sábado, 15 de agosto de 2009

De regreso a la Vida - Capítulo 5: Alcantaria (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA



CAPÍTULO 5:
ALCANTARIA.


La somera descripción que Amarelia le había hecho de la capital del Imperio Alcantarian cuando habían estado en el balcón de su departamento, no fue ni con mucho suficiente para que Jaime se hiciera una imagen de lo que en realidad era. Según ella los edificios destinados a habitación no superaban las veinte plantas, lo que tal vez era correcto. Sin embargo ya desde el monorriel Jaime divisó gigantescas torres no tan altas como las de Nueva Gales, pero sí muchísimo más amplias, con bastantes más metros cuadrados por nivel.
La ciudad estaba enclavada casi en el borde mismo del mar, pero ocupaba kilómetros de superficie en casi todas direcciones sobre una serie de cerros bajos. Asimismo ingresando una buena porción en el agua se alzaban amplias estructuras, que por lo menos desde el monorriel Jaime no fue capaz de determinar si eran para habitación o no.
Una gigantesca edificación llena de cúpulas y agujas dominaba una buena parte del paisaje desde lo que aparentemente era el cerro más alto de la zona, por lo que supuso que se trataba del palacio imperial.
De todos modos algo sí cuadraba de alguna medida con lo que Amarelia le había dado a entender. La ciudad se veía amplia. A diferencia de Nueva Gales, donde las torres estaban separadas por pocos metros unas de otras, en la capital alcantarana no había menos de cincuenta metros entre cada estructura, por muy baja que fuese. De esta forma el cielo era siempre visible y se presentaba la apariencia de espacios abiertos.
Mientras más se avanzara hacia el océano las construcciones iban disminuyendo de tamaño o eran edificadas de forma tal que, conformando una especie de escalera, la mayor parte de las construcciones disfrutaban de vista al mar. Finalmente, casi en el borde del agua, las edificaciones eran de pocos pisos —cuatro o cinco cuando mucho—, y por lo que alcanzaba a ver desde su cuarto en el hotel, de mucha elegancia.
Se había cambiado de ropa y desayunado, y pensaba en qué sería lo primero que debería hacer. No obstante permanecía de pie en el amplio balcón, mirando la ciudad pero pensando en Amarelia.
La primera vez que la había visto le llamó mucho la atención, pero no por su atractivo, que ya en ese momento estaba a la vista, sino por la cantidad de dudas que proyectara. Ese mismo día había aparecido de una forma completamente diferente cuando lo condujo a la entrevista con los dignatarios. Parecía reservada, segura y, al final, de sonrisa fácil. Después en su departamento otra vez había sido diferente. Mantenía una seguridad muy alta, pero había aparecido la coquetería alcantarana, y también resultó demostrado el que en verdad tenía una sonrisa fácil. Y finalmente en el Europa. Ahí la capitana Amarelia Discridali se había mostrado provocativa, ingeniosa, femenina y fascinante, sin exhibir ni el menor rastro de las dudas o inseguridad de su primer encuentro.
El gran problema para Jaime era que no podía determinar si todos los encantos que ella desplegara durante el viaje estaban dirigidos a la consecución de sus propios propósitos, fuesen cuales fuesen, o a un real interés en él. En cualquiera de ambos casos no podía negar que las horas pasadas en el elevador orbital, así como las cenas que compartieran, se le habían hecho tan breves que sin duda alguna ella era una compañía de primer nivel.
Finalmente estaban los increíbles besos poco antes de llegar. Todavía sentía la presencia de Amarelia en su boca, de una forma que se le antojaba imposible de olvidar. Por el contrario, esperaba tener la posibilidad de volver a besarla, aunque sólo fuese una vez más. Claro que ello podía ser imposible, pues le tenía una sorpresa preparada a la fascinante capitana.
