sábado, 27 de junio de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 3: El Mensaje (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA

CAPÍTULO 3:
EL MENSAJE

A la mañana siguiente, luego de desayunar, volvió al trabajo. Descubrió, consternado, que al usar el programa antiguo para volver a compilar el mensaje el archivo resultante no alcanzaba el tamaño total. Muy por el contrario ahora pesaba el catorce punto tres por ciento del original.
De todos modos ejecutó el mensaje. Esta vez volvió a aparecer el informe de error.
ERROR DE GENERACIÓN
CÓDIGO FALTANTE

Buscó en el texto descompilado uno de los bloques que había anotado. Al ver la información entendió que usar el programa antiguo había sido una buena idea. Antes y después de cada bloque de líneas inocuas habían símbolos ocultos que tenían como función el que la ejecución del programa las ignorara. Líneas escritas pero ocultas de la ejecución mediante código oculto para una compilación moderna.
El que hubiese ideado el mensaje, sabía muy bien lo que debía hacer, y también lo que cualquier servicio de inteligencia haría. No obstante seguía sin encontrarle sentido a ello. ¿Cuál era el objeto de darse el trabajo de escribir texto que sería ignorado por el mismo programa en el que se encontraba?
Abrió el mensaje una vez más.
LO ESTOY MATANDO EN ESTE MOMENTO.
Fondo blanco con texto negro. Otra peculiaridad. No era tridimensional, como la inmensa mayoría de los mensajes en la Unión. No era imagen sino sólo texto. Finalmente el texto no era gris en fondo negro, sino negro en fondo blanco. Eso aumentaba el tamaño, pero no al nivel que presentaba el archivo descodificado. Y lo que él había recuperado no llegaba ni al quince por ciento del original. Un verdadero misterio.
Abrió entonces el registro de activación del programa que había descompilado el archivo y lo leyó con mucho cuidado.
El inicio del trabajo era normal y corriente en todos los aspectos. Primero la identificación del tipo de código, compatible con el programa, por antiguo que éste fuera. Luego la indicación del tiempo para la extracción, que era asumido de forma automática. Tiempo real según programa original. Luego la identificación de la fecha de creación, la cantidad de líneas total, los diferentes bloques a organizar y el proceso en sí de descodificación. Al final de todo, la instrucción de desplegar el texto resultante en dos dimensiones. Todo completamente normal.
¿Dónde estaba el código faltante? Tenía algo así como la séptima parte del total, y desde luego eso hacía que arrojara el error de código faltante.
Volvió a ejecutar el archivo compilado la noche anterior, pero en esta oportunidad redujo la velocidad de la simulación de envío, con el objeto de estudiar los pasos que el programa seguía hasta antes del error.
INICIANDO ENVÍO
BUSCANDO CÓDIGO
PORCIÓN UNO ENCONTRADA
PORCIÓN UNO NO COMPLETA
PORCIÓN DOS NO ENCONTRADA
PORCIÓN TRES NO ENCONTRADA
PORCIÓN CUATRO NO ENCONTRADA
PORCIÓN CINCO NO ENCONTRADA
PORCIÓN SEIS NO ENCONTRADA
PORCIÓN SIETE NO ENCONTRADA
Tenía entonces la primera porción del archivo. El resto no existía o permanecía oculto. Si no existiese el mensaje no habría podido enviarse, lo que era ridículo. Estaba listo para salir, esperando tan sólo la indicación de fecha y hora. Por consiguiente debía estar oculto por alguna parte.
—La mejor manera de ocultar algo es a simple vista —dijo en voz alta, tratando de pensar con claridad.
A simple vista era el propio mensaje. Volvió a abrirlo y contempló durante un largo momento el rectángulo blanco. Tenía que estar ahí, pero no veía dónde.
Tomó un anotador digital y recuperó la primera línea que había encontrado de texto inútil. La estudió por un momento, pensando que por ahí debía también de estar una de las respuestas, pero al final, sumamente frustrado y sin ideas, salió a caminar por la nave. No estaba mentalmente cansado, por lo menos no todavía, pero si seguía sentado frente a su computador sabía que comenzaría a arrojar cosas. De todos modos la cuestión seguía en su mente. Sentía que el color de fondo tenía algo que ver en el problema, pero no era capaz de determinar la solución.
Llegó hasta uno de los gimnasios y contempló sin mucho interés el interior, a través de las puertas de cristal. Un grupo de hombres y mujeres se ejercitaban en modernas máquinas gravimétricas, y durante un momento se planteó la posibilidad de regresar a su cuarto y ponerse ropa de deporte. Tal vez la actividad física lo ayudara a concentrarse.
Se detuvo en una mujer que pedaleaba con mucha fuerza en una bicicleta estática. A pesar de ser sólo un aparato de ejercicios, tenía rayos en ambas ruedas, lo que entregaba una real apariencia de movimiento.
Jaime no se dio cuenta de que su mirada parecía concentrada en la figura de la mujer que ocupaba la bicicleta, hasta que se lo hicieron notar.
—¿Le gusta la vista, Jaime?
Estaba por volverse para mirar a quien le había hablado, cuando la voz volvió a sorprenderlo.
—Carai, hacía unas décadas que no veía algo así.
—¿Algo como qué? —preguntó, girándose ahora y reconociendo a la capitana Discridali.
—Código de vocales, como le decíamos con mi hermano.
Discridali señaló el anotador, que Jaime había olvidado por completo.
—¿Conoce usted esto, Amarelia?
Algo en la mirada de Jaime debió sobresaltarla, pues la mujer retrocedió un paso.
—Bueno, no es ningún misterio. —ella tomó el anotador y examinó la línea de código.
«2SP1C34+D2+T2XT4+2N+BL1NC4»
—Bueno, no estoy del todo segura, no soy desencriptadora como usted, pero esto me suena de mi infancia. Mire: reemplace cada número con la vocal correspondiente en el número que desde siempre le hemos dado. La A es el número uno, la E el dos y así. Esta línea diría... —ocupó el anotador un momento y se lo mostró.
«ESPACIO+DE+TEXTO+EN+BLANCO»
—¿Lo ve? En este caso, de una forma algo burda, los espacios están reemplazados por el signo más.
—Texto de código aparentemente inútil, programado para ser ignorado durante la ejecución —dijo Jaime en voz baja.
Se giró y volvió a concentrar la mirada en la bicicleta. Los rayos de ambas ruedas giraban a mucha velocidad, desdibujándose y creando imágenes.
—Tiene lindas piernas esa mujer —dijo Amarelia luego de unos momentos, en los que ambos miraron cosas totalmente diferentes—. ¿Encuentra interesante la vista, Jaime?
—Muchísimo —respondió, sin entender que hablaban a kilómetros de distancia—. La velocidad del movimiento transforma los rayos en objetos más grandes y el mismo movimiento hace que cambien de color.
—Claro, es una cuestión óptica. El ojo no es totalmente capaz de seguir esos movimientos —respondió ella, otra vez desconcertada.
Jaime se volvió nuevamente a mirarla. Aparentemente ella estaba en un plan parecido al suyo, pues no vestía nada ni remotamente deportivo.
—¿Y si faltaran, digamos tres o cuatro rayos en la rueda, qué pasaría con el efecto?
—Bueno, se notaría algo. Una vibración o un... espacio, una fluctuación. Sí, eso. Una fluctuación.
—¿Conoce usted la antigua técnica de píxeles?
—Pix... píxeles. Algo me suena.
—Primero fueron puntos. Círculos que en la antigüedad eran considerados diminutos. Luego, con el mejoramiento de las técnicas de imagen los puntos pasaron a ser cuadrados. Ordenando los píxeles de diferente forma según color o simplemente por meras tonalidades de brillo, se formaban las imágenes.
—Una técnica arcaica —dijo Discridali—. Induce a error de percepción ocular.
—Sí, pero tiene sentido si se quiere inducir al error. Nuestras imágenes no permiten hacer eso, pues no son puntos o cuadrados sino los genuinos fotones que forman una reproducción completa y fiel de lo registrado.
Durante un momento Jaime se perdió en los profundos e inteligentes ojos de ella y, por primera vez desde que tenía tratos con las mujeres alcantaranas, no fue él quien retiró la mirada.
