respondió Jaime, estrechándole la mano. La capitana Discridali no era sólo atractiva, sino realmente hermosa. Al contrario que en su encuentro de la mañana, ahora parecía segura, con una franca sonrisa en labios y ojos.
Atravesó la puerta, que se cerró en el acto a su espalda, y se vio dentro de un ascensor cilíndrico, que comenzó a moverse de inmediato.
La sonrisa final de la mujer permaneció en su mente. No era sólo la boca la que sonreía, sino también sus ojos. Algo que había aprendido durante sus años como investigador era cómo reconocer cuando alguien no era del todo franco, y la sonrisa (o invitación) de la capitana parecía genuina. Sin embargo algo en sus ojos no concordaba completamente con la sonrisa. Una especie de compás de espera, una duda. Aún así los ojos le sonreían.
Comenzaba a preguntarse si en realidad sería atractivo para las mujeres, cuando la puerta se abrió, luego de lo que calculó serían varios niveles de descenso.
Salió a un pasillo bien iluminado, aunque no fue capaz de determinar la fuente de luz. Estaba sólo. Había puertas a ambos lados, todas cerradas, y comenzaba a preguntarse en cuál de ellas debía golpear, cuando al final del largo corredor se abrió una puerta que antes no estaba allí. Suponiendo que ese era su destino, avanzó, poniendo todos sus sentidos alerta. En sus años como investigador había puesto en problemas a mucha gente, pero hasta donde creía recordar no tenía a algún alcantarano como posible enemigo. Más aún, el nivel de seguridad que la capitana no había traspasado parecía ser demasiado alto para mucha gente, lo que eliminaba posibles riesgos de ese tipo. Sin embargo estaba alerta.
Avanzó los metros que lo separaban de la entrada, y cuando estuvo junto a ella se detuvo. Una luz roja apareció frente a sus ojos, parpadeó tres veces y desapareció. En ese mismo momento un resplandor blanco lo barrió de pies a cabeza. Resultó evidente para Jaime que se trataba de un sistema de rastreo sumamente sofisticado.
—Adelante, por favor —se escuchó desde dentro, al otro lado de una especie de cortina blanca—. Entre sin miedo, señor Rigoche.
La voz parecía amable y, después de todo, no había llegado hasta allí para dar media vuelta y regresar a la fiesta.
Atravesó la cortina, que en realidad era una niebla fresca, y salió a una amplia habitación lujosamente decorada. Una espesa alfombra de diferentes tonos cubría todo el suelo, mientras que en las paredes eran visibles una serie de pinturas y grabados de algunos de los más renombrados artistas de la Unión. En cada esquina del cuarto se alzaban estatuas también de diferentes autores, y junto a cada una había una mesa de genuina madera de cedro con platos de bocadillos y bebidas. En uno de los costados de la sala, iluminada por su propia luz de los bordes, se encontraba una discreta fuente de agua, que añadía al entorno un sonido muy agradable.
Repartidas por la habitación había algunas butacas y sillones espaciosos, además de una amplia mesa baja llena de anotadores de bolsillo y algunas holoplacas.
En la habitación había cinco personas, tres mujeres y dos hombres. De todo el grupo, el único que portaba uniforme se le acercó con la mano estirada.
—Gracias por aceptar la invitación, señor Rigoche —dijo el militar, reconociendo Jaime a quien lo había llamado un momento antes.
—Bueno, debo decir que estoy intrigado.
—Si no le molesta que se lo diga, contábamos con eso —respondió el militar, invitándolo gentilmente a sentarse en un sillón de respaldo alto y sorprendentemente cómodo.
Una bandeja suspensa se le acercó con algunos tragos, pero Jaime negó con la mano. Una cosa era beber un poco en una fiesta o en casa de alguien, y otra diferente era beber más de lo aconsejable. Había sufrido unas cuantas borracheras en el último año, pero siempre con el miedo de recaer en los días anteriores a Jerry, en los que incluso olvidaba cual era su nombre.
—Permítame que haga las presentaciones —dijo el militar—. Aunque en otros tiempos era una descortesía, comenzaré por mí. Soy Hafar Nigale, comandante en jefe de la flota del Imperio Alcantarian.
El hombre parecía tener unos 40 y cinco años, cosa que se desmentía en el acto por su rango. Alto, delgado, de rostro distinguido, con barba y bigote finos, el cabello negro sin una cana a la vista, y un par de ojos de color azul oscuro que proyectaban una de las miradas más penetrantes que Jaime había visto.
Luego de dirigirle una inclinación de cabeza a modo de saludo, Nigale le presentó a la coronel Patricia Nesuv, jefa de seguridad del imperio.
Era una mujer bellísima, que en años sigmanos aparentaba unos cuarenta más o menos, de cabello largo hasta la cintura con el color de la miel. Alta, de tal vez un metro ochenta y cinco, piel tostada y ojos grandes del color de la noche. Su mirada parecía franca y risueña lo que, sumado a una sonrisa insipiente en los labios, le daba un aire casi angelical. Sin embargo Jaime no se dejó engañar. Jefa de seguridad del imperio equivalía a directora de inteligencia, y el imperio tenía en total, por lo menos hasta donde él sabía, veinte mundos en quince sistemas planetarios, además de seis estaciones de salto en agujeros de gusano. Por ello el ademán casi alegre con el que le sonrió e inclinó la cabeza al saludarlo le pareció escalofriante.
La mujer permanecía de pie, con la espalda reclinada contra la repisa de una chimenea de imitación, sosteniendo una copa en la mano izquierda, en una actitud en apariencia indolente. No obstante desde ahí tenía a la vista toda la estancia. Vestía una túnica blanca que dejaba totalmente al descubierto sus largas piernas, hacía visible los brazos y una parte del estómago. Aparentemente Jerry estaba en lo correcto, pues la piel visible aparecía inmaculada.
A continuación fue el turno de Glen Takamura, médico personal de la familia imperial.
El hombre era alto como los demás, de aparentes cincuenta y tantos años, rubio, fornido y, tal como la coronel Nesuv, su ropa exponía grandes cantidades de piel. Jaime reparó casi en el mismo momento de ser presentado, que Takamura parecía incómodo y tal vez algo molesto por encontrarse en ese lugar.
Los ojos café no permanecían quietos y en el hecho no sostuvo la mirada de Jaime cuando él así lo intentó. Las manos delicadas insistían en quitar una pelusa inexistente de su pantalón negro, o iban de forma inconsciente a una cadena de bedrita que pendía de su cuello.
Acto seguido fue el turno de Natalia Brecyne, ejecutiva de gobierno para el imperio.
No tan alta como los anteriores, la mujer compensaba esto con un porte que la hacía ser el centro del cuarto. No tenía ni un solo rasgo que la hiciera especial o diferente, pero ya su postura, sentada de forma relajada en una butaca reclinable, daba a entender que si ordenaba algo, esperaba que se cumpliese en el acto. La piel, que su ropa exponía en un alto porcentaje, era cremosa y agradable a la vista. La larga cabellera, recogida en una hermosa trenza que caía por su hombro izquierdo, era de un rojo encendido, algo más luminoso que el de Jerry. Sus ojos, grandes y atentos por completo en Jaime, también parecían estar hechos de cobre, en perfecta armonía con el cabello que, debajo del anillo de distinción de la frente, caía en una encantadora y fina cascada casi hasta las cejas.
La expresión de su rostro armonizaba con la de la jefa de seguridad, pero en este caso parecía honesta. Aún así, dado el cargo que ocupaba como cabeza operativa de la administración del imperio, resultaba evidente que había mucho más en su rostro.
Nigale iba a presentar a la última mujer, que permanecía sentada en una postura relajada en el borde de la pequeña fuente ornamental, cuando ella lo interrumpió.
—Soy Nadelia Perryman, y ya que mis acompañantes han sido presentados con el rango o cargo que ocupan, agregaré que dirijo el Instituto de Genética y bioingeniería del Imperio. Agregaré también, señor Rigoche, que en lo personal siento que estoy en deuda con usted.
La mujer, que lo miraba directamente a los ojos, por lo menos a simple vista, parecía ser la menos reservada del grupo. Algo más baja que el resto, tenía una cabellera que, a pesar de estar sentada, debía llegar como mínimo hasta las rodillas, negra como ala de cuervo. Sus ojos, del mismo color, manifestaban una profunda inteligencia, en un rostro hermoso y blanco como el papel, en contraste. Mostraba una sonrisa genuina de dientes blancos y perfectos, mientras una mano sostenía, casi como un gesto divertido, la barbilla fina y distinguida.
—¿En deuda conmigo? —preguntó Jaime.
Perryman asintió y bebió un trago de su copa antes de responder.
—Cuando las autoridades sigmanas recuperaron la semilla del fundador con su ayuda, se salvó un trabajo que yo había estado desarrollando por casi cinco años estándar.
—Entonces era usted el asesor del gobierno.
La mujer asintió y volvió a dedicarle una sonrisa radiante.
Jaime se inclinó un poco y arrastró hacia sí la bandeja suspensa, para examinar su contenido. Luego tomó una copa de vino terrestre y bebió un trago algo más largo de lo que podía recomendar la etiqueta para una reunión así.
La capitana Discridali le había dicho esa mañana que funcionarios de alto rango del Imperio Alcantarian querían hablar con él, pero nunca se le pasó por la cabeza que estaría en la misma habitación con algunos de los personajes más importantes en la política y defensa alcantarana.
Nigale era el almirante supremo de la mayor flota de guerra de la Unión, Nesuv controlaba una de las redes de inteligencia y contrainteligencia más grandes y complejas, Takamura era el médico particular de los gobernantes del Imperio, Brecyne ejercía el gobierno como cabeza real de la administración y, finalmente, Perryman tenía por completo el control en el desarrollo genético en una cultura que, según le había dado a entender Jerry esa misma noche, elevaba al cuerpo humano a algo parecido a lo sacro. Tal vez no era para tanto, pero sin duda el grupo que tenía delante conformaba casi la cúspide del poder alcantarano.
Para aumentar la turbación de Jaime, no dejaba de pensar que lo habían contactado en su antigua calidad de investigador privado. ¿Qué era lo que la enorme y compleja maquinaria del Imperio Alcantarian no era capaz de solucionar como para que él interviniera?
Intentó disimular la turbación que esto le provocaba bebiendo un sorbo más de vino, deseando, no con mucha esperanza, que sólo Nesuv reconociera la real naturaleza del gesto. Asimismo tomó la decisión de que rechazaría la oferta, fuese cual fuese. No podía imaginar de qué se trataba, pero resultaba lógico que lo pondría en una posición delicada, en un mundo y una cultura que no era la suya y, finalmente, se negaba casi en redondo a actuar otra vez como investigador.
Si bien creía que Nigale controlaba la reunión, Natalia Brecyne tomó la palabra al cabo de unos instantes.
—Hace un momento, señor Rigoche, la capitana Discridali le dio la posibilidad de retirarse sin conocer los motivos por los que queremos hablar con usted.
La voz de la mujer armonizaba con ella. Era profunda, derrochaba serenidad y, al mismo tiempo, proyectaba un indiscutible don de mando.
—Su sola presencia en este lugar de la embajada ya conforma una violación a los protocolos de seguridad más estrictos en la política del Imperio. De la misma manera, el que esté enterado de que este grupo se encuentra en sigma le da un rango de seguridad que, guardando las distancias obvias, podría equipararse con el de la coronel Nesuv. Me refiero, señor Rigoche —dijo ahora Brecyne, inclinándose hacia él—, a que en el Imperio, incluyendo a los cinco que estamos aquí, no hay más de diez personas que saben de nuestro viaje a Sigma.