Entró otra vez en la amplia y lujosa habitación con la intención de trabajar en la lectura de las fichas de Takamura y Perryman, pero antes de ello sacó de su maleta una caja metálica que Susan le había regalado. Extrajo un barredor que, a diferencia del que Brecyne había usado en su departamento en sigma, parecía ser de oro sólido, y algo más largo. Giró la base y en la punta superior apareció una diminuta luz roja parpadeante.
Jaime hizo cuanto pudo para evitar una carcajada. No dudaba ni por un segundo que el vehículo que Nesuv le había ofrecido, sin importar el modelo o si era o no para altitud, contendría algún dispositivo de seguimiento. En gran parte por eso lo rechazó. Pero la luz del barredor estaba roja, lo que quería decir que en la habitación había alguna clase de dispositivo de vigilancia.
Movió la varilla hasta que la luz dejó de parpadear para transformarse en continua, y encontró, junto a la cama en la mesa de noche, una lámpara inofensiva. Al levantarla encontró en la base un diminuto disco de color negro, que resultó ser, luego de un nuevo examen de la barra de oro, un micrófono de una potencia sorprendente.
—Saludos, Coronel Nesuv —dijo con voz bastante alta junto al disco—. ¿Sería posible que nos reuniéramos, tal como le dije ayer? Espero que recuerde nuestra charla.
Menos de un minuto después, cuando ya había encontrado otros tres dispositivos minúsculos de espionaje, una encantadora voz de mujer le anunció que tenía una llamada.
—Gusto en ver que ya está acomodado, Jaime.
El uso de su nombre le daba a entender que la línea era segura. Por lo menos eso esperaba, pues respondió:
—Tal y como les dije a los cinco en sigma, tengo medios suficientes para saber si soy o no seguido.
—No puede culparme por intentarlo, ¿verdad?
—Claro que puedo, y lo hago. Si quieren que lleve a término mi trabajo, el cual no me entusiasmaba ni lo hace ahora, tienen que respetar mis reglas.
—¿Preferiría que consiguiera a la capitana Discridali para que intentara vigilarlo?
—Si sigue insultándome, coronel, no pienso permanecer ni un minuto más en este planeta.
Jaime notó, realmente encantado, que en los ojos de la mujer aparecía una genuina expresión de temor.
—Lo lamento mucho, Jaime. Son hábitos de muchas décadas en el control de personas en este mundo.
La disculpa parecía honesta, pero para él todavía no era ni con mucho suficiente. A fin de cuentas quería ver si era posible hacerla sudar un momento.
—Vine con la claridad de que deberé alterar mis hábitos, coronel. No he tenido tratos casi con la gente de su mundo. Por el contrario imagino que usted ha tenido ya tratos con sigmanos antes. Trate de evitar los insultos a mi inteligencia, mi forma de proceder y a mi vida personal. Y por favor, no me subestime.
»Ahora bien. ¿Se dejará de juegos de una buena vez y trabajaremos?
Resultó evidente que Nesuv no estaba ni por asomo acostumbrada a que le hablaran en el tono que había usado, pero si tenía una réplica, se la tragó.
—Mis disculpas. Veré que todo cuanto se instaló en su habitación sea retirado, Jaime.
—No se preocupe por eso. De seguro que ya me haré cargo yo.
Otra vez la expresión de temor.
—¿Cree posible encontrar todo?
—Le acabo de decir, coronel, que no me subestime. ¿Comenzará de una vez a respetarme?
—Vuelvo a pedirle disculpas. En mi cargo actual el respeto tiene que ganarse.
No era una verdadera respuesta, pero la dejó pasar. Por lo menos por esta vez, y en realidad la coronel se había anotado ya unos cuantos puntos en contra. Volvió a pensar que como sospechosa estaba descartada, reafirmando en ese momento que sí sería un problema.
—Bien, ¿es posible entonces que nos reunamos, coronel?
—Llámeme Patricia, Jaime.
—El respeto es algo que tiene que ganarse, coronel.