—Quería... quería preguntarle, Jaime, si le gustaría almorzar conmigo esta tarde. Es decir, si no tiene nada que hacer...
—Este código de vocales, Amarelia, dice que lo usaba con su hermano. ¿Para qué lo usaban?
—Bueno... en realidad tampoco es un secreto. —ella ahora se colocó visiblemente incómoda, y por primera vez él notó una de sus reacciones, ya que las demás le habían pasado de largo—. Lo usábamos para que nuestros padres no entendieran lo que nos decíamos de consola en consola.
—¿Un medio de distracción?
—No. Nos pasábamos información importante, Jaime. En... realidad importante para los siete y diez años.
Él la tomó por los hombros y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Me encantaría poder almorzar contigo, pero creo que hoy no. ¡Eres un genio!
Jaime salió disparado, dejándola con la mano en la mejilla en la que la había besado.
En cuanto entró en su camarote volvió a llamar el mensaje.
Abrió la boca para interrogar en voz alta a su computador, pero recordó que podía ser algo arriesgado hacerlo así. Tocó distraídamente el dorso de su mano derecha con el pulgar de la izquierda, y se acercó al escritorio para trabajar directamente en la consola.
Lo primero que hizo fue comprobar el truco óptico. Redujo la velocidad de trabajo de la porción del equipo ocupada por el mensaje. En un primer paso a la mitad. No era apreciable ningún cambio. Un rectángulo perfecto de color blanco, con letras negras.
Redujo entonces el tiempo un poco más. Un minuto por hora, y entonces lo vio. Se producía una vibración. Sumamente rápida, pero apreciable a simple vista. Una vez más alteró la velocidad. Un segundo por hora, y el truco quedó perfectamente a la vista. Siete franjas de color avanzaban por el rectángulo en la misma sucesión, una y otra vez. Comenzaban a la izquierda y recorrían el rectángulo siempre en el mismo orden y todas con el mismo ancho.
—Haz girar los siete colores básicos, los siete colores visibles del arco iris, con la suficiente velocidad y lograrás el blanco. Siete colores, siete porciones del código.
Con eso resolvía una parte del misterio, pero faltaba otra.
Amplificó la esquina superior izquierda del rectángulo, tomando un área de medio centímetro cuadrado, hasta que ocupó un cuadrado de casi medio metro. Seguía siendo un blanco sólido a la velocidad normal.
—No me lo trago —dijo en voz baja.
Volvió a tomar un cuadro de medio centímetro y lo magnificó de la misma forma anterior. Ahora era visible algo. Una especie de granulado tan pequeño que no resultaba fácil determinar qué lo conformaba.
Detuvo por completo la velocidad del mensaje, apareciendo ahora una porción de color rojo. Magnificó la imagen al doble y descubrió, atónito, que el rectángulo del mensaje estaba formado por números. Unos y ceros agrupados en fracciones de treinta y dos.
Unos y ceros.
—Por el Árbol Fundador... —dijo reclinándose en la silla.
Durante miles de años la informática había evolucionado sin pausas, aceptando y rechazando modelos uno detrás del siguiente. Equipos cada vez más potentes y más pequeños, con formas de almacenamiento cada vez más pequeñas y más eficientes, con infinidad de formas de programar... pero algo que nunca se había podido abandonar del todo era la base. Un sistema de interruptores en la forma de unos y ceros.
Todo el código del mensaje, la totalidad del programa tanto en el texto como el sistema de envío estaban a la vista en un rectángulo de ocho por quince de color blanco.
El código extraído del archivo era sólo la séptima parte, porque al descompilar se hacía en tiempo real, recogiendo entonces los números sólo del primer bloque, de la primera porción, del bloque rojo, porque el primer color del arco iris era el rojo.
El texto inocuo, las líneas de código de vocales como le llamaba Discridali, debían por fuerza tener la utilidad de concretar el rectángulo. Al estar formado por unos y ceros, las letras negras se formaban por la ausencia de un bloque de números. Si se eliminaban todas estas líneas de código de vocales, era posible que el rectángulo no quedara perfecto o que las letras se vieran deformadas. No estaba seguro, pero estaba dispuesto a apostar su cabeza a que tenía razón.
Abrió el compilador con el que había sido hecho el mensaje, y llamó el archivo original. Antes de intentar la descodificación, alteró el tiempo para la extracción en la función de tiempo real a una milésima de segundo por hora. Si funcionaba como se suponía, el programa identificaría que se trataba de siete grupos de unos y ceros en lugar de sólo uno.
Quedaba una última cuestión. Era necesario un interpretador. Una especie de procesador que interpretara los grupos de unos y ceros para transformarlos en el código correcto. No podía estar incorporado en los propios números, pues no se podía interpretar a sí mismo.
En las letras negras no estaba, porque sólo eran espacio en blanco de bloques numéricos.
—La mejor forma de ocultar algo es a simple vista —repitió.
Tomó el primer trabajo de los alcantaranos y examinó con mucho cuidado el algoritmo para la fecha. Totalmente normal, salvo por un detalle. Contenía un interpretador de números binarios.
—A simple vista, Jaime.
Con el tiempo para la extracción alterado, inició el proceso de descompilado. El programa le anunció que tardaría ocho horas, por lo que Jaime se puso en contacto con la habitación de la capitana Discridali, para aceptar la oferta de almorzar juntos.
«Una mujer realmente hermosa e intrigante, la capitana Amarelia Discridali —pensó mientras se vestía para el almuerzo—. Realmente intrigante.»
el encuentro con la mujer fue agradable como el de la noche anterior, con la diferencia que, gracias a él y al arrebato frente al gimnasio, ahora se tuteaban.
Jaime se sentía muy animado. El haber podido resolver el enigma del mensaje le hacía pensar que se había logrado quitar un peso muy grande de encima. Por lo mismo, y gracias al encanto natural de Amarelia, logró olvidarse casi por completo del trabajo durante las dos horas que pasaron juntos.

Esa tarde Jaime la pasó leyendo la información restante de Dibaltji. No le resultaba fácil, pues cada tanto consultaba el reloj, esperando que la descompilación terminara antes. Por otro lado Amarelia le había propuesto un par de actividades tentadoras, como ir a nadar a una de las dos piscinas del Europa, o aprovechar el salón de juegos para una partida de billar. El juego era atractivo, pero en más de una oportunidad se le apareció la imagen de ella en lo que casi de seguro era un minúsculo traje de baño.
Sin embargo debía trabajar.
Dibaltji era un teórico. Durante los primeros años en la Galacom se había dedicado a desarrollar mejores sistemas de transmisión y recepción. No obstante desde un par de años atrás había ingresado al departamento físico de la empresa, en el que intentaba llevar a la práctica una teoría propia de comunicaciones.
Milenios atrás la velocidad de la luz había constituido el único límite posible para las comunicaciones. Nada podía ir más rápido que la luz en el universo. Cuestión que se había refutado a poco de iniciarse la colonización, ya que la tecnología de portales de salto y los agujeros de gusano desmentían ese «nada». Precisamente por el uso de la tecnología de salto, la velocidad de las transmisiones se había quintuplicado, pero, mientras la materia podía moverse a velocidades imposibles en un salto, las comunicaciones mantenían el límite de cinco veces la velocidad de la luz.
Durante siglos se habían desarrollado innumerables experimentos para hacer pasar por un portal un flujo de datos, sin el menor éxito. Por lo demás, el lograrlo implicaba que uno o más de un portal debían funcionar ininterrumpidamente, lo cual era una locura.
Dibaltji sostenía que era posible penetrar la trama interespacial e interdimensional con flujos de datos, si se lograba encontrar la frecuencia de emisión correcta que cruzara las diferentes dimensiones. Para ello era necesario un emisor de señales que todavía no existía, pero lo fundamental era encontrar el punto espaciotemporal mediante el cual podía accederse a lo que él llamaba «Velocidad Absoluta». Esta velocidad, según él, estaría reservada, lamentablemente, sólo a datos. La materia quedaría fuera de estas velocidades por la penetración que implicaba en la trama interdimensional.