Nesuv asintió antes que la jefa de gobierno continuara:
—Lo que está por escuchar, señor Rigoche, si elige permanecer en este cuarto, sólo lo saben las cinco personas que tiene frente a usted. Es por esto que le pido que piense seriamente en quedarse o regresar a la fiesta. Si se retira no pasará nada, y nosotros deberemos confiar en que no le comente a nadie que nos ha visto esta noche. Por el contrario, si prefiere permanecer aquí, entrará a formar parte de uno de los círculos más cerrados de toda la Unión. Esto sólo le acarreará problemas, no se lo voy a negar, pero me gustaría creer que la oferta que queremos hacerle será de su agrado.
»De todos modos, si una vez que nos haya escuchado rechaza nuestra propuesta, será también libre de retirarse sin mayores consecuencias. Sin embargo, y quiero ser sumamente clara a este respecto, el permanecer en esta habitación a partir de este momento significa que se producirán algunas alteraciones en su vida. Muy posiblemente usted ni siquiera las notará —se apresuró a decir alzando una mano para detener las palabras que Jaime estaba por dejar escapar—, pero se producirán.
»En primer lugar, estará sometido a protección por parte del Imperio Alcantarian. Esto quiere decir que siempre habrá cerca de usted uno o varios agentes de seguridad, para proteger su vida.
»Entonces, señor Rigoche, la pregunta es: ¿quiere escuchar lo que tenemos que decir?
Jaime clavó los ojos en Brecyne durante un largo momento, y no pudo dejar de admirar que fue él quien apartó la vista.
—Supongamos, y sólo supongamos, que elijo quedarme —comenzó a decir luego de unos momentos en los que miró atentamente el escote de Brecyne—. Supongamos de igual forma que acepto la oferta que tienen para mí. El tener cerca a alguien que cuide de mi vida, por mucho que no sepa que está ahí, limitará las posibilidades de realizar una investigación privada. Y resulta del todo obvio que eso es lo que quieren de mí, ya que la capitana Discridali me buscó por mi antigua ocupación e insistió en ello durante nuestra primera entrevista. Deben saber, aunque imagino que no les es del todo desconocido, que al ser investigador privado, durante el tiempo que dura un trabajo, es posible violar más de una ley. En ese sentido el estar vigilado puede eliminar por completo la posibilidad de éxito en el encargo.
—No con este tipo de protección, señor Rigoche —dijo ahora Nesuv—. La única misión de estos agentes es procurar que usted siga con vida. Podría dedicarse a violar niños cada media hora, y sus seguidores tendrían que morderse la lengua.
—No. —Jaime meneó la cabeza—. Si llego a aceptar, es de lógica elemental que me impondrán condiciones. Bien, yo también tengo las mías. Nada de vigilancia en mi honor. De otro modo me retiro de inmediato, y ustedes habrán perdido su tiempo en vano.
Hubo entonces una duda en los alcantaranos presentes, pero antes de que alguno dijese algo, Jaime agregó:
—Espero que entiendan, que tengo los medios para darme cuenta de si en efecto soy o no vigilado.
Las miradas se enfocaron entonces en Patricia Nesuv. Se llevó a cabo una comunicación silenciosa entre los alcantaranos de la que Jaime no pudo sacar nada en limpio.
—Muy bien, señor Rigoche —dijo finalmente Nesuv—. Nada de vigilancia hasta que su trabajo, si acepta, esté terminado.
—No me han entendido. Nada de protección, o vigilancia, o como quieran llamarlo. Ni durante el trabajo ni nunca.
Fue obvio para Jaime que Nesuv iba a protestar, pero Brecyne se adelantó.
—Se hará como usted diga, señor Rigoche. Nada de protección para usted, si así lo quiere.
»Vuelvo a preguntar: ¿Escuchará lo que tenemos que decirle?
Muy a su pesar, Jaime asintió.
Medio segundo antes había estado ejerciendo la presión necesaria en los músculos para levantarse del sillón, caminar hasta la puerta y regresar a la fiesta. Por el contrario su insaciable curiosidad prefirió quedarse.
—Quiero que quede perfectamente claro que nada de lo que está por escuchar, señor Rigoche, puede ser repetido por usted a menos de encontrarse a solas con uno o más miembros de esta reunión.
Brecyne hizo una pausa en la que lo estudió casi como si le hiciese la autopsia, y luego continuó.
—Es necesario que entienda, que la información que está por recibir es de vital importancia para el Imperio. A ello se debe la estricta confidencialidad que le imponemos. Como ya le dije, hasta este momento, sólo cinco personas conocen lo que está por escuchar.
Jaime asintió, ya algo aburrido de que se insistiera en lo mismo una y otra vez.
—Muy bien —continuó Brecyne, dedicándole una sonrisa deslumbrante—. ¿Qué tan informado está sobre la familia imperial alcantarana?
—Bueno, no me dedico a chismorreos reales o imperiales, pero veamos: está el matrimonio imperial, que deben estar cerca de los ochenta o noventa años de edad, poco más o menos. Entiendo que tienen tres hijos, dos mujeres y un hombre. Este último es el único casado, pero no tiene derecho a ocupar el trono, a menos que mueran sus hermanas mayores. Por cierto, creo entender que la mayor, de algo así como treinta años, está comprometida. No estoy del todo seguro.
—Su información es correcta en lo esencial, señor Rigoche —intervino Takamura con tono reticente—. Sin embargo es errónea en un punto que, para los efectos de esta charla, resulta indispensable.
»Los emperadores tienen un cuarto hijo, de cuya existencia ahora saben sólo seis personas. Un cuarto hijo que en realidad es el primero, el que sería el legítimo heredero de todo el Imperio Alcantarian.
—¿Me quiere decir que los emperadores no saben que tienen otro hijo?
Takamura asintió, al tiempo que hacía un gesto a Perryman para que tomara la palabra.
—Una vez que la concepción se efectuó y se estableció la realidad del embarazo, el feto fue retirado de la emperatriz y puesto en un Tanque de Gestación. Como es tradicional en el Imperio, se iniciaron de inmediato las pruebas genéticas para determinar la viabilidad natal. Esto es, saber si el feto es capaz de sobrevivir al nacimiento.
»A las tres semanas de haber sido el feto implantado en el Tanque de Gestación, las pruebas genéticas entregaron los primeros resultados. No pretendo describirle en qué consisten dichas pruebas, pero sí le diré que la demora se debe a la rigurosidad debida al tratarse, en este caso, del heredero al trono imperial.
»Se determinó sin lugar a duda posible, que el feto era viable. Sería un bebé sano y fuerte. Sin embargo las mismas pruebas detectaron un problema muy serio, a nivel genético primordial.
En este punto fue visible para Jaime la incomodidad que sentían todos los presentes. En realidad no era para menos. Tal y como le habían dicho, el conocimiento que estaba recibiendo podía ser usado de formas que no era del todo capaz de imaginar, contra el poderosísimo Imperio Alcantarian.
—No espero que entienda del todo la información que le voy a decir ahora, señor Rigoche —continuó Perryman—, ya que usted no es alcantarano. Valga como somero antecedente el que nuestra cultura aspira a la perfección física del cuerpo, tanto en lo exterior como en lo interior. En este sentido, cualquier clase de defecto físico, visible o no, se transforma en un factor de detrimento social.
Jaime asintió, pues quería que Perryman continuara con lo importante.
—Bien, las pruebas detectaron una deficiencia ocular de carácter grave. El bebé, antes de que cumpliese la primera semana desde el nacimiento, perdería los ojos. Inicié una serie de análisis para determinar si resultaba posible una intervención prenatal, ya fuera para reforzar los globos oculares, ya fuera para dotarlo de unos nuevos. El resultado en ambos casos fue negativo y concluyente. El bebé, entre una semana estándar y diez días después de su nacimiento, perdería irremisiblemente los ojos.
La mujer calló e hizo un gesto a Takamura para que continuara.
—En este punto, por regla general, los padres son consultados para que digan qué quieren hacer con el feto. Si es declarado no viable, simplemente el proceso de gestación se interrumpe. Si por el contrario se declara viable pero existe un problema físico, los padres deben decidir si debe o no continuar el proceso. Sin embargo no fue así en este caso. Estamos hablando, señor Rigoche, del heredero al trono imperial.
Asumió entonces la palabra Brecyne.
—Antes de comunicar a los emperadores la viabilidad del feto, el doctor Takamura y la doctora Perryman hablaron conmigo. Tomé entonces la decisión a nombre de los padres del feto, de no continuar con la gestación.
—¿Intervino usted en una cuestión de una familia que no era la suya? —preguntó Jaime, atónito.
—No, señor Rigoche —respondió la mujer en el acto—. Intervine en una cuestión de estado, en mi calidad de cabeza del gobierno.
Jaime asintió a modo de disculpa, sin entender del todo la cultura alcantarana pero intentando comprender la posición de Brecyne.
—Bien —continuó la mujer—, al mismo tiempo decidí no comunicar nada de esto a los emperadores, y ordené a los doctores Takamura y Perryman informar que el feto era inviable. Al mismo tiempo ordené la finalización de la gestación.
—Sin embargo —dijo Takamura—, me negué a cumplir esta última orden. Ahora, luego de más de treinta años, supongo que parece algo ridículo. Pero en ese momento me pareció imposible finalizar la gestación. Se trataba, después de todo, de mi futuro legítimo soberano. No me pareció lo correcto el borrar simplemente su existencia por algo como la falta de globos oculares.
—Tres semanas antes del nacimiento —dijo Brecyne—, el doctor Takamura me informó lo que había hecho. En ese punto ya no era posible comunicar nada a los emperadores, por lo que, junto con el doctor Takamura, la doctora Perryman y la coronel Nesuv, resolvimos sacar al niño del Imperio Alcantarian. Se le colocaron implantes oculares y fue sacado en completo secreto por el almirante Nigale del Imperio.
—Antes del nacimiento —dijo ahora Perryman—, se le sometió a una serie de alteraciones genético-hereditarias. Se le cambió el color del cabello, se alteró la pigmentación de la piel y una serie de otras leves modificaciones, con el objeto de no ser identificado por los rasgos familiares.
—Finalmente se asignaron recursos —intervino Nesuv—, con el objeto de garantizar la estabilidad económica del niño, y para mantener un reducido contingente de seguridad altamente secreto a su alrededor. Se trata, señor Rigoche, de alguien que en el fondo ya no tiene nada de Alcantarano, pero que para este grupo continúa siendo el primogénito de la familia imperial.
—Y en su caso —dijo Jaime dirigiéndose a Nigale—, ¿pasó a formar parte de este grupo al sacar del Imperio al bebé?
El hombre bebió un sorbo de calari rojo antes de responder, al parecer buscando con cuidado sus palabras. Sin embargo fue Brecyne la que respondió la pregunta.
—El niño no tenía todavía tres semanas de vida, sus ojos eran implantes oculares, y estaba a un paso de salir de las fronteras del Imperio. Por mucho que yo le dé órdenes al almirante, él tenía todo el derecho de saber en su totalidad lo que estaba haciendo. Es por lealtad, señor Rigoche, que el almirante Nigale forma parte de este círculo.
—¿Qué es lo que quieren que haga? —preguntó Jaime luego de un pesado silencio—. Hasta el momento, y perdón por la rudeza, no he escuchado nada que tenga que ver conmigo, a pesar de lo instructivo que esto ha sido.