Esta vez la mujer inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Desde luego, tiene que ganarse. Sí, creo que no existe problema alguno para que los tres nos reunamos. ¿Tiene inconveniente en que nos movamos a su habitación en el Luna de París?
—En lo absoluto.
—Estaremos a la hora de almuerzo con usted, Jaime.
—Muy bien, las espero entonces, si es que el aparecer en la habitación de un simple conferencista no constituye un problema de seguridad.
—No se preocupe por eso. A la una de la tarde, entonces.
Jaime asintió y cortó la comunicación.
Quince minutos después se encontraba listo para sumergirse en las fichas que todavía no leía. Claro que también estaba altamente sorprendido. Tenía un total de treinta dispositivos minúsculos de seguridad, cada uno más oculto que el anterior. Al parecer Nesuv no lo subestimaba tanto como parecía.
Antes de entrar a estudiar la ficha del médico de la familia imperial, sacó la cámara del bolso y le insertó un rectángulo de ocho por doce centímetros de papel, del pequeño cuadernillo que, en una muestra de buen gusto, el hotel había dejado en el escritorio de su habitación. Un par de segundos después tenía en la mano la foto de Amarelia flotando en gravedad cero, mirándolo con una sonrisa de inocencia en el rostro.
—Una excelente fotografía —dijo en voz alta, mientras depositaba la imagen junto a la caja de resguardo.
Si por alguna razón no se concretaba la salida a bailar, por lo menos le quedaría algo de la hermosa mujer.
Glen Takamura, a diferencia de los otros tres, no había tenido que escalar o pelear para llegar a ocupar la alta posición de médico de la familia imperial. En ese rango habían otras personas, casi veinte en total, pero Takamura constituía la cabeza del equipo, y el único que podía denominarse genuinamente como Médico Personal. Hijo de padres de noble familia, Takamura ya contaba desde la infancia con el favor de dignatarios de muy alto rango. Para mayor su madre era una médico de reconocida fama, y cuando su hijo salió del instituto de medicina y genética del imperio, tenía un trabajo asegurado en el seno del palacio imperial.
Desde entonces había ido subiendo de forma lógica y esperable según su puesto y condición social. Finalmente, hacía ya más de cien años, había alcanzado el rango de médico imperial, aunque la información destacaba que ello no sólo se debía a su nombre.
Takamura era un médico extremadamente competente, además de ser uno de los farmacéuticos de mayor renombre en el Imperio. Junto con el Instituto de Genética y Biología, era uno de los autores de la más eficaz vacuna contra el mal de Saria, condición que había resultado ser todo un problema hasta hacía ochenta años, momento en el que se desarrollara dicha vacuna.
El hombre era conocido en los círculos médicos de toda la Unión, y de tanto en tanto viajaba a dictar conferencias o participar en encuentros de medicina general. En una de las últimas conferencias, dictada hacía ocho años en la Tierra, Takamura había sido galardonado con la Estrella de la Unión, premio que se entregaba cada diez años a los personajes más destacados de los mundos independientes.
Dos años después de eso, durante el desarrollo de un simposio sobre medicina y terraformación en Alfa del Centauro, el hombre había comenzado a establecer las bases para un innovador sistema de supervivencia para los equipos terraformadores de la Unión.
En cuanto a la información personal, Takamura contaba en la actualidad con saludables doscientos quince años, lo que casi hizo respingar a Jaime.
Un hombre tranquilo de hábitos predecibles, que permanecía soltero. No obstante gozaba de un historial bastante amplio de amantes, lo que en realidad no era de extrañar, dada su edad. También se recalcaba que Takamura tenía una tendencia considerada como «poco recomendable» por la seguridad alcantarana, que lo llevaba a participar en actividades de muy alto riesgo. Entre ellas se mencionaba el salto orbital, la escalada de alta montaña sin equipo, el buceo de profundidad y una fascinación por ocultarse durante días de los elementos que lo protegían. Así por ejemplo, le encantaba recorrer solo las calles de la capital, sin preocuparse de que el ciudadano medio lo reconociera.