Dibaltji había pasado en pocos años, de ser un niño que creciera en un orfanato a un genio reconocido en el campo de la física teórica. La Galacom le mantenía un laboratorio del que todavía no salía nada práctico, pero si en efecto lograba comprobar su teoría, la producción de los emisores de «Velocidad Absoluta» cambiarían por completo el rostro de la galaxia conocida.
Sacó la libreta otra vez y subrayó la pregunta que había anotado sobre Dibaltji. Acto seguido anotó:
«¿Quién podría querer que un avance como el que propone no se terminara?»
uno de los mayores problemas para la exploración, además de encontrar voluntarios, era la total incomunicación en la que las naves se encontraban al momento de salir de un salto direccional o de un agujero de gusano recién descubierto. En los últimos años se sabía de por lo menos seis naves exploradoras que simplemente habían desaparecido sin dejar rastros. Otras habían sido encontradas destruidas, pero la imposibilidad de entregar mensajes que llegaran sin demora a las regiones colonizadas significaba que las causas permanecían en el misterio.
Si se lograba un sistema de comunicaciones inmediato, las naves de exploración podrían entregar informes continuos en tiempo real.
Naturalmente cabía la posibilidad de que una de las innumerables empresas rivales de la Galacom estuviese interesada en detener el trabajo de Dibaltji, pero en realidad lo más lógico era tratar de atraerlo a sus filas en lugar de matarlo.
En el hecho la información de la seguridad alcantarana mostraba que el investigador había recibido por lo menos cinco ofertas desde que su primer trabajo fuese publicado.
Atraerlo, no eliminarlo.
A parte de eso, Dibaltji no parecía tener enemigos. Una novia formal y conocida y querida por muchos, un grupo de amigos del trabajo, vecinos tranquilos y que lo apreciaban por ser también tranquilo, una vida normal y corriente, lejos de cualquier cosa peligrosa. Pero algo había llamado al peligro.
Debía ser la primera víctima que escapaba a Redswan, si es que no se había producido un nuevo intento, y sólo había escapado porque tenía a su alrededor un aparato de seguridad del que ni siquiera era consciente.
En parte esta consideración eliminaba al grupo de dignatarios alcantaranos como sospechosos, pero Jaime no estaba dispuesto a tragarse algo tan fácil como eso. Sus instintos le decían que el intento de asesinato no tenía nada que ver con el origen imperial de Dibaltji, pero no por ello descartaba de plano la posibilidad.

sábado, 20 de junio de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 3: El Mensaje (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 3:
EL MENSAJE.

—Damas y caballeros, estamos a cinco minutos de abandonar la red sigmana. Sugerimos, para evitar pérdidas de datos, que inicien la desconexión de sus equipos, si están conectados a la red.
Jaime escuchó el aviso por los altavoces de la cúpula de observación de babor, pero no le prestó la menor atención. Podría haber dicho que estaban a pocos segundos de chocar con algo, y su reacción no habría variado mucho.
Permanecía sentado en una de las cómodas butacas en la cúpula del Europa, mientras la nave se adentraba en la media esfera que conformaba la estación de salto. Semejante espectáculo, que lo sobrecogiera la primera vez que contemplara los gigantescos anillos que trasladaban las naves a distancias astronómicas, ahora lo dejaba indiferente. En unos minutos el rumbo se alteraría para entrar justo por el centro de uno de los portales y en un día atravesarían la distancia que a la luz le tomaría cientos o miles de años recorrer.
Sin embargo los pensamientos de Jaime estaban aún en Sigma. Comprendía que le estaba diciendo adiós a una parte importante de su vida, o por lo menos a una parte importante de los últimos años. Y para peor no estaba del todo seguro que el proceso de recuperación por la pérdida de Carina estuviese realmente terminado.
—Claro que ya estás listo —había insistido Jerry la última noche—. Estás listo hace un par de días, encanto. Sólo hace falta comparar al Jaime que conocí y al que tengo frente a mí. Tienes que salir otra vez a la vida, y tienes que hacerlo sin mi compañía. Y sé muy bien que puedes hacerlo.
Ella estaba en lo cierto, desde luego. Sin embargo no se esperaba la noticia que le había dado la última noche.
—Cuando vuelvas a Sigma, yo ya no estaré.
—¿Dónde vas?
—A la Tierra.
—Cuándo vuelves?
—Jaime...
y así había terminado todo. Una comisión especial a la Tierra, que duraría cinco años estándar. El fin de su relación, por breve que hubiese sido.
Durante un aterrador momento estuvo seguro de que le pediría, rogaría y suplicaría que la rechazara, pero no lo había hecho. No porque le importara poco que se fuera, sino porque era un paso importantísimo en su carrera. La Tierra era el mundo más apetecido para un destino militar o diplomático, pues como antecedente profesional resaltaría desde el primer momento. Para Jerry eso significaría, de terminar la comisión con éxito, un ascenso, como mínimo.
—Puedo intentar reunirme contigo en un tiempo.
—Sabes que no harás eso, Jaime.
Y tenía razón, otra vez. Porque no era amor lo que había entre ambos, sino sólo cariño. El entender eso le había tomado los dos días que tardó el Europa en llegar a la estación de salto, y era precisamente ese entendimiento lo que lo hacía permanecer sentado indiferente a todo.
Si en realidad estuviese enamorado de Jerry, una vez que terminara el trabajo en Alcantar, vendería el Club Sigma y pondría todo en orden para trasladarse a la Tierra. Pero no lo haría. Y ese era el síntoma definitivo de que estaba sanando finalmente. Quería seguir por su cuenta, desarrollando la actividad que había iniciado y, tal vez más adelante, encontrar alguien con quien compartir la vida. Pero todavía no. El estar solo parecía de una forma extraña, sumamente tentador.
Lamentablemente era ese entendimiento el que hacía que doliera. Venía a decir que se conocía muy poco.
—Ódiame si quieres, Jaime. Sería lógico que lo hicieras por hacerte entrar a una relación que no tenía futuro.
—¿Hace cuánto que sabías que te marcharías?
—Tres meses. Por eso es que comencé a insinuarme.
Pero no la odiaba. No podía hacerlo, ya que no era sólo él quien se había involucrado en la relación. Además le resultaba imposible albergar un sentimiento así hacia Jerry.
Se levantó, y estaba por encaminarse a la escalera de caracol que lo llevaría fuera de la cúpula, cuando reparó que el borde interno de uno de los anillos de salto comenzaba a girar. En realidad debía haber comenzado el giro minutos antes, pero el tamaño del gigantesco portal hacía visible el movimiento sólo ahora. Al mismo tiempo el Europa terminó de alterar el rumbo, y la circunferencia fue ocupando progresivamente todo el campo visual.
Cuando le resultaba necesario mover la cabeza de izquierda a derecha y levantarla para ver el borde giratorio, éste comenzó a emitir un fulgor ambarino. Justo delante sólo había estrellas, como si no fuese a ocurrir nada, pero en cuanto el frente del Europa llegó al centro exacto del aro, el universo se transformó en luz dorada.
No había sensación alguna de movimiento, pero dos segundos después de iniciado el salto el color fue desvaneciéndose y delante apareció un nuevo anillo. Lo dejaron atrás a toda velocidad, pero ya venía otro, y luego de este otro más. La sensación era como estar dentro de un conducto cilíndrico, en el que las uniones fulguraban con luz amarilla. Luego de un par de minutos los diferentes anillos se fueron distanciando. Primero entre uno y otro hubo medio minuto, luego uno, luego dos.
Jaime regresó a su cuarto en primera clase cuando el tiempo entre los anillos de metarrealidad era de casi diez minutos.
Los físicos habían teorizado durante siglos sobre lo que significaban los anillos que ellos mismos bautizaran como de «metarrealidad», ya que durante el viaje no se atravesaban más estructuras. Según algunos eran una especie de sostén dimensional que mantenía los objetos en tránsito íntegros. Otros decían que el desplazamiento visible de algo a las velocidades a las que se movían las cosas en tránsito significaban los diferentes saltos de velocidades interdimensionales.
Jaime no tenía grandes conocimientos en física, así que prefería dejar que fuesen otros los que dilucidaran ese misterio. En lo que a él concernía, el salto se producía y lo trasladaba de un lugar a otro.