Entonces la coronel Nesuv se apartó de la chimenea y tomó con una mano una de las holoplacas que estaban repartidas en la mesa central. La activó y apareció la imagen de un hombre en tenida deportiva.
—Antonio Dibaltji. Este es, al cabo de treinta y tres años, el hijo mayor de los emperadores.
Jaime contempló un momento la imagen. Tenía la altura correcta para un alcantarano o sigmano, era rubio, de figura algo desgarbada, con piernas largas y manos grandes. El rostro aparecía bañado en sudor, pero mantenía un aire distinguido.
—Hace dos meses estándar —continuó Nesuv— alguien intentó asesinarlo. El grupo de seguridad que lo custodia detuvo... a una mujer que lo apuntaba con un desintegrador sináptico. Estaba casi disparando cuando fue neutralizada. Se retuvo un vehículo en el que la mujer llegó hasta el sector habitacional donde vive Dibaltji, en la ciudad de Dianka, en Drevia Prime.
—Estamos dispuestos, señor Rigoche —dijo Brecyne—, a pagarle quinientos mil Marcos sigmanos por averiguar el sentido de este atentado.
Jaime no pudo evitar dejar escapar un suspiro de consternación. Quinientos mil marcos era más de lo que había llegado a ganar en un año de trabajo como investigador, si es que el año había sido muy bueno. Gracias al pago que el gobierno le había entregado luego del asunto de la bomba en el palacio de gobierno, fue que resultó posible la creación de su centro de tiro... y en ese caso se trataba de doscientos mil.
No obstante tenía que haber más, y así lo hizo ver.
—Me siento halagado por la oferta, pero dudo que yo pueda competir con la policía dreviana y, ya que estamos, con la investigación que imagino habrán desarrollado ustedes.
—En realidad los organismos de seguridad drevianos no tienen ni la menor idea de que algo así ha ocurrido —dijo la coronel Nesuv—. En el hecho Dibaltji ni siquiera notó que algo ocurría fuera de su ventana.
—Bien, pero aún así dudo que pueda siquiera intentar competir con las capacidades de la seguridad alcantarana.
Nesuv inclinó la cabeza y le sonrió, dándose por enterada del halago.
—Eso es muy posible —dijo Brecyne—, pero hay aspectos que superan la capacidad de nuestra seguridad, señor Rigoche. —la mujer hizo una pausa y taladró a Jaime con la mirada antes de continuar—. Sabemos que una de sus grandes especialidades es el desencriptado de códigos complejos. Su fama lo precede en este campo y en otros. Por una cuestión de este tipo es que acudimos a usted.
—El desintegrador sináptico —dijo Nesuv— estaba programado para emitir un mensaje altamente encriptado al momento de disparar. Casi lo único que sabemos del mensaje es el texto que contenía: «Lo estoy matando en este momento».
—déjenme ver si entiendo. ¿Quieren que investigue quién intentó matar a Dibaltji y por qué? Según entiendo tienen el cadáver de quien lo hizo, y desde luego, como es un cadáver, la posibilidad de conocer los motivos murió con él.
—Lo que queremos, señor Rigoche —dijo Brecyne—, es saber quién pagó por este asesinato. Sabemos perfectamente quién intentó llevarlo a término.
Jaime meditó sobre lo que había escuchado durante toda la entrevista, antes de decir algo más. Dado que los demás estaban a la espera, se produjo una larga pausa en la que sólo se oyó el gorgoteo de la fuente en la que Perryman permanecía sentada.
—Están pasando muchas cosas por alto —dijo finalmente, meneando la cabeza—. Dan por sentado que esto tiene algo que ver con el Imperio Alcantarian, pero descartan lo más simple. Me dicen que, ahora que me agrego a este grupo, son sólo seis personas en toda la unión las que conocen los orígenes de Dibaltji. Esto lleva a dos posibilidades diametralmente opuestas.
»La primera, por increíble que les pueda resultar, es que uno de ustedes habló con alguien o, más simple todavía, alguien los escuchó hablar entre ustedes. Además me da la idea de que olvidan la regla más fundamental de los secretos: hay que multiplicar por cuatro como mínimo el número de los que componen el círculo inicial del secreto. En este caso, puede que haya otras veinte personas, como mínimo, que estén enteradas de esto, de una u otra manera.
»En segundo lugar —se apresuró a agregar antes de que alguno pudiera decir algo a modo de protesta—, la posibilidad más simple, y admito que no sé mucho sobre este caballero, es que alguien de Drevia lo haya querido matar. Un rival de su trabajo, el marido de su amante, alguien que quiere el pago de una apuesta ilegal... cualquier cosa que no implique necesariamente al Imperio Alcantarian.
Los alcantaranos intercambiaron miradas, antes de que Brecyne asumiera la palabra.
—Hay dos razones que descartan a Drevia como artífice de esto. Por una parte sabemos una cosa más sobre el mensaje que debía salir del desintegrador sináptico. La señal iba dirigida al consulado alcantarano. En específico a un retransmisor de alto nivel, para la primera nave correo en órbita disponible. Podemos suponer que, una vez fuera del punto de tránsito, la señal estaba dirigida a algún punto del sistema Alcantar, pero hasta ahí es donde se ha podido desemcriptar el código del mensaje.
»Por otra parte, el asesino, asesina en este caso, es demasiado costosa para que se trate de un marido celoso, un rival o alguien de apuestas.
—¿Conoce usted esto? —dijo Nesuv, colocando en la mesa frente a Jaime una tarjeta.
—Oh, mierda —dijo al ver la figura pintada en ella.
En un fondo blanco aparecía la letra R en color negro. Debajo de esto, en letras inclinadas hacia la derecha, se leía: «REDSWAN».
—Esto no fue encontrado en el cuerpo de la asesina, señor Rigoche —dijo Nesuv—. En el vehículo que retuvieron los agentes de seguridad se encontró una caja con treinta de estas tarjetas. La mujer que intentó asesinar a Dibaltji salió de ese vehículo.
—Si no estoy mal, tiene que ser la primera vez, que yo sepa, que Redswan no concreta uno de sus trabajos —dijo Jaime, más para sí que para el resto.
—Eso es correcto —dijo Nesuv—. En realidad al principio mi gente estaba sumamente excitada con la posibilidad de haber atrapado a Redswan, pero resultó ser un clon.
Jaime se incorporó bruscamente en su asiento.
—Pero, si era un clon, entonces saben quién es Redswan.
—No. Ahora fue Perryman quien respondió—. Se trataba de lo que se da en llamar un clon de cuarto estado. Sigue siendo un clon copia de un original, pero en el que se han alterado un altísimo porcentaje de características físicas, tanto visibles como a nivel genético básico. En este caso, el clon comenzó a desintegrarse celularmente a la media hora de haber muerto. Sólo gracias al uso de recursos criónicos fue posible recuperar algo de material genético.
»Encastrado en la novena vértebra había un monitor que tenía la instrucción de hacer explotar el cuerpo si perdía el conocimiento por un aturdidor, y en el cráneo, justo sobre el ojo derecho, había una toma microscópica para implantar recuerdos y habilidades, así como para descargar del clon los recuerdos acumulados durante su vida. Por cierto, según pude determinar del escaso material, el clon no viviría más de siete horas.
»Lo único que sí es positivo, es que estoy del todo segura que Redswan es mujer. El material genético que se rescató lo confirma en un cien por ciento. No fue alterado, por lo que en definitiva Redswan es mujer.
«Eso descarta sólo a algo menos de la mitad de la Unión» —pensó Jaime.
—El punto, señor Rigoche —dijo Brecyne—, no es lo que alguien puede hacer para atrapar a Redswan. El punto es si acepta hacer este trabajo.
Jaime tardó sólo medio segundo en responder.
—No.
—¿Por qué no?
—No sabría siquiera por dónde comenzar. Por suerte se reduce sólo al sistema Alcantar, pero aún así la cantidad de posibilidades es gigantesca. Eso suponiendo que no haya sido alguno de ustedes.
Un silencio sepulcral se apoderó de la habitación. Jaime, luego de esperar que sus palabras penetraran en todos los oídos, continuó:
—Si esto se relaciona en efecto con el Imperio Alcantarian, cosa que todavía pongo en duda, según sus propias palabras sólo cinco alcantaranos conocen la real identidad de Dibaltji. Por lo mismo el sospechoso tiene que ser por fuerza uno de ustedes.
—En... realidad —comenzó a decir Nesuv con tono vacilante—, esa es precisamente una de las razones principales para preferir la intervención de alguien ajeno a este círculo, y en general alguien que no sea súbdito del Imperio.
—Señor Rigoche —dijo Nigale—. Gracias a los adelantos en genética que tiene el Imperio, hemos desarrollado una droga...
—¡No!
La negativa salió de Nesuv y Perryman al mismo tiempo, pero fue la jefe de seguridad quien continuó.
—¡Este hombre no tiene ni por asomo el nivel de seguridad para...!
Brecyne levantó una mano que silenció en el acto a la coronel Nesuv, y que al mismo tiempo hizo que Nigale continuara hablando.
—Hemos desarrollado una droga para interrogatorios complicados, que hace que el sujeto hable de cosas que su subconsciente había enterrado. Es capaz de penetrar incluso el condicionamiento hipnótico de nivel tres.
»Cada uno de nosotros, supervisados por el resto, se sometió a esta droga. Puedo garantizarle, con seguridad, que ninguno de los presentes en esta sala es responsable directa o indirectamente del ataque contra Dibaltji. Incluso pudimos saber si en algún momento dijimos algo a alguien sobre el heredero. De esta forma creo poder asegurarle que la regla más fundamental de los secretos no es aplicable. Son sólo seis personas en toda la unión las que saben que Dibaltji es hijo de los emperadores alcantaranos.
—Siendo así —dijo Jaime luego de un momento—, ¿por qué necesitan mi intervención? Si ustedes están seguros del hermetismo de este secreto, ¿por qué no investigan ustedes?
—Porque esta droga admite la posibilidad de fallos en un porcentaje de la población —respondió Brecyne—. Además sería complicado poner en movimiento el aparato de seguridad por este caso, sin entregar toda la información pertinente a los agentes investigadores, sin que se filtre algo que pueda destapar la identidad de Dibaltji.
»Creemos que, con la información adecuada, una sola persona, usando parte de los recursos que nosotros cinco podemos entregarle en Alcantar tres, es capaz de llegar al fondo de este rompecabezas.
»Usted está en lo correcto al suponer que no se trata de un ataque contra el Imperio, pero por el momento es sólo una suposición. Queremos, en definitiva, que nos diga si el ataque tiene algo que ver con el parentesco de Dibaltji. También, de ser posible, si alguien de este grupo ha comprometido la seguridad del Imperio.
—Necesitaría toda la información que tienen de Dibaltji.
La coronel Nesuv se inclinó sobre la mesa y colocó delante de Jaime seis anotadores.
—Ahí está todo lo recopilado hasta hace dos semanas.
—¿Quiere decir que acepta, señor Rigoche? —preguntó Brecyne.
—Tendría que recibir un veinte por ciento del pago por adelantado —repuso Jaime.
Nesuv agregó un disco de crédito sigmano a los anotadores.
—¿Acepta, señor Rigoche? —insistió Brecyne.
—¿Qué plazo tendría para cumplir el trabajo?
—Dada la naturaleza del mismo, digamos sólo que un plazo razonable o prudente —respondió la cabeza del gobierno alcantarano—. ¿Acepta?
—Una cosa más. —hizo una pausa intencionada, pues sabía que lo siguiente no lo cumplirían—. Debido a la naturaleza de los involucrados, necesitaría las fichas completas de seguridad de todos ustedes. Incluso la ficha de la propia directora de seguridad.