Afortunadamente, como se había recalcado, sus hábitos eran totalmente predecibles. Por lo mismo las fuerzas de seguridad sabían con relativa claridad cuándo haría alguna de estas actividades.
Jaime se preguntó en el acto si Takamura se había escapado de sus seguidores en las fechas cercanas al día en el que debía recibirse el mensaje de Redswan. En efecto el doctor había desaparecido durante tres días, en el que el segundo era la fecha que Jaime había delimitado. La seguridad alcantarana afirmaba que el doctor no había salido de la ciudad, cosa que Jaime no dio por sentada. Además, habían tres de las siete coordenadas del mensaje cerca del centro de la ciudad.
Algo más a investigar.
Miró también las imágenes disponibles de Takamura, que en su caso resultaron ser muchísimas. Como estaba normalmente en el palacio imperial, resultaba fácil captarlo. Una cantidad impresionante de ellas lo mostraban con los propios emperadores, y Jaime se preguntó qué edad tendría el matrimonio. La emperatriz se veía mayor, de unos ochenta años sigmanos, y recordó que cuando le habían preguntado lo que sabía sobre la familia imperial dijo que rondaban los ochenta o noventa años. Desde luego eso resultaba, a la vista de la información que manejaba ahora, totalmente imposible. El emperador por su parte parecía ser incluso mayor, aunque en su caso daba lo mismo. Según creía entender, mientras Brecyne gobernaba en casi todos los aspectos, el poder ritual y simbólico recaía principalmente en la emperatriz.
Encontró también una serie de imágenes en las que se veía a Takamura con un grupo de hombres y mujeres mucho más jóvenes, entre las que resaltó Nadelia Perryman. Creía recordar que Brecyne le había mencionado que Takamura era en muchos aspectos el maestro de la mujer, por lo que en realidad no era raro verla ahí. En el hecho había visto en las fichas anteriores imágenes en las que aparecían más de uno de los miembros del grupo Dibaltji.
Se planteó entonces si entrar o no a revisar la última ficha que todavía le faltaba. Ya era casi mediodía, y las dos mujeres estarían a la una en su habitación. Llegó a decirse que revisar la ficha de Perryman era una pérdida de tiempo, pues quería iniciar el real trabajo de investigación en terreno, pero no haría eso. La información era fundamental en su trabajo, y en especial la de alguien de un círculo tan cerrado.
Observó la extensión del legajo de Perryman, y prefirió esperar a después de la reunión.
Volvió a asomarse al balcón y contempló la costa, a algo así como un kilómetro de distancia. El cielo estaba nublado y corría una brisa algo fría. A él no le molestaba, acostumbrado como estaba al clima de Nueva Gales, pero a la distancia veía figuras abrigadas. En su campo visual tenía un embarcadero y se encontró pensando si el velero de Nigale estaría entre los que veía.
Magnificó la vista y pudo captar a un hombre que se paseaba por la cubierta de uno de los yates, hablando en voz alta y gesticulando con los brazos en lo que parecían ser instrucciones para un grupo de otros hombres y mujeres que ajustaban los aparejos.
El implante retinal ya estaba perfectamente calibrado.
A la una en punto llamaron a la puerta. Desde el balcón respondió con un simple «adelante», y la puerta se abrió en el acto para dejar entrar a Brecyne y Nesuv. Ambas usaban amplios y casi ridículos sombreros de ala ancha, vestían ropas de diseño fileriano y, en el caso de Brecyne la trenza había desaparecido dando paso al cabello suelto. En el caso de Nesuv el cambio iba en sentido contrario, pues la cabellera normalmente suelta aparecía anudada por lo menos en tres lugares a la espalda. Finalmente ninguna usaba los anillos de las orejas y frente, aunque los de la cabeza sí estaban, ocultos en los sombreros.
—Gusto en volver a verlo, Jaime —dijo Brecyne, descubriéndose la cabeza.