Cerró y aseguró la puerta de su cuarto, se quitó la camisa y se estiró en la confortable cama. A su derecha, sobre la mesa de noche, descansaba toda la información que Brecyne le proporcionara para iniciar la investigación.
Durante los dos días de viaje hasta la estación de salto había estudiado los informes de Dibaltji, que eran sumamente abundantes, y estaba por comenzar la época en la que entró a trabajar para uno de los consorcios más importantes de sistemas de comunicaciones en la Unión. La Galacom tenía su división de investigación y desarrollo en Drevia, y Dibaltji se había graduado con honores en ingeniería de comunicaciones. La Galacom lo había reclutado en el acto, y justamente Jaime debía iniciar el estudio de sus proyectos y trabajos.
Todo el resto de la información, según su opinión, era rutinaria. No había grandes cosas que destacar, y ni siquiera merecía una mención los diez años que había pasado en el orfanato mientras una familia lo acogía.
Sacó de sus pantalones una libreta de papel y un bolígrafo y escribió:
«¿Es posible que el motivo del ataque esté en algo relacionado con Galacom?»
Se incorporó en la cama, pero en lugar de seguir con la ficha de Dibaltji tomó los discos que decían relación con el mensaje.
Primero insertó en su computador de bolsillo el disco que contenía el mensaje original. La versión legible y otra ya transformada en código puro. No obstante antes respaldó en una varilla de datos el contenido de su equipo, pues podía encontrarse con una sorpresa desagradable, que eliminara toda su información personal.
Apareció el texto bidimensional con un cursor parpadeante donde debía insertarse la hora y fecha que indicaría la muerte de Dibaltji. Intentó escribir algo en la posición del cursor, pero el mensaje desapareció en el acto.
—Interesante —murmuró en voz baja.
Comprobó que el archivo que contenía el mensaje continuaba en el disco de datos, pero no estaba por ninguna parte en la matriz de su computador.
Antes de comenzar a sacar conclusiones sobre lo que ello podía significar, ya que se introduciría por caminos que lo desviarían de un orden lógico de trabajo, volvió a llamar el texto.
LO ESTOY MATANDO EN ESTE MOMENTO.
Treinta y tres caracteres si se contaban los espacios y el punto. También el pequeño algoritmo para fecharlo. Algo realmente simple.
Miró entonces el tamaño del archivo. Unas mil veces más pesado de lo que era esperable por el contenido. Naturalmente estaba también en el cuerpo del mensaje el sistema de envío, lo que añadía peso, pero seguía siendo demasiado.
Llamó un programa para tomar notas e intentó trasladar el texto, pero otra vez el mensaje desapareció. Seguía en el disco, pero ni rastro en el equipo.
Llamó entonces la versión descodificada y esta vez su campo visual se llenó con diferentes cuadrantes en tres dimensiones.
Identificó desde el primer momento el código básico para texto, remarcado por la forma más simple de generarlo. El tipo de letra empleado, los posibles atributos y la forma de desplegarlo. Miró superficialmente el algoritmo para la data del mensaje, identificándolo como lo que era. Algo que se incorporaba al propio generador del texto. Algo que él podía hacer medio dormido.
Lo descartó en menos de cinco segundos.
Los encriptadores alcantaranos habían dividido el trabajo en porciones manejables, pero aún así cada una contenía cerca de tres mil páginas de código puro. Corrigió su estimación inicial, y pensó que el mensaje descodificado era unas diez mil veces más pesado de lo que resultaría esperable con un texto de treinta y tres caracteres y un algoritmo fechador.
Llamó otra vez el mensaje original.
¿Dónde estaba escondido todo ese código?
Para peor el texto era bidimensional, y eso debía por fuerza hacerlo más liviano. Un rectángulo de ocho centímetros de alto por quince de largo, de color blanco con el texto negro.
Trasladó el computador que el Europa proporcionaba a los pasajeros de primera clase y lo colocó junto al suyo. Insertó el primer disco que contenía el trabajo alcantarano de desencriptado y lo estudió.
Lo primero que se había encontrado era el punto de destino en Drevia. El tercer relevador automático de transmisiones diplomáticas del consulado en Dianka. Esto estaba en el mismo protocolo de envío, y se encontraba a la vista al descodificar el mensaje. Desde ahí sólo se había podido sacar en limpio el siguiente paso, el sistema Alcantar, y eso sólo como suposición. Era en ese punto donde Brecyne había hecho su contribución. La mujer había determinado las líneas de código en las que se conformaba un verdadero programa minúsculo, que penetraba limpiamente la seguridad del relevador. Desde ahí la conclusión era obvia por lo simple. El relevador automático tenía como función no revisar tráfico de comunicaciones que saldría cuando mucho en una hora hacia el mundo de origen del Imperio. Una nave-correo recibía el mensaje desde el relevador, saltaba en el primer turno disponible en alguno de los portales diplomáticos y salía al día siguiente en el sistema Alcantar, retransmitiendo todo el tráfico en cuanto regresara a las dimensiones normales.
Estudió con mucha atención la línea que Brecyne había localizado. Desde ella el programa de entrada de seguridad ocupaba setecientas líneas, y asumía la prioridad de la tarea. Pero había algo raro en el bloque. Una redundancia inexplicable. Jaime notó tres líneas breves de programa antes y después del irruptor, que no formaban en apariencia parte de nada. Examinó las notas de Brecyne y leyó que ella se refería a las mismas líneas. Además la mujer aseguraba que líneas iguales o parecidas en el fundamento se encontraban en buena parte del código.
«2SP1C34+D2+T2XT4+2N+BL1NC4»
No le sonaba de nada.
Sacó de su maleta un anotador digital y escribió diez líneas breves como esa. Líneas que en palabras de Brecyne, no obedecían a ningún código de instrucciones que fuese reconocible a simple vista. Y Jaime estaba completamente de acuerdo.
Brecyne decía también que había hecho correr el programa completo en una simulación de código puro, y que el texto de esas diferentes líneas no parecía aportar nada al resultado. No lo entorpecía y no lo mejoraba o facilitaba. Se trataba de líneas en apariencia inocuas.
—¿Por qué? —se preguntó Jaime.
¿Cuál era el sentido de incorporar código inútil en un programa que ya era increíblemente voluminoso?
Abrió un programa descodificador que le había dado excelentes resultados en el pasado, trasladó todo el código al mismo y lo compiló. Comparó los tamaños del archivo de mensaje resultante original y el archivo recién compilado. Había diferencias. El suyo pesaba el catorce por ciento del mensaje original.
De todos modos quiso probarlo. Creó una simulación de envío, la encerró para que no afectara el sistema, y ejecutó el envío falso.

ERROR DE GENERACIÓN
CÓDIGO FALTANTE
CÓDIGO REDUNDANTE

En su mensaje faltaba parte del código y había otro redundante o erróneo. El erróneo podía deberse a esas líneas inexplicables de programación inocua, pero el código estaba completo.
Abrió otra vez el texto descodificado que los alcantaranos habían conseguido y llamó un algoritmo de búsqueda. Si había errores en la compilación que él había hecho era sumamente posible que los investigadores del Imperio hubiesen tenido el mismo problema.
Tardó diez minutos en encontrar lo que buscaba. El servicio de inteligencia alcantarano y él habían usado el mismo programa para descompilar y compilar el mensaje. Eso se vio confirmado con las notas de Brecyne y de un capitán de inteligencia.
Había una buena cantidad de compiladores en el mercado, y todos se basaban en el mismo principio, por lo que resultaba ser lo más lógico. Pero al ocuparlos en este mensaje se producía un error. La gran ventaja de todos los programas para compilar actuales radicaba en la eliminación sistemática de las redundancias. Pero el punto era que a él le había dicho que le faltaba código y que tenía otro redundante.
¿Era posible que necesitara un programa más antiguo?
Tomó de su maleta una varilla de información y la insertó en su equipo. Llamó un programa compilador que era considerado como dinosaurio informático, rechazado por los programadores y encriptadores por ser demasiado redundante.
Abrió el archivo del mensaje en este compilador y comenzó el proceso de descodificación. Tardaría una hora.
Jaime observó su reloj y descubrió con sorpresa que había estado inmerso casi dos horas en el trabajo. Tomó una ducha, se cambió de ropa y fue al bar del Europa.