—No —respondió Brecyne—. Eso es más de lo que podemos darle. Tendría acceso a muchos recursos en Alcantar tres, pero hay información en esas fichas que no puede ser entregada. Ni yo misma estoy enterada de lo que dice mi propia ficha de seguridad.
—Pues eso es todo —respondió Jaime—. Buenas noches, damas y caballeros.Acto seguido se puso en pie y abandonó la habitación.

De Regreso a la Vida. Capítulo 1: La Oferta (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 1:
LA OFERTA (PARTE 2)

Se trataba de una mujer. Alcantarana como pudo identificar en el acto, por los tres anillos formados con el cabello en la coronilla. Así mismo tenía otros largos anillos de cabello junto a las orejas, y el anillo central de distinción en medio de la frente.
La túnica azul hasta medio muslo no indicaba nada, pero las pulseras de plata en los tobillos la señalaban como alcantarana casi sin lugar a dudas. Eso o una nueva moda de la que no estaba enterado.
Reparó en el antebrazo izquierdo, y vio siete brazaletes de oro macizo. Luego, en el dedo medio de la misma mano, un anillo de platino con dos piedras azules como la túnica. Capitán de navío, como mínimo.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La alcantarana, que tenía la vista clavada en él, pareció sobresaltada cuando le habló.
Dio unos cuantos pasos para entrar definitivamente y llegó justo frente a él.
—¿Es...? ¿Es usted Jaime Rigoche? ¿El investigador privado Jaime Rigoche?
—Bueno —respondió Jaime sonriendo, pero en guardia—, soy Jaime Rigoche. Pero ya no soy investigador privado. Ahora sólo Jaime Rigoche, el dueño del Club Sigma.
La mujer pareció algo desconcertada, pero no retiró la mirada.
—Estoy buscando al investigador Rigoche. El investigador que ayudó al gobierno sigmano a encontrar la semilla del fundador.
Jaime dejó escapar un suspiro. Un caso de hacía cinco años. Por lo menos la capitana no se había referido al asunto de la bomba en el palacio de gobierno.
—Bueno... soy ese Jaime Rigoche, pero le repito que no soy investigador privado. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Soy funcionario de la embajada alcantarana. Funcionario de alto nivel.
Sacó entonces de los pliegues de la túnica una identificación que le extendió.
Amarelia Discridali. Tal como había apreciado, una capitana de navío. Segunda secretaria de la embajada.
Jaime se sintió halagado de estar hablando con la cuarta autoridad de la embajada alcantarana, pero al mismo tiempo se colocó en guardia. A fin de cuentas insistía en la palabra investigador.
Le devolvió la credencial, y enarcó una ceja, esperando. Después de todo ya le había preguntado dos veces si la podía ayudar.
—Tengo un mensaje para usted.
La cosa seguía poniéndose interesante. Los viejos instintos se abrieron paso, y su percepción se agudizó. Un capitán de navío, por mucho que fuese funcionario de la embajada, no actuaba como correo.
—Esta noche se celebra en la embajada una fiesta de bienvenida para el delegado terrestre.
—Algo sabía de eso... —añadió Jaime, observando con cierto deleite cómo la información sorprendía a la capitana.
—Se me orde... me pidieron que le entregara una invitación para esta noche. Algunos funcionarios de alto nivel de mi gobierno quisieran verlo esta noche. Si tuviese algún problema para poder asistir, mis superiores confían en que podrán resolverlos a satisfacción. Si en efecto así fuese, puede decírmelo, y me encargaré de que sea solucionado.
—Tranquila, capitana. Precisamente una amiga estaba tratando de conseguirme una invitación para esta noche. Si usted tiene una para mi, eso me facilita asistir.

Pocos minutos antes de las ocho de la noche, sentado en el cómodo sofá en la sala del departamento de Jerry, Jaime volvía a preguntarse por qué había aceptado la invitación de la mujer alcantarana.
Con la invitación de Jerry estaba más que contento. Desde luego ella no había podido conseguir una para él, lo cual había sido comunicado con dramatismo esa tarde, pero el asistir a la embajada ahora ya no era una sita con ella. Al aceptar la invitación de la capitana el tema era diferente.
Quería creer que su aceptación obedecía a que su amiga no tenía la menor posibilidad de conseguir un pase para él, pero no era así. Algo había despertado su curiosidad, haciendo que trabajara el viejo Jaime.
La mujer de la embajada había usado su anterior ocupación para localizarlo, como si no supiese que como investigador estaba retirado. Resultaba evidente entonces que alguien quería encargarle algo. Se negaría, desde luego, pero ya el sólo hecho de sostener la entrevista cambiaba la velada con Jerry. Además, ¿por qué esperar a la fiesta de la noche? Era millones de veces más práctico contactarlo en su establecimiento, en su casa o en cualquier parte.
Sonrió al pensar que le preocupara tanto el frustrar la primera sita real con ella, y nuevamente volvió a preguntarse si no estaría dejando por fin descansar a Carina.
Meneó la cabeza apartando el pensamiento, y se dijo que disfrutaría la noche. Con o sin alguna clase de entrevista disfrutaría la noche. No por esperar que ocurriese algo con Jerry, sino sólo porque iba siendo hora de dedicarse algo de tiempo para él.
Se levantó del sofá, y caminó hasta el pequeño bar de madera junto a la ventana. Por el pasillo le llegaba la voz de ella canturrear alegremente.
—¿Te importa si me sirvo algo? —preguntó sacando una copa.
—Toma lo que quieras. Pero no te pases, no sea que llegues ebrio a la embajada.
—¿Sirvo algo para ti?
—Gracias. Cualquier cosa estará bien. —y siguió canturreando.
Sacó una botella de vino tinto fileriano, y sirvió dos copas. Dejó la de Jerry sobre el bar, y se acercó a la ventana. En el limpio cielo estrellado vio su imagen reflejada.
Un gigante de un kilómetro sobre la ciudad, metido dentro de un traje de etiqueta. Zapatos, pantalones y chaqueta blancos, una camisa negra y el pañuelo rojo en el cuello. la cabellera negra como la noche pulcramente peinada, la nariz fina, los ojos negros, el mentón firme y los labios curvados en una sonrisa. Se sentía bien.
—Tu departamento tiene una vista muy buena de la ciudad —gritó para hacerse escuchar por sobre los intentos de la chica de cantar.
—A mi me encanta, y no está lejos de la base.
No lejos de la base para ella eran cuarenta calles, que trotaba todas las mañanas para ir a trabajar.
Bebió un trago de vino, con la mirada perdida en el laberinto de calles y torres del sector militar de la ciudad, y más allá el puerto espacial. De vez en cuando se veían los reactores de alguna nave de enlace despegando o aterrizando, y una marea de vehículos atmosféricos entrando y saliendo de él.
—¿Qué te parece?
Se giró para mirarla con el vestido de fiesta, y las palabras de cortesía normales murieron en la garganta.
Jerry vestía con la última moda para ese tipo de eventos: un vestido blanco, casi translúcido, de una sola pieza. Comenzaba en el hombro izquierdo y caía en diagonal, derramándose por el cuerpo como agua o niebla. De esta forma, el hombro y el brazo derecho, así como una buena parte del pecho también derecho quedaban expuestos. Por el contrario, justo sobre la cadera izquierda se abría un tajo que dejaba a la vista la pierna completa. La figura se veía resaltada por un cinturón de seda roja que la entallaba, y los pies estaban calzados por finas sandalias transparentes.
La espesa cabellera roja, normalmente lisa, aparecía ahora ensortijada, y unos pendientes de plata adornaban sus orejas. Una cadena de platino le rodeaba el cuello, con un pequeño colgante que contenía un rubí. Todo hacía juego con todo.
—¿Probaste que los movimientos no producen... accidentes?
—Desde luego, tonto.
Levantó el brazo derecho, pasándose la mano por el cabello cobrizo, y de forma increíble, el pezón derecho, que se adivinaba sin problemas, permaneció dentro del vestido, aunque por algo menos de un centímetro.
—Bueno, te ves preciosa —pudo articular Jaime al final.
Jerry se sonrojó, y avanzó hacia él, tomando de paso la copa del bar.
—¿Brindamos por algo en especial? —preguntó la chica.
—Por ti —respondió Jaime en el acto—. Por seguir intentando traerme de vuelta a la vida. Gracias, otra vez.
—Lo hago con gusto —respondió, bebiendo un sorbo.
De pronto Jerry se acercó un poco más, y le colocó la mano libre en el hombro.
—¿Sabes algo? Te tengo justo donde te quería.
—¿Cómo es eso? —preguntó Jaime tomando otro poco de vino, para que no se notara su creciente nerviosismo.
—Bueno, estás contra la ventana en el piso ochenta y dos de una torre. A tu derecha hay un resistente bar de madera, y a tu izquierda un espino drigaleno. No tienes escapatoria. Tendrías que pasar sobre el bar, cosa que de verdad no te recomiendo, o sobre el espino, cosa que te recomiendo aún menos, o sobre mi, lo que sin duda alguna te recomiendo...
—Podría saltar por la ventana...
—No puedes. El cristal es a prueba de huracanes, y no se abre con nada. Justo donde te quería.
Jaime se preguntó si ahora iba en serio. Era la primera vez que las insinuaciones salían de Jerry de forma tan directa.
—Bueno, parece que en efecto estoy atrapado.
Ella asintió, bebió un sorbo lo suficientemente largo para vaciar la copa, la dejó sobre el bar con una sonrisa, y se acercó un poco más mientras le pasaba ambas manos por detrás del cuello.
—¿Y qué piensas hacer ahora que estás tan arrinconado?
—Planteado así, supongo que pensar en lo que pueda pasar.
—¿Te doy una alternativa, encanto?
—Me siento halagado, pero puede que la sugerencia sea demasiado buena para aceptarla, y mi respuesta no sea de tu completo agrado.
Jerry parpadeó, y la provocativa sonrisa se desdibujó un tanto. Aún así no se apartó ni un milímetro.
—Jaime, aunque no me guste la respuesta, necesito preguntarte algo. Hace un poco menos de un año que te conozco. Hace unos meses que me estoy casi poniendo en bandeja para ti, sólo para ti. ¿Tengo aunque sea tan sólo una posibilidad?
—De hecho bastante más de una. Pero aún no, Jerry. Siento que sólo sería gratitud o puro deseo. No sería justo para ti.
—Pero tal vez la sensación cambia si hacemos algo... algo pequeñito para comenzar.
—¿Algo pequeñito? —preguntó Jaime, ahora divertido.
—Claro, algo relajante y al mismo tiempo un poco excitante. Pero pequeñito.
—¿Qué tienes en mente?
—Bésame.
—¿Y si no te gusta?
—Tú sólo hazlo. Ya te daré el veredicto.
Jaime así lo hizo. Le resultó sorprendentemente fácil. Hacía tres años que no sentía los labios de una mujer contra los suyos, y en realidad había olvidado lo grato que era. Para mayor se trataba de Jerry, que había hecho tanto por él.
Pero no la besaba por gratitud, aunque algo había de eso, sino porque se dio cuenta que en realidad quería besarla.
Ella se estrechó un poco más, empujándolo contra la ventana. Sintió entonces la curva de su cuerpo, comenzando a embriagarse con su perfume, con su piel, con toda ella.
Dejó a tientas la copa sobre el bar, y también la abrazó, esperando que en efecto la ventana fuese tan resistente como le acababa de decir.