Él le dedicó una sonrisa y una inclinación del tronco como respuesta. Sin embargo su atención se mantuvo fija en Nesuv.
—Coronel Nesuv, esto es de su propiedad.
Le depositó en la mano casi todos los dispositivos que había encontrado y desactivado, lo que provocó que la ejecutiva abriera mucho los ojos.
—Como dije, me disculpo por ello —respondió la coronel, con humildad en su voz. Sin embargo Jaime creyó ver que una nota de triunfo aparecía fugazmente en sus ojos.
—Esto también es para usted, si me lo permite —dijo al tiempo que le entregaba una hermosa rosa fileriana y el triunfo se borraba de sus ojos—. Fue difícil encontrar la holocámara en ella, pero el peso, por muy pequeño que fuese, la delató. No quise retirarla del pétalo, ya que no me gusta perder la oportunidad de entregarle una flor a una hermosa mujer como usted.
Jaime, que había mantenido una sonrisa durante estas palabras, la borró de plano antes de agregar:
—¿Seguirá subestimándome?
—En lo absoluto —respondió Nesuv—. Se ha ganado usted mi respeto, Jaime.
La mujer dobló ligeramente el tronco al estilo sigmano, inclinó un poco más la cabeza y extendió las manos con las palmas hacia abajo.
Jaime permaneció un momento confuso, pues el gesto no le resultaba familiar.
—Patricia le está ofreciendo su amistad, Jaime —intervino Brecyne tras un momento—. Al mismo tiempo reconoce que usted es su igual, o tal vez su superior, en cualquiera sea la relación que tengan a partir de este momento. Por eso las palmas están hacia abajo.
Durante todo este tiempo, Nesuv había permanecido con los ojos clavados en el suelo, sin mover ni un músculo, esperando una respuesta de su parte.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Inclinarse, tomar sus manos y volvérselas hacia arriba. Esa es la forma alcantarana.
Jaime pensó que en realidad estaba algo harto de la forma alcantarana, por lo que en lugar de hacer lo que Brecyne le había dicho, tomó a Nesuv por los hombros, la obligó a mirarlo a la cara y le ofreció la mano.
—Prefiero el estilo sigmano, si no le importa, Patricia. Nada de superioridad de nadie sobre otro. Prefiero mil veces la compañía de iguales.
La mujer le estrechó la mano y por primera vez, pudo ver en su rostro una sonrisa genuina.
Un punto para mí, se dijo, preguntándose si la competencia con Nesuv había terminado. Eso sólo dependería de ella, y lo siguiente que dijo lo confirmó.
—Haré que el operativo de seguimiento previsto para ti sea desactivado, Jaime. Y espero que me permitas tutearte, como tu amiga.
Él asintió y le sonrió. Necesitaba a Nesuv como aliada, y si en efecto se había ganado su respeto, la información que ella pudiera entregarle tal vez resultaría crucial.
Brecyne, que no se había perdido detalle, le dedicó una mirada muy profunda a Patricia. Ella, todavía sonriendo, le mostró todos los dispositivos de vigilancia y se encogió de hombros.
—Por mucho que hubiésemos acordado no seguirlo ni protegerlo cuando lo entrevistamos en Sigma, mi trabajo es brindarle protección a quien esté enterado de la identidad de Dibaltji, lo quiera o no.
—Pero Jaime te ha superado, ¿es eso?
—Más que eso. Me ha puesto en ridículo.
Brecyne se giró y lo taladró con la mirada durante un momento.
—Hasta donde creo, es el primer extranjero que logra algo así, Jaime. Tiene mi respeto por hacerlo.
Se acomodaron en los amplios sillones del interior de la habitación, pues por una parte el frío otoñal era demasiado para ellas y, en segundo lugar, no podían arriesgarse a ser reconocidas al estar en el balcón.
—Para comenzar les diré que las fichas de seguridad resultaron sumamente útiles.