Necesitaba despejarse y después de todo faltaba bastante para que el programa descodificara el texto.
El Europa era una nave de pasajeros de lujo, con capacidad para tres mil personas. En este viaje sólo habían mil doscientas abordo y él era uno de los pocos que estaban alojados en primera clase. Sin embargo el bar al que llegó, como los otros diez de la nave, eran áreas comunes. Por la falta de pasaje en el viaje sólo estaban funcionando cuatro de estos lugares, y cuando Jaime entró estaba casi vacío.
Se sentó en una mesa y de inmediato se le aproximó una camarera alcantarana, como pudo ver por los anillos de cabello.
Ordenó la cena y un trago. Acababa de darse cuenta de que se sentía famélico.
Un instante después de recibir el calari dorado que había pedido, una mano se posó en su hombro.
—¿Puedo acompañarlo, señor Rigoche?
Jaime se giró y vio a la capitana Discridali sonriendo, de esa forma tan insinuante que ya identificaba como típica de las mujeres alcantaranas.
—Desde luego, capitana.
La mujer se sentó frente a él, y ordenó un vaso de calari rojo.
—¿No es algo fuerte para antes de comer?
—Claro que lo es —respondió ella—. Cené hace unos minutos. En realidad hace por lo menos dos horas que esto estaba atestado de pasajeros cenando.
—Me lo supongo. No me di cuenta de lo tarde que es hasta ahora.
—¿Ocupado en un crucero de lujo?
—Preparaba la conferencia sobre desencriptado —mintió Jaime—. Es increíble lo mucho que se puede decir al respecto.
—¿Brindamos por algo? —preguntó Discridali cuando llegó su bebida.
—Por ahora sólo se me ocurre brindar por Alcantar, mundo que estoy por conocer.
—Excelente brindis. Por Alcantar, mi hogar al que regreso después de un año.
La mujer vestía un traje civil consistente en una diminuta falda de color blanco y una blusa negra muy elegante que tenía un profundo escote. Las mangas de la prenda eran transparentes desde el nacimiento en el hombro, dando la impresión de brazos desnudos. Sin embargo ella insistía en usar los brazaletes del rango en el brazo izquierdo.
—¿Nunca se los quita? —preguntó Jaime señalando las joyas.
—¡Oh! —la mujer pareció a un tiempo sorprendida y divertida—. En realidad no me los quito nunca. Bueno, casi nunca. Son una parte de mí, ya que no dejo nunca de ser militar, señor Rigoche.
—Llámeme Jaime, por favor.
—Sólo si usted me llama Amarelia.
Él asintió, paladeando el hermoso nombre.
—Estoy tan acostumbrada a ellos —continuó ella—, que muchas veces me los pongo sin pensar.
—¿Y si tuviese que pasar de incógnito?
—En la flota alcantarana eso es facilísimo. Somos demasiados capitanes para que todo mundo nos reconozca en el acto. De todos modos, si tuviera que hacer algo así, y no imagino qué podría ser, pues me los quitaría.
Jaime sonrió, pero algo en los ojos de la mujer le decía que no era del todo franca.
—¿Me permite que le haga una sugerencia? —preguntó Discridali tras de un momento de contemplación mutua.
—Desde luego.
—Alcantar es uno de los pocos mundos en la Unión que todavía tiene en funcionamiento un elevador orbital. Cada vez que me ha tocado salir de mi mundo, trato, si las circunstancias me lo permiten, de llegar a tierra por el elevador.
—Amarelia, se lo agradezco. Es algo que no me perdería por nada.
Jaime no mentía. Para empezar no eran muchas las veces que había salido de Sigma. En realidad esta era la quinta vez que usaba un portal de salto, y en ninguna de ellas había si quiera tenido la posibilidad de ver la instalación de un elevador orbital. La inmensa mayoría de los mundos de la Unión los habían tenido, pero con el uso de motores más eficientes y la incorporación de sistemas de gravedad artificiales, el elevador orbital se terminó por transformar en una tecnología anticuada y costosa.
—¿Por qué lo han mantenido en uso?
—Porque el descenso hacia el planeta es hermoso. ¿Qué tanto sabe de la geografía de Alcantar?
Jaime había pasado una parte de los dos días de viaje hasta la estación de salto, y también antes de salir de Sigma, estudiando un poco de Alcantar y del Imperio Alcantarian. Había encontrado, por sorprendente que le pareció, una abundante documentación sobre la belleza y desenfado de las mujeres alcantaranas, la historia básica de la colonización, un libro completo sobre el momento de independencia de la Tierra y mucho más.
—Según creo, tienen tres continentes de importancia. Alfa Beta y Gama. —lo que hablaba muy mal del grupo de exploración que había descubierto el planeta, o muy mal de los primeros colonos, que no habían tenido mejor imaginación—. El más grande, Alfa, es donde se encuentra la capital del Imperio. A parte de eso, no mucho más.
Discridali sonrió.
—El elevador está a doscientos kilómetros de la capital, Jaime. Desde el momento que se inicia el descenso es visible la costa. Nuestros océanos tienen una cualidad que los torna, en algunos momentos de la noche, fosforescentes. Desde la altura es todo un espectáculo. Lamentablemente las naves de aterrizaje son demasiado rápidas para que uno pueda en realidad disfrutar la vista, y desde luego no siempre llegan de noche.
»Le recomiendo, si no está corto de tiempo, que tome el elevador orbital. Créame que vale la pena las doce horas de descenso. Las naves de aterrizaje hacen el recorrido en media hora, por lo que el elevador casi no se usa... pero el gobierno lo mantiene en uso porque los turistas lo usan y dejan ingresos. Pero también porque el elevador forma parte de nuestra historia como mundo.
—Creo que tomaré su consejo, Amarelia. Ya le dije que es algo que no me perdería por nada.
Ella sonrió, inclinó delicadamente la cabeza y alzó su copa en la especie de brindis que le había visto por primera vez a Brecyne.
Jaime regresó a su cuarto bastante más tarde de lo que tenía presupuestado. En primer lugar, la cena, bastante buena para la media de las naves de pasajeros, se había alargado por la charla con la capitana. Ella no había pedido nada para comer, pero muy por el contrario de lo que pensó, no le resultó incómodo comer mientras ella lo observaba. Después habían seguido charlando mientras bebían un poco más, y Jaime descubrió encantado que ella tenía cantidades de temas de conversación. Era una mujer culta, abierta, que compartía con él muchos de los libros que habían leído.
Después, intentando parecer galante, la había acompañado hasta su cuarto en tercera clase.
—¿Quiere pasar un momento y beber algo más? —le había preguntado la mujer al darse la vuelta después de abrir el cuarto.
—Me parece que no, Amarelia.
Ella había sonreído, pero en esta oportunidad no se trataba de la sonrisa insinuante, sino que le pareció admirativa.
—Muy pocos hombres que he conocido rechazan una invitación de una mujer alcantarana, Jaime.
—¿He cometido un desaire?
—¡Por supuesto que no! —dijo ahora ella con una carcajada—. Me refiero a que algo como el preguntarle si quiere entrar constituye una invitación para entrar y beber algo, pero también tal vez pasar la noche dentro.
—¿Eso quiere, Amarelia?
Ella lo había taladrado con la mirada durante un momento, pero Jaime no vio nada ofensivo en el gesto. Por el contrario mantenía su sempiterna sonrisa.
—¿Qué le gustaría a usted?
—La verdad es que regresar a mi cuarto. Acabo de salir de una relación, Amarelia. No terminó bien.
No era del todo la verdad, pero daba lo mismo.
—Bien, lo dicho. Es una caja de sorpresas, Jaime. En mi caso lo estaba... digamos probando. Mejor dicho, intentando conocerlo un poco más. No manejo el sexo como muchas mujeres de mi mundo, y aunque disfruto con él, prefiero conocer algo mejor a quien entra en mi cama. Agregue a eso el que usted es atractivo y...
—De todos modos, si no la ofendo al decirlo, tiene todo cuanto hace falta para estimular con facilidad a un hombre.
—¿Y aún así no se siente tentado?
Ahora Jaime había dejado escapar una carcajada.