Al final no fue tan «pequeñito».
—He esperado casi un año para esto, encanto.
—Valió la pena la espera, me gustaría pensar.
—Sí valió la pena —respondió Jerry junto a su oído—. ¿Qué te parecería si nos olvidamos de la embajada, y nos quedamos aquí para ver qué más puede valer la pena?
Jaime la tomó por los brazos y la separó suavemente.
—Tendrías que dar algunas explicaciones mañana en la base...
—Eso no es problema —respondió, aún sonriendo.
—Sabes que también tengo que ir. Bueno, me pidieron que fuera.
—Te pueden contactar otra vez...
—Jerry.
Ella bajó la mirada, pero continuó sonriendo a pesar de lo que venía.
—Aún no. Estoy seguro de que pasar la noche contigo sería una de esas cosas dignas de ser recordadas durante años, pero si lo hago no sería honesto. Ni contigo ni conmigo.
»Dame algo de tiempo. Tú sabes lo que Carina significaba para mi. Tú me sacaste de mis días malos.
—¿Te gusto aunque sea un poco?
Jaime reflexionó que muchas otras chicas estarían o enfurruñadas, o tristes o derechamente molestas. Jerry no. Ella estaba algo divertida.
—Es algo más que eso. Me gustas mucho, pero aún no, de verdad. En todo caso, me encantará estar arrinconado un par de minutos más.
Luego de algo así como media hora contra la ventana, salieron a la azotea y se subieron al vehículo de Jaime. Este despegó, aceleró a velocidad máxima y ascendió a mil quinientos metros. Debería conducir algo así como una hora hasta la capital, luego bajaría la velocidad a nivel medio. Entonces otros quince minutos y estarían en la embajada. Nada mal para una noche. Si bebía demasiado el piloto automático lo dejaría en su edificio, evitando así posibles accidentes. Podía ocupar ahora el piloto automático, pero le encantaba conducir el vehículo.
En el tiempo que tenía calculado entraron en el espacio aéreo de la capital. Era una de las ciudades más pequeñas de sigma, con algo menos de tres millones de habitantes. Estaba destinada sólo a gobierno, y si bien contaba con paisajes turísticos impresionantes, tenía sólo cuatro hoteles de importancia.
La segunda luna asomaba por el horizonte cuando Jaime divisó el parque del fundador, con el gigantesco primer árbol, ahora una escultura de mármol blanco iluminado por centenares de luces colgando de sus ramas. Al norte, también iluminado, el palacio de gobierno. Al otro lado del parque comenzaba la Avenida de Los Colonos, que siempre en línea recta hacia el sur, contenía todas las embajadas con las que sigma mantenía relaciones diplomáticas formales. Luego de tres calles, en la Avenida Selim Patarkis, las demás representaciones diplomáticas.
Jaime continuó recto por la Avenida de Los Colonos hacia el sur, contemplando distraídamente los edificios de las delegaciones, sin mirarlos en realidad. Conocía la zona bastante bien, con cada una de las embajadas rodeadas por amplios jardines al descubierto, o con frondosos bosquecillos que flanqueaban los caminos de entrada.
Con las luces de posición al máximo comenzó el descenso, hasta quedar a medio metro del suelo.
Ya era visible la cúpula translúcida azul de la embajada del Imperio Alcantarian, iluminada desde dentro por lo que suponía eran miles de globos de luz. El parque de entrada se veía también iluminado, pero por la gran cantidad de vehículos atmosféricos que estaban estacionados.
Se detuvo en la entrada, y esperó que el guardia de seguridad terminara con el vehículo anterior.
—¿Has estado antes aquí? —preguntó Jerry, dándole un retoque a su maquillaje.
—Sólo la he visto desde fuera. Nunca más cerca que este mismo punto.
—Y me supongo que nunca has estado en algún planeta del imperio Alcantarian.
—Tuve un amigo que trabajó en un carguero protegido por la flota alcantarana.
—¿Ese amigo tuyo te contó algo de su cultura?
—Muy poco en realidad. Me mostró como identificarlos, saber cuando era militar o no, algo de sus hábitos nocturnos.
En ese momento avanzó hasta el guardia. Éste, de forma muy respetuosa dijo por la ventanilla:
—Buenas noches. ¿Vienen a la recepción?
—Sí —respondió Jaime—. Mayor Jeraldin Dicala y Jaime Rigoche.
—¿Pueden mostrarme sus invitaciones, por favor? —Dijo el guardia luego de consultar su computador de muñeca.
Jaime le extendió las dos invitaciones, el hombre las estudió durante un momento, se las devolvió y señaló hacia la cúpula.
—La entrada principal está justo delante, pero puede estacionar el VSA a la derecha.
Sin ningún problema encontró un espacio, estacionó y estaba por salir cuando Jerry lo detuvo.
—Espera. Un par de consejos.
»Yo fui durante año y medio agregada militar de la embajada de Sigma en Anjra dos. No es un mundo demasiado importante para los alcantaranos, pero sí uno de los más antiguos. Tienes que andar con cuidado, pero no por juegos o intrigas políticas. Si por alguna causa te haces un corte en la piel, ocúltalo lo mejor que puedas.
Jaime enarcó una ceja, pues creía que se trataba de otro tipo de consejo.
—No lo tomes a la ligera. Para los alcantaranos la sangre es algo intolerable. La piel siempre debe ser inmaculada. Si te cortas con algo... una copa, un borde afilado de algo, incluso un papel, ve a un baño, lávate la herida y trátala.
Jerry le colocó en la palma de la mano un diminuto pomo plástico.
—Esta crema cicatriza los cortes menores en cuestión de segundos. No dudes en usarla si algo pasa.
—¿A qué se debe tanto lío por la sangre?
—Los alcantaranos eran originalmente una colonia de bioingenieros. Genetistas, médicos, analistas... según la historia oficial son amantes de la pureza estricta del cuerpo. En realidad lo que pasa es que la bioingeniería pasó de ser una ciencia, y se transformó casi en religión.
»El cuerpo humano es perfecto y perfeccionado aún más gracias a la ciencia. Cada parte de él es el resultado de la evolución y del estudio, y sólo la evolución y el estudio pueden intervenir en él.
»De este modo la sangre es el líquido más preciado además del agua pura. La sangre debe permanecer en el interior, y sólo salir por la piel en momentos ceremoniales muy específicos o en la muerte.
»La sangre es objeto de estudio y de veneración, no de intercambio como en los hospitales nuestros. Por eso nos consideran algo mejor que un grupo de bárbaros.
—¿No hacen transfusiones de sangre? —preguntó Jaime, cada vez más sorprendido.
—Desde luego que sí, pero usan sangre artificial.
»Por todo esto la piel debe estar también inmaculada, sin cicatrices de ningún tipo. Ninguna marca queda después de los tratamientos médicos alcantaranos. A pesar de ello, no ofrecen sus tratamientos regenerativos de la piel a otros mundos. Sólo a los miembros del imperio.
Jerry terminó con su maquillaje, revisó su peinado y salió del vehículo. Jaime la siguió.
—Si algún alcantarano tiene un accidente grave —continuó ahora en voz más baja colgándose de su brazo—, todos los esfuerzos se dirigen, además de salvar la vida, a mantener la piel pura.
—Entonces recuérdame que nunca concurra a un centro nudista con los alcantaranos —terció Jaime antes de que ella continuase.
—No es broma, encanto. Esa hermosa cicatriz en la parte interna de tu muslo izquierdo escandalizaría a cualquier alcantarano. Por eso sus ropas son normalmente ligeras y abiertas. Muestran su piel como signo de estatus.
—¿Y en el caso de una amputación? —preguntó Jaime, apartando de su mente el cómo ella conocía su cicatriz—. ¿Si un accidente o en combate se pierde un brazo o una pierna, qué hacen?
Jerry no respondió, pues estaban casi en la entrada.
La enorme cúpula translúcida encerraba un nuevo jardín, salpicado de árboles y fuentes de agua cristalina. En el centro de la circunferencia se alzaba propiamente el edificio de la embajada, de forma piramidal, pero desde media altura era cortado por dos puentes que comunicaban con un par de torres, en apariencia de cristal.
Desde el interior la cúpula presentaba un fulgor algo más tenue, y Jaime creyó distinguir los globos de luz coloreados de azul a este lado. Ello no hacía que el jardín estuviese en penumbras, ya que una fantástica cantidad de faroles cristalinos flotaban a un promedio de seis metros de altura, y las fuentes aparecían iluminadas desde el interior.
Una gran cantidad de gente se derramaba por los cuidados jardines nada más entrar, incorporando al espectáculo la multiplicidad de colores de las vestimentas.
—¿Qué notas en común en los trajes? —le preguntó Jerry, en cuanto pasaron el nuevo control de seguridad y estuvieron un poco más solos.
Jaime reflexionó, y miró con atención a su alrededor.
—Así como nosotros, todos tienen a la vista algo de color rojo —dijo luego de un momento.
—Por eso me gustas. Buen observador. Correcto. Tu pañuelo al cuello que yo misma te recomendé, mi cinturón... todos usan algo rojo, que es el color tradicional por el que se reconoce la sangre.
»La sangre no puede salir del cuerpo, pero es sagrada. El color rojo es ceremonial, así como es el color del luto. En una ocasión como esta se mira como falta de respeto no usar algo rojo en alguna parte del cuerpo. Incluso la piedra de un anillo es suficiente.
—¿Llega a tanto esta... ciencia o religión?
—Encanto, es mucho más. La regla femenina ha sido genéticamente suprimida por completo. Las mujeres alcantaranas no tienen menstruación. Ni una sola gota de sangre sale del cuerpo.
—¿Ninguna?
—Ni una sola gota.
—¿Y qué pasa con la virginidad?
Jerry soltó una ligera carcajada que ocultó con una mano. Retiró dos copas de una bandeja suspensa y le entregó una a Jaime antes de continuar.
—Cuando la mujer alcantarana cumple los trece años, la familia y ella pueden optar. Una opción es someterse a una cirugía menor que rompa el himen. Otra es un acto ritual pero muy privado, en el que la joven usa un sustituto del pene para romper el himen. De esta forma la sangre es totalmente privada, y así la chica puede ocultar su vergüenza al derramarla. Finalmente hay una alternativa que, si bien poco común, está resultando muy frecuente en los mundos alcantaranos más fronterizos y que tienen menos años de edad. Buscar a un hombre no alcantarano que realice el primer acto con la joven. Un contrato en el que... bueno, se regularizan todos los términos de privacidad. El principal es que el muchacho debe atestiguar que sólo vio una gota de sangre. Incluso, si el precio es bueno, decir que no hubo sangrado.
—Pero me imagino que todo mundo sabría que no es verdad.
—Desde luego. Por ello es que la cirugía es el método más usado. Incluso entiendo que se hacen estudios genéticos para reducir el himen. Si en efecto lo logran, las mujeres alcantaranas no sufrirán dolor la primera vez que tengan relaciones, ni sangrarán en ese momento.
—fascinante —dijo Jaime cuando Jerry permaneció en silencio. En realidad lo era, pero casi podía escuchar el siguiente comentario.
—¿Quieres que te cuente qué hice yo? Si te portas bien algún día puedo mostrarte...
estaba por continuar, y Jaime en verdad comenzaba a interesarse en las posibilidades del relato, cuando apareció el superior inmediato de Jerry.