—¿Terminaste de usarlas? —preguntó Patricia en el acto.
—No. Me falta todavía por revisar una de ellas. De todos modos hasta aquí puedo descartarlas a ustedes dos como sospechosas.
Observó a las dos mujeres con atención, tratando de que no se notara, y reparó en que ambas emitían un casi imperceptible suspiro de alivio.
Jaime les explicó a continuación todo cuanto había descubierto a partir del descifrado del mensaje. Al decir que había logrado extraer la información, ambas insistieron en saber qué era lo que debía hacerse para conseguirlo, pero él se negó en redondo.
—Todavía debo saber si los demás están o no involucrados en esto. Si les digo lo que sé, podrán desencriptar el mensaje y obtener una serie de coordenadas que por ahora prefiero guardarme.
—¿Por qué? —preguntó Brecyne.
—Como me dijo la noche que fue a mi departamento, los demás son amigos. Algunos íntimos y por eso mismo existe la posibilidad de que intenten una investigación propia, que termine afectando la mía. Sé que podría dejarlo a partir de aquí en las manos de la seguridad alcantarana —se apresuró a decir cuando Patricia estaba por hablar—, pero sería confiar en que la amistad no intervendrá en lo que descubran. Además me contrataron y me pagaron un anticipo por investigar esto, y pretendo terminarlo, si es que puedo. Cuando se termine, les entregaré todo lo que he hecho, sin reservarme nada de nada.
Las mujeres se miraron un momento y luego asintieron al mismo tiempo.
—Será como dice, Jaime —concedió Brecyne—. Hasta aquí ya ha demostrado que hicimos lo correcto al acudir a usted.
Jaime inclinó la cabeza en reconocimiento, y a continuación explicó cómo quedaban descartadas del grupo de los sospechosos.
—¿Y ahora qué viene? —preguntó la ejecutiva.
—Para comenzar, como le dije a Patricia cuando todavía no llegaba, quiero poder reunirme en privado con los cinco. Uno por uno, y no cuando sea mejor para ustedes, sino cuando yo lo estime pertinente.
—¿Para qué? —preguntó ahora Patricia.
—En el caso de ustedes dos, que ya no son sospechosas, quiero discutir un par de cosas de interés para el caso, pero a solas. Tratándose de los demás, para poder hacer algunas preguntas que me parecen pertinentes sin que tengan tiempo de prepararse para mi llegada.
—¿Quieres abordarnos cuando no sepamos que aparecerás?
—Una de las mejores armas en este juego es la sorpresa. Quiero encontrarme con todos en su elemento, pero sin que puedan preparar el entorno para recibirme.
—Eso supone unos cuantos problemas de seguridad —dijo Patricia en tono pensativo—, pero creo que no es muy difícil de arreglar, si es que necesitas que sea así.
—Créeme si te digo que es necesario.
Ella asintió, pero acto seguido miró a Brecyne.
—Me parece razonable —dijo de inmediato la ejecutiva.
Jaime estuvo por decirles lo que sabía y podía suponer sobre algunas de las actividades de Amarelia, pero prefirió guardarse, por lo menos durante un tiempo, esa información. Era mejor contar con todos los antecedentes antes de tomar realmente una decisión.
Unos momentos después Brecyne se puso de pie y se colocó el enorme sombrero.
—Será mejor si esta vez salimos por separado, Patricia.
La mujer se encaminó a la puerta y Jaime la acompañó. Lo observó durante un instante, sin que él lograra sustraerse a la hermosura de sus ojos cobrizos. Entonces, justo antes de marcharse, Brecyne depositó un tenue beso en los labios de Jaime.
—Ya no soy sospechosa.
Acto seguido se marchó, dejándolo con la sensación de que tenía que hacer con ella algo como lo que acababa de ocurrir con Patricia. Necesitaba confiar en Brecyne, pero sentía que no podría hacerlo mientras se le insinuara. Además no estaba para nada seguro de si él quería que dejara de hacerlo.

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