—Tentado, sí, y mucho. Dispuesto, no. Por lo menos no todavía. Buenas noches, Amarelia.Cuando llegó a su habitación la descompilación estaba lista, desde luego, pero ni la miró. Se dejó caer en la cama y menos de un minuto después estaba dormido.

sábado, 13 de junio de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 2: Compañía Femenina (parte 3)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA

CAPÍTULO 2:
COMPAÑÍA FEMENINA (parte 3)


Condujo hacia el oeste por quince minutos y descendió en un sector densamente comercial. El distrito Colinas de Roma.
Se trataba de una aglomeración de edificios casi idénticos entre sí, todos de diez o quince plantas como máximo, encajonados unos contra otros, en los que menos del cinco porciento estaba destinado a habitaciones. En todo el distrito no había ni un solo hotel, ni de ínfima categoría. El espacio estaba destinado por completo a comercios de todo tipo, unos cuantos restaurantes, estacionamientos, prostíbulos y sobre todo, destinado a grandes bodegas.
Se solía decir en la Unión, que en las Colinas de Roma se podía encontrar de forma totalmente legal desde una caja de alfileres hasta hombres y mujeres en venta. Si uno quería vender algo, podía intentarlo en cualquier parte, o hacerlo sin duda alguna en las Colinas de Roma. También era sabido por casi todo el mundo que era ahí donde se podían encontrar productos de venta reservada o derechamente prohibida. El llamado mercado negro sigmano.
Dejó el VSA en un estacionamiento y salió a la calle. Se detuvo en la primera esquina y se empapó del entorno. A menos de dos metros una mujer mantenía una mesa en la que había un surtido increíble de pequeñas cámaras de plasma. A su lado un hombre, que le mantenía una mano en el trasero, regateaba con unos turistas el valor de tres piezas, que juntas cabían en la palma de la mano.
Circulando por el centro de la calle avanzaba un gordinflón que ofrecía licor karilano, que iba sacando de dos barriles de madera que sostenía en los hombros.
Más allá un par de agentes de seguridad permanecían de pie junto a la entrada de un restaurante, con los brazos cruzados y la mirada atenta. Parecían desarmados, pero el que hiciera tratos pensando que era así, iría a parar a la cárcel en menos de media hora.
En la puerta de otro establecimiento una chica que no tendría más de quince años estándar anunciaba a voz en grito el mejor local para ingerir drogas legales, con el precio más razonable de la Unión y la mejor calidad.
Un VSA descendió muy lentamente abriendo un círculo de personas en la calle, anunciando una y otra vez que descendía para un negocio. En toda Nueva Gales la circulación de vehículos de motor por las calles estaba tan severamente castigada, que los turistas eran advertidos por lo menos diez veces de esto antes de que salieran del puerto espacial.
Un hombre salió del VSA y corrió hacia los oficiales de seguridad, para informar que estaría sólo para que el posible comprador viera y probara el vehículo.
Jaime había estado en las Colinas de Roma infinidad de veces en el pasado, siempre comprando algo. Armas, dispositivos de espionaje, información y negociando en más de una oportunidad un trato por el que en Sigma iría a la cárcel durante un tiempo y en otros mundos lo encerrarían de por vida y arrojarían la llave.
Avanzó por entre el gentío que formaba un flujo constante a su alrededor, notando que de alguna forma había extrañado ese lugar. No era como si se sintiese en casa, pero la cacofonía de sonidos, olores y colores resultaba agradable a sus sentidos.
Entró en tres bares, una zapatería, dos armerías y un restaurante, antes de encontrar a alguien que le diera la información que necesitaba. Afortunadamente el local que buscaba debía por fuerza ser conocido, pero el terreno a cubrir era muy grande para que todo el mundo recordara en realidad la ubicación.
Finalmente, luego de una hora desde que llegara, se detuvo en un portal tan vulgar, que resultaba difícil pensar que algo se hacía allí. Una puerta de madera de una sola hoja, bien cuidada pero sin ni un foco de iluminación ni un letrero luminoso. Junto a la puerta, a nivel de los ojos, estaban pintadas dos palabras en letras angulosas y que a Jaime le hicieron sonreír.
BILLAR LAURUS
La puerta daba a un corredor de tres metros, que finalizaba en otra puerta, esta bastante más sólida. Sobre ella había una lente estática y un micrófono de modelo anticuado, casi prehistórico, que permanecía apagado.
Jaime empujó tentativamente la puerta y, para su completa sorpresa, se abrió sin el menor contratiempo. Se encontró dentro de un amplio recibidor alfombrado y muy bien iluminado. Un arco amplio conducía a la derecha a una enorme sala en la que se repartían por lo menos treinta mesas de billar, aunque era posible que un grupo todavía permaneciera oculto a la vista desde donde se encontraba. A la izquierda otro arco conducía a una sala idéntica en lo esencial a la otra, con la diferencia de que las mesas eran circulares y los jugadores ocupaban gafas de RV y en lugar de tacos movían punteros láser. Si no estaba equivocado, y era muy posible que lo estuviese, se trataba de la versión tridimensional del billar. Justo frente a la entrada se abría otro cuarto grande, pero éste era un bar. Al fondo de la habitación penumbrosa había una barra de metal que imitaba la madera, con taburetes a suspensor, unas cuantas mesas iluminadas por genuinas velas de cera, las entradas de los baños y seis cabinas de holollamada. A la derecha de la barra se abría un espacio vacío que posiblemente los fines de semana se transformaba en pista de baile, pero que ahora aparecía ocupado por una silla y un atril que esperaban a un músico.
Jaime caminó hacia la barra, en la que un fornido cuadri preparaba los tragos y daba charla a los clientes. Se sentó en uno de los taburetes de madera y esperó que lo mirara. Cuando lo hizo, la reacción fue tal cual suponía.
—Vaya, vaya, vaya. —meneó la cabeza un par de veces, pestañeó y agregó—: un fantasma sentado en la barra. Es eso o he bebido más de la cuenta.
Jaime sonrió, pero en el acto una fornida mano lo agarró por el cuello de la camisa.
—Tienes cara para venir a aquí, Jaime —dijo el cuadri, acercando la rasurada cabeza de forma amenazante—. Tienes mucha cara para venir. Espero que tengas algo bueno que decir, o te lanzaré de aquí usando sólo tres de mis brazos.
—¿Y qué harás con el otro? —pudo preguntar, algo estrangulado.
—Te meteré mi cuarto brazo por el culo, a ver qué sale.
Lo soltó con fuerza y se dio media vuelta. Hizo algo entre los estantes con botellas, se volvió y depositó sin mucha ceremonia frente a Jaime un vaso de lo que identificó como un atardecer marinero, con todos los detalles refinados.
—Sigues conociendo mis gustos, Lau.
—Vuelve a decirme Lau, y sí que te saco fuera.
Jaime probó el trago y sonrió al darse cuenta de la calidad del mismo. Digno de los mejores hoteles de lujo.
—Si me das una oportunidad, te explicaré lo que hago aquí.
El rostro del cuadri se suavizó al cabo de un momento.
—Sabes que no fui capaz de ir al funeral de Carina, ¿verdad?
Jaime asintió.
—¿Cómo has estado?
Jaime se encogió de hombros.
—Vuelvo a la vida, Laurus. Poco a poco, pero vuelvo a vivir.
—Supe que estuviste muy mal —dijo el cuadri limpiando la barra—. Creo que llegaste a beber más que yo.
—Mucho, mucho más que tú.
—Eso me resulta difícil de creer, flacucho.
En realidad flacucho era lo menos que Laurus podía decirle a cualquiera. Tenía más de dos metros diez de altura, completamente musculoso y los cuatro brazos desnudos mostraban un buenísimo trabajo del gimnasio. Así mismo las largas piernas enfundadas en pantalones de cuero eran a simple vista capaces de correr a una gran velocidad, sin mencionar que conformaban armas letales.
—En más de una oportunidad estuve por ir a verte, de verdad.
Jaime volvió a encogerse de hombros.
—No te preocupes, amigo. No era un espectáculo grato en lo absoluto.
Laurus sirvió cerveza fileriana en un vaso alto y la bebió de un trago.
—Puedo ver que lograste cumplir tu sueño, Lau. —Hizo un gesto amplio con la mano derecha, abarcando todo el recinto—. ¿Hace cuánto tiempo que lo tienes?