Comenzó entonces la clásica charla formal de una fiesta de ese tipo, luego de las presentaciones obligadas. A Jaime no le pasó por alto el casi imperceptible alzamiento de las cejas del comandante Atraminli cuando fue presentado, siendo que Jerry seguía enganchada de su brazo. Pensó un poco la cuestión, y una sonrisa se pintó en su cara al considerar algunas apuestas que seguramente circulaban por la base sobre quién tendría la suerte de estar con ella. A fin de cuentas, como le contara su primo también destacado en la base, Jerry era tal vez la mujer más cotizada en los cuarteles. Había un par de otras, casadas, pero la soltera más cotizada. Y casi estaba seguro que ella estaba perfectamente enterada.
«Dejemos que los rumores corran» —pensó, encantado de sentirla tan cerca. Era evidente que había comenzado algo. Después de todo habían pasado algunos minutos besándose como colegiales antes de salir a la embajada, y eso debía significar algo. Tal vez no mucho para ella, pero para él sí.
Hora y media más tarde, cuando la sensación de estar al exterior a pesar de la cúpula pasó a ser mero calor de interior, cuando los discursos de bienvenida al nuevo delegado terrestre habían adormilado a quienes permanecieron sentados, cuando la comida (bastante buena por cierto) había dado paso al postre y la charla dejaba de ser tan incoherente y se hacía menos política, comenzó a tocar una menuda orquesta. Esto daba lugar al baile y los tragos más consistentes.
Jaime daba vueltas por la pista con Jerry. La velada había resultado ser muy agradable, y el alcohol lo tenía un tanto chispeado. Jerry sonreía, notando sin duda con alegría cómo el gesto taciturno se esfumaba cada vez un poco más.
Un nuevo punto para ella, sin lugar a dudas. ¿Cuántos más se anotaría?
La orquesta hizo una pausa, y Jerry se colgó de su brazo haciéndolo salir hacia las mesas.
—Dame un respiro, muchacho. No me imaginé que fueras un gran bailarín, pero desde luego estaba equivocada.
—Eh... soy una caja de sorpresas.
—Me estoy muriendo de curiosidad —respondió ella, aferrándolo un poco más fuerte, mientras le daba un beso en la mejilla.
Jaime se sentía muy animado. Desde luego Jerry era una gran compañía para una fiesta, pero también el grupo de la base, con el que habían compartido la mesa, resultó ser agradable. Si ella no quería bailar, le pediría a la directora de relaciones públicas que lo acompañara.
—¿Te traigo algo para beber? —le preguntó luego de acomodarla galantemente en su silla.
—Un vaso de calari rojo estará bien, gracias.
—¿Segura? ¿No es un poco fuerte?
—Encanto, soy del ejército planetario de Sigma. Creo que puedo beber el doble que tú y pilotar una nave de enlace mientras como algo.
Jaime sonrió, la besó en la boca por algo más de un segundo sin importarle un comino quien de la base podía estar atento al gesto, y comenzó a alejarse de la mesa hacia la enorme barra del bar. No había avanzado cuatro metros cuando una voz lo llamó desde su derecha.
—Señor Rigoche.
Se giró, y en el acto reconoció a la capitana de navío Discridali plantada a su lado.
—¿Tendría la amabilidad de acompañarme?
—¿Ahora? —dijo Jaime, sin poder evitar la estúpida pregunta.

miércoles, 27 de mayo de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 1: La Oferta (Parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL


DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 1:
LA OFERTA. (parte 1)



Jaime Rigoche se sentó a esperar. La espera no sería demasiado larga, por suerte. En un par de minutos el desayuno estaría listo, y podría, luego de dos meses de una larga espera, dirigirse hacia el norte de la ciudad y entrar en su propio negocio. En términos reales no había esperado tanto, pero el desorden de los últimos años de su vida hacía que las semanas anteriores se hubiesen transformado en una espera casi insoportable.
Planos, presupuestos, más planos, ver lugares, comprar, nuevos planos, técnicos, otros planos, sacar los fondos, algunos planos más, vigilar la construcción, planos revisados, dos accidentes, los planos definitivos, los detalles finales... y pagar el trabajo de los arquitectos...
Por fin estaba todo listo. Estaba listo desde hacía una semana y media, pero faltaba el pequeño detalle de la publicidad. Su proyecto casi no la necesitaba (eso esperaba) pero había hecho aparición en escena un agente de publicidad que, para su completo horror, le mostró unos planos de proyecto en los que se hacía necesaria alguna clase de publicidad.
El agente, un tal señor Rowgar, quería que fuesen dos meses... pues cobraba por hora. Jaime quería sólo cinco minutos. Estiraron, negociaron, afinaron, amenazaron y, tras una borrachera de la que él no tenía demasiados recuerdos, se acordó una semana. Después de todo el tipo era simpático.
Encendió el receptor de imágenes y se concentró en las noticias de la mañana, en especial las económicas y de armamento. Una hermosa mujer enfundada en un traje minúsculo se contorsionaba frente a un gráfico sobre tendencias empresariales del sector. El informe tenía mucha audiencia, pues siendo sólo del sector donde se encontraba Sigma no se hacía necesario más que un salto para realizar las inversiones. Aún así el gráfico era enorme. Por ello la mujer se movía estirando los desnudos brazos, encogiendo las desnudas piernas, girando el desnudo cuello... y dejando a la imaginación sólo lo estrictamente necesario.
Jaime estaba por sobre esas patrañas destinadas a lograr sintonía. Después de todo era un empresario nuevo, y las noticias le interesaban. Tal vez los veteranos de las finanzas necesitaran ese estímulo matinal, pero él no.
Los inversores de Vehículos de Superficie y Atmosféricos podían estar tranquilos durante otra temporada, pues sus acciones subían cada vez más, y los nuevos adelantos sobre la manufactura de carrocerías prometían mucho. De hecho se rumoreaba que la Tripolcom podría lanzar un VSA que sirviese para viajes cortos intra sistema. Un viaje de ocho horas en tu propio vehículo hasta una de las lunas mayores del planeta. Prometedor, pero por ahora sólo un rumor.
Escuchó la llamada del cocinero, y apagó el receptor justo cuando comenzaban a hablar del descenso de las acciones de la Arquitectos Unidos. Se sentó a comer con una sonrisa en los labios.
Veinte minutos después estaba listo para salir. Cerró su computador de bolsillo, lo colocó en su chaqueta, se puso la prenda, tomó el pequeño maletín que lo esperaba en el sofá, y caminó hacia la puerta. Tal y como todas las mañanas, hizo un alto justo frente al pequeño espacio junto a la entrada.
Cuatro filas de cinco fotografías colocadas en un pulcro orden. Todas las mañanas miraba las imágenes, esperando... ¿qué? ¿Encontrar algo nuevo? Se las sabía de memoria, tal como se sabía a Carina de memoria. La primera, la más antigua, la había tomado él, como todas las demás, hacía ya diez años...
«El tiempo pasa tan rápido».
Carina de pie frente al árbol fundador de sigma. Una falda negra que enmarcaba sus largas piernas. Una delgada camisa blanca salpicada de pequeños agujeros que permitían ver trozos de la piel marfileña. Los brazos desnudos, las manos de dedos largos... una apoyada en la cadera, la otra sosteniendo, como sopesando, provocativa uno de sus grandes senos. En la cabeza un sombrero negro encasquetado casi hasta las cejas, enmarcando los grandes ojos azules. La larga cabellera rubia cayendo a la espalda como una cascada...
Pero era el detalle de su mano en el gesto de sostener el seno lo que hacía la foto única, como todas las demás. Siempre haciendo algo que en una fotografía de sala no se hacía. No era algo que se mandaba a los padres como fotografía de recuerdo de «mis vacaciones».
—¿No esperarás en serio que pose como una estatua, verdad?
Y nunca lo había hecho. Veinte fotografías, y en ninguna faltaba el gesto. Provocativo, insinuante, sexy, totalmente anti estatua de fotografía.
En la siguiente el gesto era el dedo índice de la mano izquierda metido en la boca, con el ojo derecho cerrado, la otra mano entrando juguetona por el escote del vestido de fiesta, mientras se podía leer claramente en el rostro la frase: «Te espero en mi cama»
Siempre era algo parecido, algo relacionado con el sexo. Pero tenía razón. En todas las fotografías, en esas veinte y en todas las otras que esperaban en una caja dentro del armario en la bodega, parecía viva. Casi quinientas fotografías de papel en las que parecía viva, a punto de salir de ellas y volver a estar con él.
Tal como todo los días su mirada se ubicó en la última de las veinte, la última que le había tomado. Carina recostada desnuda en un sofá azul chillón que habían alquilado sólo para tomar la foto. Estirada cuan larga era, con la cabeza en el apoyabrazos, metiéndose un chocolate en la boca. Esa había sido la idea original, pues se suponía que el cabello taparía los senos, y la otra mano haría lo propio en la entrepierna. Nada más lejos de la realidad, nada tan lejos de lo esperado.
Al final, luego de contar hasta dos en la cuenta hasta tres, de alguna parte había aparecido una boina del ejército sigmano que se había instalado de lado en su melena, ahora retirada del pecho, mientras separaba ligeramente las piernas. No tanto como para parecer una prostituta, pero sí lo suficiente para mostrar la maquinaria completa. La barra de chocolate sí había estado en su boca, pero increíblemente hacía juego con el resto. Y desde luego la mirada de sus ojos pretendía decir: «No estoy haciendo nada malo, ¿verdad?».
Al final habían devuelto el sofá, y pagado el cargo extra por los servicios de lavandería.
Alzó la mano derecha como todos los días, con la intención de quitar las fotografías, como todos los días, y como todos los días terminó pasando el dedo índice por la mejilla del rostro de la primera imagen.
«Algún día deberé continuar y quitar estas fotos.»
salió del departamento, bajó los setenta niveles hasta la calle, sacó su VSA, y condujo hacia el norte.
El flujo de vehículos por entre las altas torres no era tan horrible a esa hora de la mañana, pues la punta del movimiento ya había pasado. Gracias a ello salió de los complejos en altura en menos de diez minutos. Entonces se elevó a cien metros, la altura de velocidad media, y aceleró.
La zona de fábricas de la megalópolis por la que pasaba ahora estaba tranquila. Por lo menos desde el aire era así, pues en el interior de los complejos la actividad debía ser frenética hacía horas. Luego pasó por sobre un sector residencial, rodeó el puerto espacial Elefel, entró en el extenso sector comercial y turístico, y fue descendiendo gradualmente hacia el borde mismo de los comercios.
Su local estaba inmejorablemente ubicado. Dos estaciones del cuerpo de seguridad sigmano en un radio de 30 calles, y casi en las puertas de la base militar de instrucción. Por ello no necesitaba la publicidad. La clientela estaba medianamente garantizada. Para mejor, no muy lejos de ahí estaba la salida norte de la ciudad, por donde todos los fines de semana una serie de aburridos ejecutivos y gerentes empresariales solían salir de caza. Finalmente se había instalado una armería legal a menos de dos calles de su local, y el trato de negocios no tardó cinco minutos en estar listo.
—Si el comprador quiere, luego de adquirir una de sus armas, puede dirigirse a mi local y probarla —le había dicho al gordinflón que atendía la armería—. Usted me envía el código del arma, y en mi local, tras verificar el código le hago un descuento. Le doy la mitad del pago por el uso del centro de tiro.
—¿Cualquier arma?
—la que venda. No importa cual.
—pero tengo algunas de alto calibre...
—No hay problema. Estoy preparado.
Y lo estaba. Por el árbol fundador que lo estaba.