—Abrí hace ya un año y siete meses.
—¿Recuperaste ya la inversión?
—Este otro mes, si el flujo de gente sigue tal como hasta ahora.
—Me alegro por ti, amigo.
—Es gracias a ti, flacucho. Ahora bien. Dime lo que te trae aquí, o de verdad que te saco.
Jaime dejó escapar una sonora carcajada.
—Ni en tus mejores años pudiste tomarme por sorpresa. ¿Tan debilitado me ves como para no romperte dos de tus brazos antes de que me saques?
Laurus sonrió, y lo palmeó en el hombro con algo más de fuerza de lo estrictamente necesario. Pero Jaime sabía que estaba en lo cierto. Nunca en todos los años que habían trabajado juntos, por más que lo intentara, había podido tumbarlo sin recibir una buena dosis antes.
—Necesito un favor, Lau.
—Oye. La última vez que me pediste un favor saqué lo suficiente para comprar este lugar, equiparlo y ponerlo a punto. Pide lo que sea y mataré para ayudarte. Ya lo sabes.
—Esperemos no llegar a tanto... pero ¿sería posible hablar en algún lugar más privado?
Laurus asintió, pulsó un botón en el reloj que usaba en la mano inferior izquierda, y en menos de cinco segundos apareció una encantadora chica que tomó su lugar en la barra. Esto generó algunos aplausos entre quienes permanecían sentados en los taburetes y que recibieron palmadas fraternas del cuadri, que en el caso de uno de ellos lo hizo trastabillar y casi caer al suelo.
—Ven conmigo, flacucho.
Entraron por una puerta medio oculta junto a la barra y Jaime se encontró en una amplia oficina. El lugar aparecía alfombrado, con algunos cuadros en las paredes, un escritorio metálico cerca de una ventana holográfica y unos cuantos sillones repartidos estratégicamente para que recibieran la misma cantidad de luz, de una serie de globos suspendidos cerca del techo.
—Bien, aquí podemos hablar con total libertad —dijo Laurus, indicándole un sillón y sentándose en otro frente a él.
—En realidad necesito dos favores.
—¿Un trabajo? Escuché que te habías retirado. Como sea, sabes que puedo conseguirte la información que necesites y moverme donde quieras.
—Esta vez no creo que quieras venir conmigo.
—¿A ver?
—Tengo que ir al sistema Alcantar. En específico a Alcantar tres.
—Tienes razón. Los mundos del Imperio Alcantarian no son un buen lugar para un cuadri.
Jaime lo sabía, aunque sólo hacía un par de días atrás. Con la idea de la perfección corporal de los alcantaranos, un descendiente de un experimento genético de Maridia sería como mínimo muy mal mirado.
—Menos mal nunca me pediste que fuera contigo a un trabajo con los alcantaranos, flacucho. Hace un par de meses entró aquí una pareja de chicas con anillos de cabello en la cabeza. No dejaron de mirarme durante los minutos que estuvieron, y creo que me miraban con una mezcla de repulsión y de interés científico.
—Lo supongo, aunque me han dicho que son amantes fabulosas.
Laurus hizo un gesto despectivo, el que era sorprendente al realizarse con cuatro manos a la vez.
—Sabes que las mujeres no son lo mío. Si no fueras tan flacucho hace un buen tiempo que te habría llevado a mi cama.
»Bueno, si no es para que te ayude, ¿en qué puedo servirte?
—Al igual que tú, pude abrir mi negocio.
—¡No digas!
Sin decir nada más, el gigantón se puso en pie, abrió un mueble medio oculto en una pared, y sacó dos botellas. Le lanzó una a Jaime y volvió a sentarse.
—¿Puedo brindar por el Club Sigma?
—Y por Billar Laurus, si me lo permites.
—Bien, te felicito —dijo Laurus luego de beber un largo trago de ron karilano—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Necesito alguien que se encargue de atender el club mientras no estoy. Abrí sólo hace tres días, y todavía no tengo a alguien que se haga cargo.
—No digas más. Acepto. Si me explicas lo que hay que hacer, estaré más que encantado. Pero que quede claro que quedamos a mano, ¿de acuerdo?
—Lo que tú digas —respondió Jaime.
—Esa es una cosa. ¿Cuál es el otro favor?
—Necesito actualizar mi equipo. ¿Sigue Susan en el negocio?
—Claro que sí. Tiene cosas de real calidad. ¿Quieres reemplazar tus antiguos implantes?
—Y tal vez agregar uno que otro.
—¿Tan complicado es el trabajo?
—El problema es que en realidad no lo sé, pero sí sé que puede ser peligroso.
—Dame unos minutos y haré que Susan venga hasta aquí. De todos modos ya no debe tardar mucho en aparecer.
—¿Viene mucho al billar?
—Dios, sí. Es cosa que aparezca y tiene a seis o siete retadores en fila. En realidad Susan es uno de los motivos por el que casi he recuperado la inversión. La gente siempre está buscando cosas de las que ella vende, y siendo que llega por aquí casi todas las noches, pues que la buscan. Ella hace negocio y mejora el mío. Además, como de seguro recuerdas, es casi insuperable al billar. Ella me metió en el juego, yo quise abrir este negocio, ella viene y juega gratis, y atrae clientes para su negocio y para el mío.
Hizo una pausa y agregó:
—Me hubiese gustado verte así de seguido a ti por aquí.
—Me alegra saber que la pandilla está bien, Lau —respondió Jaime sin aceptar la invitación para hablar del pasado.
—Y a mí me alegra saber que vuelves a la vida. Supongo que a Susan también le alegrará saberlo, y ni decir que le dará diarrea cuando sepa que estás conmigo. Espera que la llamo.

Unos minutos antes de la una de la mañana, Jaime hizo descender el VSA hacia la entrada del estacionamiento subterráneo de su edificio. Justo en ese momento entraba delante otro VSA, por lo que debió esperar suspendido a cinco metros del suelo mientras el vehículo terminaba de introducirse por el portal. Pudo así ver, junto a la entrada principal de su edificio, un deslizador de diseño alcantarano estacionado con el conductor sentado y mirándolo. Era una mujer, pero la tenue iluminación le impidió reconocerla, aunque vio sin problemas los tres anillos de la cabeza.
Hizo una prueba de su nuevo implante retinal, magnificando la imagen, pero lo único que logró fue un manchón de múltiples colores. Todavía era necesario más tiempo de ajuste.
Estacionó el vehículo y salió a la calle, para recibir a quien casi de seguro le llevaba la información de la que Brecyne le había hablado.
Afirmada por la cadera en el deslizador estaba la capitana Discridali, la que lo saludó con una inclinación de cabeza, al tiempo que le dijo:
—Gusto en volver a verlo, señor Rigoche.
—El gusto es todo mío, capitana. ¿Puedo servirle en algo? —preguntó por si el mensajero no era ella. A fin de cuentas faltaba más de media hora para el plazo que le había dado a Brecyne.
—Tengo un paquete para usted de la embajada.
La mujer vestía lo que Jaime supuso que era el uniforme de diario, consistente en una chaqueta negra con broches frontales, a diferencia de la de gala que iba cerrada por la derecha, una blusa azul, que en su caso tenía el último botón suelto, una falda también azul sumamente corta y zapatos de tacón bajo de color negro, que le permitían mostrar las pulseras de plata en los tobillos. Una vez más portaba todos los emblemas de su rango y asignación, pero la larga cabellera negra estaba suelta y la ligera brisa la hacía bailar hasta media espalda.
—¿Ya no está de servicio, capitana?
—¿Por qué lo dice?
—El botón del cuello está desabrochado —le respondió sonriendo.
—Aparentemente el que esté retirado como investigador no le quita lo observador. Sí, mi turno terminaba a medianoche.
—Lamento que tenga que seguir operativa por mi culpa, capitana.
—No se preocupe.
—No la retengo más. Deme el paquete para que pueda marcharse.
—Bueno, verá usted. Según las instrucciones que se me dieron hay un mensaje y debo esperar que lo responda. Además se me dijo algo de una tarjeta de comunicación unidireccional que tiene que entregarme. Finalmente, señor Rigoche, no creí que le molestara tanto la compañía femenina.