Entró a su edificio, unas seiscientas veces más grande que su departamento, por la entrada de servicio, y fue recorriendo los siete niveles de tiro con mucho cuidado. El nivel de armas de mano, armas largas, armas de largo alcance, armas de asalto, armas lanza proyectiles y armas de control. El séptimo nivel, casi treinta metros bajo el suelo estaba destinado para pruebas reales. Jerry le había dado una mano con eso.
Las paredes del séptimo nivel estaban tan reforzadas, que sería necesario una bomba de tamaño medio para agrietarlas. Un arma láser no le haría nada a los blancos a menos que se usara de forma continuada durante unas cuatro horas. El revestimiento de cerámica espacial mezclada con politritanio hacía esa maravilla. Las armas de plasma eran otro asunto, pero en el caso de tener un cliente con alguna, se podía activar un campo de retención de setecientas capas.
Estaba muy preparado. Esperaba que su local hiciera las delicias no sólo de los aficionados, sino también de los profesionales de las estaciones de seguridad cercanas, y de los muy profesionales de la base militar. Desde luego que contaban con sus campos de tiro, pero sabía casi a la perfección que ninguno se podía comparar con su establecimiento.
Fue revisando uno a uno los armarios de armas de prácticas, los dispositivos de blanco, los sensores de tiro, las cámaras de seguridad, y poco antes de las once de la mañana entró en su despacho.
Una oficina no muy grande, con un ventanal que daba a la recepción. Él mismo podía encargarse de la atención de público, y en el hecho lo haría durante el primer tiempo. Después, si en efecto el flujo de clientes lo permitía, contrataría a alguien que ocupase el mesón instalado justo al lado de su ventanal.
Tomó algunos de los folletos de publicidad de un estuche junto a la recicladora, y luego de repartirlos por el mesón, pulsó un botón en la superficie del mismo. Las puertas se abrieron, la luz de la mañana entró con fuerza, y una tenue música comenzó a sonar.
Todo listo, en espera de los amantes de las armas.
Sabía, por los años transcurridos en su antigua oficina, que la espera podía ser tediosa, pero era inevitable. Un negocio nuevo, por más posibilidades que ofreciese tardaba en atraer a los primeros clientes. Aún así, por la cantidad de mensajes que había recibido en su buzón, sabía que desde la una de la tarde tendría gente. Cinco policías hacían una reserva de tres horas en el nivel de armas largas. Una especie de competencia luego de su turno.
Jerry entraría a eso de las cuatro para probar algún nivel, pero en realidad sólo sería charla. Pronto debería hacer algo sobre Jerry, pues durante los últimos tres meses se le insinuaba un poco más cada vez. Jerry sabía muy bien que luego de años de vida sexual tan activa, sus apetitos estarían demasiado despiertos tras algo más de tres años de inactividad.
Entraría por la puerta con su uniforme militar, seguramente el de diario, con la falda algo más corta de lo reglamentario, las mangas subidas, la camisa desabotonada y la cabellera suelta. Toda una invitación a los ojos. Claro, ella no decía nada. Todo era charla y nada más, pero la mirada, los gestos del cuerpo, la forma en la que presentía que se apoyaría contra el escritorio, una pierna algo flectada... toda una invitación.
Luego de las cuatro no tenía nada, pero los policías, así como la misma Jerry correrían la voz. Daba lo mismo. Estaba seguro de que la inversión se recuperaría en dos o tres meses. Cinco como mucho. Era un negocio seguro.
Se instaló tras el mesón de atención, y activó el computador de mesa que había bajo éste. Entraría en la red para examinar las tendencias de los sectores cercanos, pues esperaba dentro de poco poder diversificar su inversión. Nunca se sabía.
Sonó el indicador de llamadas, y movió el selector de la pantalla. En el acto los gráficos de la red desaparecieron, dando paso al rostro sonriente de Jerry.
—Hola, encanto. ¿Qué tal los primeros minutos como empresario?
—Pues aún solitarios —respondió Jaime, sin poder evitar sonreír al verla—. Nadie aún, pero la gente pasa por fuera y se detiene a mirar. Nada fuera de lo que debería ser.
—Bueno, como a eso de las cuatro te haré una visita, y veremos cómo resultaron mis sugerencias. Estaba pensando que debería cobrarte una comisión por el nivel de práctica real.
—Bueno, eso lo podemos discutir —respondió, imaginando el comentario siguiente.
—¡Perfecto! Podemos arreglar alguna forma de pago agradable...
Jaime no contestó. ¿Qué podría decir? Nada. Todo podría interpretarse, y Jerry no esperaba alguna respuesta, pues casi de inmediato continuó:
—¿Tienes algo pensado para esta noche?
Durante el casi año que conocía a Jerry, Jaime esperaba con temor algo así. Una invitación para la noche, una cena, tragos, charla amena (siempre era amena con Jerry) y luego...
No tenía claro lo que podría responder para librarse de algo así, y tal vez algo en él no quería hacerlo.
—¿Qué tienes pensado? —preguntó, intentando encontrar algo, cualquier cosa que diera luz.
—Bueno, llegó a mis manos una invitación a la embajada alcantarana. Hay una especie de recepción al nuevo delegado terrestre. Entiendo que el pobre diablo lleva algo así como dos semanas medio borracho por las recepciones de este tipo.
—El precio por ser delegado terrestre —intercaló Jaime, estimando que la recepción de una embajada no era mal lugar para la primera salida nocturna de ambos—. ¿Puedo preguntar cómo llegó a tus manos esa invitación?
—Bueno —respondió Jerry sonriendo—, al departamento de relaciones públicas suelen llegar este tipo de cosas todo el tiempo.
—Pero tú no eres de ese departamento...
—Desde luego que no, gracias al cielo —dijo ahora ampliando su sonrisa—. Pero mis superiores suponen que puedo ser una nota interesante en algunas embajadas y en algunos eventos sociales. Ya sabes, una cara bonita que representa a la base... es mejor que las demostraciones del nuevo armamento.
—¿Sueles asistir a ese tipo de cosas? —dijo ahora Jaime, apreciando la falta de modestia en sus palabras anteriores. Jerry era muy atractiva, ella lo sabía, le sacaba partido, pero no le daba la menor importancia.
—Digamos que tengo muchas noches ocupadas al mes. Es divertido, pero también puede volverse aburrido. ¿Te interesa ir conmigo?
—Creo que sí, si tus comandantes no tienen objeciones a que vallas con un civil.
La chica rió con una carcajada auténtica, mientras meneaba la mano como si apartara mosquitos filerianos.
—Desde luego que no. No seas tonto. —entonces dudó y su rostro se colocó algo más serio—. Voy a tratar de conseguir otra invitación...
—¿Era sólo para ti?
—siempre llegan así, y normalmente los miembros de la base vamos solos, pero creo que puedo conseguir otra. —en ese punto, antes de continuar, hizo un puchero exagerado con la boca, tratando de aparecer falsamente triste. Pero sus ojos reflejaban verdadera preocupación—. Voy a tratar en serio de conseguir otra, pero la verdad es que no sé si pueda. ¿No te enojas conmigo si no puedo?
Jaime sonrió mientras negaba con la cabeza.
—No te metas en problemas si no puedes. Tranquila, que ya saldremos otra noche.
Tan sólo con esas palabras el rostro de ella se iluminó como pocas veces Jaime había visto. Jerry sabía que había logrado un triunfo importante. Tendrían la posibilidad de salir alguna noche. Tal vez no esa, pero él acababa de dejar la puerta abierta. Si ella no podía en efecto conseguir la otra invitación, era muy posible que mañana sí tuviese algo preparado.
Diez minutos después, Jaime continuaba con la mirada fija en la pantalla, en el punto donde Jerry había estado. ¿Sería el momento de dejar el pasado de una buena vez en el pasado?
Había amado a Carina con locura. Aún podía sentirla junto a él en la cama, y por lo mismo seguía doliendo. Claro que era menor, pero el dolor por la pérdida aún estaba allí. Si tan sólo no sintiera que la traicionaba. Debía continuar, por su propio bien, tal como hacía un año que dejara atrás la desesperación.
Las interminables borracheras, los paseos de noche por los lugares donde habían sido felices, los viejos amigos a los que se había negado a ver. Encerrado durante semanas en el pequeño departamento que compartieran, negándose a abrir una ventana, sólo abriendo la puerta para recibir los encargos de comida y de alcohol. Sobre todo los de alcohol.
Un escalofrío le recorrió la columna al mirar atrás, y caer en la cuenta por milésima vez que habían sido dos años de eso. Dos años de oscuridad.
¿Qué era ahora? ¿Tonos grises? No lo sabía, pero oscuridad no. Nunca más. Tal vez Jerry lo ayudara a que fuese color. Cualquier color. Desde luego lo había ayudado a salir, pero no sabía si lo podría ayudar a continuar. Y no era capaz de preguntárselo en serio, o por lo menos eso creía.
Por el rabillo del ojo vio una silueta que se detenía ante la entrada. Era algo que llevaba pasando desde que abrió, pero esta vez la pausa fue más larga. Alguien estaba mirando hacia el interior con real atención.
¿Un cliente genuino? ¿Tan pronto? Tal vez alguien interesado en saber cómo hacerse socio.
Se resistió a levantar la mirada, fingiendo estar concentrado en la pantalla del computador. Sin embargo la figura continuó ahí casi un minuto sin que Jaime viera alguna variación. Intrigado, alzó la vista.

sábado, 23 de mayo de 2009

De Regreso a la Vida: Prólogo.

VLADIMIR SPIEGEL


DE REGRESO A LA VIDA



PRÓLOGO


Era demasiado fácil. En realidad nunca lo era, pero se le hacía increíble pensar que alguna vez hubiese tenido un trabajo tan simple por delante. Entrar, mirar por una ventana, pulsar el disparador y salir. Todo en plena noche, en un lugar casi sin movimiento de gente, con una iluminación regular, con vecinos de hábitos tranquilos y de irse a la cama temprano.
—Fácil, pero no por ello sin riesgo —se dijo en voz baja aún sin salir del vehículo—. Un mirón que se asoma por la ventana en mal momento...
desde luego si alguien veía algo, si se notaba algo raro, pues entonces adiós al pago. Oh, el trabajo sería completado, pero sus instrucciones eran clarísimas: nada de testigos, nada de sangre y, sobre todo, nada de que parezca un asesinato. La muerte debía parecer por causas naturales.
Lo último no representaba en modo alguno un problema. Conocía como mínimo 6 formas diferentes de producir la muerte sin que quedara rastro alguno de intervención. Una parálisis total del cerebro, un ataque masivo al corazón, un paro respiratorio... y ninguna de ellas arrojaría el menor resultado en los análisis de laboratorio. Ni los modernos sistemas de búsqueda de bacterias... porque los venenos nunca habían sido de su agrado. El veneno tenía poco estilo. Desde luego era útil para un acto romántico, para una venganza, para dejar una marca.... pero no en su caso. El veneno era un arma cobarde en los asesinatos, y ella podía ser muchas cosas... pero nunca cobarde. Nunca utilizaría veneno, a menos que así se lo indicaran con completa claridad.
En este caso no era así. Más aún, debía parecer muerte natural. Evidentemente morir de algo que no aparecía en los exámenes médicos de rutina no parecería natural, y menos tratándose de un joven de tan sólo treinta y tres años... pero no sería ni la primera ni la última vez que algo así ocurría. Tal vez ni siquiera era la primera vez que se trataba de asesinato.
Lo de nada de sangre estaba resuelto. Sería el desintegrador sináptico, lo que dejaba el cuerpo intacto y sin mácula. Parecería la repentina acción del síndrome de Strianky que, aunque muy inusual en alguien tan joven, perfectamente plausible y sin investigación posterior... porque no habría nada que investigar. Si no querían sangre, pues no habría nada de sangre.
Claro que el método escogido tenía el «insignificante» problema de la sospecha razonable. Desde luego. El asesino no alcanzó a completar el trabajo porque el objetivo murió de causas naturales. Razonable, pero facilísimo de arreglar. Sólo una transmisión de un mensaje cifrado justo en el momento de oprimir el disparador, gracias al sistema remoto de envío. De esta forma, la hora del mensaje, hora local desde luego, sumada a la frase «Estoy matándolo en este momento» no dejaría lugar a duda... y si aún así el cliente era tan desconfiado como para seguir dudando, la determinación de la hora de la muerte por el patólogo sería la prueba final.
La dificultad real era lo de la falta absoluta de testigos.
En un barrio como este constituía un problema. No por la cantidad de gente o centinelas que podía circular, sino todo lo contrario. En un sector tan tranquilo, cualquier cosa fuera de lugar llamaba la atención y era recordada. Por eso se había detenido a seis calles. Más cerca podía hacer que alguien se asomara por una ventana. Oh, muy posiblemente alguien ya lo estaba haciendo en ese mismo momento, pero eran seis calles.
La investigación oficial, que sin duda se haría, y una extraoficial, que tampoco dudaba que se hiciese, visitaría todas las casas de cinco manzanas a la redonda. Procedimiento clásico. Pero no seis.
Podría haber estacionado más lejos, pero la mayor distancia también era un riesgo. Después de todo, si debía volver rápido a su vehículo para salir más rápido aún, la distancia tendría mucha importancia. Afortunadamente el VSA no llamaba demasiado la atención, pues había estacionado justo detrás de otro, y sin embargo había riesgo en ello.
En efecto el riesgo se debía a la caminata hasta el objetivo. También a entrar al jardín, pero ya había controlado la casa durante el día, y afortunadamente tenía una magnífica cobertura de árboles frutales. Cuando se moviese por el jardín, lo haría envuelta en las sombras. Pero tenía que llegar.
Por fortuna la iluminación de la calle tampoco era buena. Eso la ayudaría. Aún así era arriesgado si alguien veía una sombra caminando por ahí, a una hora de la noche en la que la mayoría de los residentes decentes del barrio estaban dormidos o acostados o preparándose para pasar la noche, una noche tranquila.
No por primera vez desde que era profesional pensó en adquirir un traje con camuflaje. Caro, pero muy razonable. Por una u otra razón nunca lo había hecho. Pero en cuanto tuviera el pago de este trabajo lo haría. Después de todo el monto le permitiría comprar diez de esos trajes, uno para cada día de la semana sigmana, y ella necesitaba sólo uno.
Claro, su venta a civiles era completamente ilegal, pero... lo que estaba por hacer era mucho más ilegal.
Tomó del asiento del acompañante la pequeña holoplaca y la activó. Había memorizado los rasgos del objetivo casi a la perfección, pero nunca estaba demás echar una última mirada, por si había algún detalle que antes se hubiese pasado por alto. No le preocupó en lo más mínimo que alguien viera desde una ventana el brillo de una holoplaca. Los cristales del vehículo estaban opacados, por lo que nadie vería nada hasta que ella abriese la puerta.
Primero apareció la imagen de cuerpo entero. Alto, un poco desgarbado, de piernas largas y manos grandes. Estaba vestido con ropa de ejercicio y el sudor le corría por la cara. Cabello rubio, hombros anchos, y en la camiseta el dibujo de la vía láctea.
Movió el dial y el rostro ocupó la holoplaca.
Frente amplia, nariz aguileña, pómulos altos, cejas espesas, labios finos... un tipo atractivo. Muy atractivo en verdad. Pero no se podía contemplar el rostro sin reparar en los ojos.
Con un par de gafas no se notaría, e incluso en un lugar oscuro tampoco si uno no sabía qué buscaba, pero ella, acostumbrada a los detalles reconoció los implantes oculares nada más mirar la imagen.
Eran buenos, pero muy lejos de ser los mejores. De otro modo habrían parecido ojos auténticos. Sin embargo la córnea facetada, el iris metálico...
Al objetivo parecía no importarle, pues el holo había sido tomado durante el día en un espacio abierto, posiblemente un parque, y los ojos no se ocultaban con gafas o algo parecido.
Apagó la holoplaca pensando si borrar o no la imagen por si acaso, pero en definitiva la dejó sobre el asiento del acompañante.
Salió del vehículo. Hasta aquí, ni el menor ruido. La puerta del conductor estaba bien mantenida... todo el vehículo estaba en perfectas condiciones. Después de todo lo había comprado con el último trabajo, hacía menos de un mes. Lo mejor era el colchón de aire para la puesta en marcha, que no hacía ni el menor ruido. De ahí, el uso de los impulsores de baja altura, al tomar el peso del ascenso también eran silenciosos como una monja de claustro.
Carrocería de politritanio y dilacita, capaz incluso de detener o desviar un disparo de plasma de baja potencia. Impulsores atmosféricos de vuelo alto fabricados por encargo, interiores hechos a mano y con cantidades de lugares donde esconder cosas. Un verdadero lujo. Se lo habían entregado hacía tres semanas, y casi buscaba pretextos para salir a dar una vuelta.
Pasó la enguantada mano por la superficie, cerró la puerta (en completo silencio) activó la alarma y se colgó del cinturón el avisador. La pequeña caja le mandaría una vibración si alguien tocaba el vehículo. Si alguien lo intentaba mover, la carrocería descargaría unos cuantos voltios suficientes para alejar a cualquiera. Si aún después de eso alguien intentaba forzar una puerta, entonces recibiría dos vibraciones en la cintura, al mismo tiempo que el vehículo se elevaba cinco metros. Casi a prueba de robos.
Sonrió complacida y comenzó a moverse.
Primero normal, como si fuese una visita llegando después de las diez... cerca de las once... o algún vecino que llegaba tarde del trabajo. Luego, en cuanto el primer tramo de oscuridad se la tragó, cambió. Ahora era algo apenas visto, una forma que, cuando salía a la luz se movía en un parpadeo hasta el siguiente tramo de oscuridad. Nunca durante el tiempo suficiente a la luz para merecer un examen que, medio segundo después, no estaba ahí. Descartable, olvidable, inexistente, nada. Cuando mucho confundida con un perro o gato callejero. Nada más.
Ahora la excitación volvía a apoderarse de ella. Todos los sentidos exacerbados por la descarga de adrenalina. Veía con claridad cada centímetro que iba a pisar, así como el entorno, pero no sólo gracias a las gafas nocturnas. Podía escuchar casi con claridad las voces que salían de las casas, por las ventanas abiertas al verano. Los músculos respondían como el entrenamiento en el gimnasio predecía. La piel se preparaba para el hormigueo que, luego de matar, le pediría compañía masculina en la cama.
Ni el menor ruido. Silenciosa como una gata sobre la suave alfombra del palacio presidencial de argaros tres.
Un pequeño guijarro en su camino. Se pasa de lado. Una rama caída de un árbol, ningún problema. Tierra suelta durante unos seis metros. Acomodar los pasos para apoyar primero la punta de los dedos, la planta y el talón. Nada de que preocuparse.
Finalmente estuvo a diez metros de la casa.
Aprovechando la sombra de una enorme encina, pasó por sobre el bajo muro sin ser vista. El mayor riesgo había quedado atrás, aunque tuviese que repetirlo en el camino de vuelta a su VSA, pero ya sabía lo fácil que en verdad había sido. Ahora estaba protegida por el bien cuidado jardín del objetivo.
Repasó sus datos.
Vivienda normal del sector urbano medio de Dianka: una sola planta con seis habitaciones. Sala de estar, comedor, dormitorio, estudio, baño y cocina. El objetivo era el único ocupante. Un camino de concreto rodeaba la casa por completo, facilitando así el control de todas las habitaciones. Hábitos del objetivo predecibles: Ingeniero comunicacional de buena calidad, se levanta temprano a diario, se acuesta a una hora prudente aunque algo después de la media por su afición a la red. A esa hora debía estar en el estudio, concentrado en la pantalla de su computador.
Aún así controló todas las ventanas, por si no estaba solo. La visita de una amante podía ser un verdadero problema. No en su trabajo, pero descubriría el cuerpo poco tiempo después de asesinarlo, y eso no le gustaba. No por traerle alguna verdadera complicación, pero no le gustaba. Estaba solo.
Lo encontró tras mirar en una de las ventanas que daban al patio de atrás. Sentado en una cómoda silla del estudio, con la vista fija en la pantalla del computador. Sus dedos se desplazaban veloces por el teclado, seguramente en algún arcaico salón de chat. Una afición tan antigua que era anterior a la colonización.
Se colocó en cuclillas a dos metros de la pared, y lo controló.
Estaba sentado de espaldas a la ventana desde la que lo veía, pero supo que era él al ver su imagen de medio perfil contra un espejo. Se había memorizado sus rasgos, y no tenía ni la menor duda.
Una sonrisa curvaba sus labios, seguramente entretenido en la charla que sostenía. Cerca de su mano izquierda tenía un vaso de cerveza a medio tomar, y en un cenicero descansaba una colilla. El ciudadano medio de Dianka, sin lugar a dudas. Pero no tenía el tipo de los drevianos. Era más alto y más delgado, como si su herencia fuese de un mundo de menor gravedad. Tal vez sus padres venían de Alcantar o Sigma. No lo sabía y no le importaba. Dentro de poco sería un cadáver.
No obstante era muy guapo, y como estaba excitada, se deleitó un momento observándolo. Los músculos se marcaban perfectamente bajo la camiseta que usaba, y para mayor deleite estaba sólo en ropa interior. Pero tenía que trabajar.
En completo silencio sacó el desintegrador sináptico del cinturón, comprobó la carga de la batería, levantó el arma hasta que la punta sobrepasó el marco de la ventana y apuntó. Ya podía sentir cómo el sastre del mercado negro sigmano le tomaba las medidas para su traje de camuflaje.
De pronto el dolor, un dolor imposible, se le instaló al costado izquierdo del cuerpo, justo en las costillas. Era tan fuerte que fue incapaz de emitir el menor sonido, siendo que debía estar chillando como un cerdo. La vista se nubló en un estallido de luces en todo su campo visual, y la sangre martilleó en sus oídos de forma enloquecedora. El dolor podía enloquecer a cualquiera.
Entonces, justo cuando creía que perdería el sentido, algo metálico se apoyó en la base de su cráneo. En el último segundo reconoció la forma cuadrada característica de una pistola nerviosa. A esa distancia, y en el lugar al que se pegaba el disparo sería mortal. Con el último rastro de conciencia, justo antes de que el arma disparara, entendió que la estaban esperando.
Había caído en una trampa, o un increíble sistema de seguridad rodeaba al objetivo.
El hombre enfundado en el traje de camuflaje retiró el estilete de las costillas de la mujer en cuanto su compañero disparó. En el más completo silencio se llevaron el cuerpo, sin preocuparse por la mancha de sangre. En cuanto el joven estuviese dormido sería limpiada, sin dejar el menor rastro de que algo fuera de lo común había ocurrido en su patio.Mientras se la llevaban, la caja colgada también de la cintura del cadáver vibró una vez, pues el vehículo estaba siendo abierto. El sistema de alarma alcanzó a emitir ese breve mensaje, pero después todos los mecanismos fueron anulados, y también desapareció sin dejar rastro.