—Por el contrario, capitana. Sólo quería dejarle sus horas de sueño normales. ¿Me sigue?
La mujer sonrió de una forma muy parecida a Brecyne, y Jaime se preguntó si no sería en realidad una sonrisa de estilo alcantarano.
La capitana tomó del deslizador una caja de plástico que parecía ser bastante pesada y lo siguió al edificio. Una vez en el departamento le entregó la caja, al tiempo que Jaime le indicaba un sillón para que se sentara. Observó con gran atención cuando ella se dejó caer en el cuero y cruzaba las piernas, ya que lo breve de la falda daba la posibilidad de mirar un poco más. Sin embargo ella parecía estar tan acostumbrada, que sólo permaneció a la vista casi la misma porción de muslo.
Se dio cuenta en ese momento que en realidad se había operado en él un cambio importante. Desde que Jerry lo lograra sacar a la calle otra vez, Jaime sólo se había fijado en ella. Veía a otras mujeres, pero sólo le habían llamado la atención los atributos físicos de Jerry, y de las otras mujeres sólo veía la hermosura o no de sus rostros. No obstante, desde ese primer beso entre ambos, desde que Jerry se había estrechado contra su cuerpo en su departamento antes de la fiesta en la embajada, cada vez más se descubría mirando la figura de las mujeres que estaban cerca.
Otro paso en la sanación, se dijo.

—¿Algo de beber, capitana?
—Calari, si tiene.
—Blanco.
La mujer dudó, y Jaime no se lo reprochó. De todas las variedades del licor alcantarano era la menos fuerte.
—Tengo también otras cosas.
—¿Ron?
—De la Tierra, si le gusta.
La mujer asintió, y a él no le sorprendió. Después de todo el Ron de la Tierra tenía muchas similitudes con el calari dorado.
Tal como la noche anterior, llevó una botella nueva de ron y dos vasos a la sala de estar, dejándolos en la mesa de centro.
—¿Algo de comer?
—En realidad no, a menos que usted quiera.
Jaime bebió un sorbo y depositó el vaso en la mesa. Acto seguido tomó la caja y dijo.
—Si me disculpa, estaré con usted en un momento.
—Desde luego. También se me dijo que debía ver el contenido del paquete estrictamente en privado.
Jaime fue a su dormitorio, cerró la puerta y examinó la caja. Era común y corriente aunque bastante pesada, pero la cerradura tenía tres seguros.
Colocó la yema de su índice en el lector digital, contó en voz alta hasta cinco para que su voz fuera reconocida, y en la pequeña pantalla aparecieron las palabras: INGRESE CLAVE ORAL
No tenía ni el menor motivo para desconfiar de la mujer que esperaba en la sala, pero de todos modos sacó uno de sus nuevos implementos de la chaqueta. Dejó el bloqueador sónico en la cama y lo activó. Según Susan, nada ni nadie que no estuviera a menos de dos metros de él podría escuchar ni el menor sonido, por mucho que Jaime cantara a pleno pulmón.
—Dibaltji —dijo tentativamente. La caja permaneció cerrada, por lo que la clave debía ser otra. El problema era que no conocía lo suficiente a Brecyne como para tener una idea de cuál era precisamente la palabra que terminaría de abrir la caja.
Pensó en la noche anterior, y dijo:
—Natalia.
La caja se abrió en el acto. En el interior encontró una diminuta tarjeta, que debía ser la necesaria para consultar las fichas de seguridad que le habían proporcionado. Encontró también seis discos de datos, que supuso conformaban el trabajo de desencriptado de la seguridad alcantarana, y otro disco de datos que de seguro contenía el mensaje que estaba programado en el arma que casi había matado a Dibaltji. Había también una tarjeta de comunicaciones, pero notó en el acto que esta podía ponerlo en contacto con cinco códigos. Con toda seguridad para comunicarse con el grupo que lo había entrevistado, para hacer sus informes diarios.
Sin embargo lo que le llamó de inmediato la atención fue una hoja de papel doblada por la mitad, y que resultó contener un breve mensaje escrito de puño y letra de Natalia Brecyne.
«Jaime. Estaremos esperándolo en Alcantar tres. Deseo que tenga un buen viaje.
Debe saber que la capital del Imperio está situada junto al mar, y los alcantaranos solemos ir desnudos a bañarnos. Me gustaría que tuviese la oportunidad de acompañarme a una discreta playa privada a la que suelo asistir.
Entenderá la razón de usar papel, supongo.
Natalia»
Desde luego que entendía las razones para usar papel. Si se sabía lo que debía hacerse, con casi todo registrado de forma digital, resultaba muy fácil rastrear un mensaje por mucho que no fuese transmitido. El papel se usaba para no dejar rastros que podían terminar por reconstruir el texto. Pero él entendía que también había otra razón para este mensaje en concreto. Brecyne le hacía una insinuación bastante directa respecto a ambos, y el papel manifestaba dedicación personal en hacerlo.
Se dio cuenta de que tenía que responder en la misma forma, y después de todo resultaba perfecto el papel para intentar dejar las cosas claras. Por lo menos eso esperaba.
El único problema era el como hacerlo. Tenía papel y bolígrafos en la bodega, pero al mismo tiempo la capitana Discridali seguía en su sala. Decidió entonces ocupar el otro lado del papel, pero de todos modos no tenía nada para escribirlo.
Se reunió con la capitana en su sala.
La alcantarana estaba de pie frente al mismo estante del que la noche anterior Brecyne había tomado una de las figuras de Carina. En las manos sostenía uno de los libros encuadernados en papel y lo miraba atentamente. Se había quitado la chaqueta y desabrochado otro botón de la blusa. Cuando Jaime entró en la habitación levantó la vista y sonrió.
—«Observé en dónde caía el dardo: cayó sobre una florecilla de Occidente, antes blanca, ahora púrpura por la herida del amor. Las muchachas la llaman «suspiro».
»Tráeme esa flor: una vez te la enseñé. Si se aplica su jugo sobre párpados dormidos, el hombre o la mujer se enamoran locamente del primer ser vivo al que se encuentran.
»Tráeme la flor y vuelve aquí antes que el leviatán nade una legua».
—Pondré un cinto a la tierra en cuarenta minutos —respondió Jaime, sin poder evitar una amplia sonrisa—. Mi obra favorita de Shakespeare.
—Es la primera vez que encuentro el texto en papel, señor Rigoche.
La capitana cerró el volumen y lo colocó con mucho cuidado en la estantería. Acto seguido volvió al sillón que ocupaba, se sentó y vació su vaso de ron.
—¿Está todo listo?
—En realidad no. ¿Tendrá un bolígrafo?
La capitana Discridali alzó ambas cejas, en una señal inequívoca de sorpresa, al tiempo que parecía divertida.
—Lamento decirle que conmigo no. Tengo uno, creo, en mi cuarto en la embajada.
Jaime pensó a la mayor velocidad que pudo.
—¿Tiene con usted algo de maquillaje?
Ahora la sonrisa de la mujer fue derechamente divertida.
—¿Usted no ocupa bolígrafos, señor Rigoche? ¿Teniendo libros en papel, no tiene nada con lo que escribir?
—Tengo bastante material para ello, capitana, pero en la bodega que está en el sótano. No quiero hacerle perder más tiempo del que puede necesitar de sueño, por ejemplo.
La mujer inclinó la cabeza en reconocimiento de la preocupación de Jaime, pero continuó sonriendo.
—Algo de pintura de labios. ¿Le servirá?
Metió la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y extrajo un pequeño tubo de color rojizo. Luego de mirarlo por un momento se lo extendió a Jaime.
—Si aún no está listo, ¿le molesta que me sirva otro poco de ron?
Él negó con la cabeza y volvió a meterse en su dormitorio.
Examinó un momento el aparato, sacó un pañuelo y probó la cantidad de pintura que salía al pulsar el botón posterior. Era muy poco pero sumamente concentrado. Al usarse podía aplicarse más de lo necesario, por lo que como bolígrafo no era recomendable.
Se metió en el baño, tomó un vaso de plástico, vertió dos dedos de agua y descargó un chorro de la pintura de labios. Luego llevó el vaso de regreso al dormitorio y sacó un peine del escritorio. Tras agitar un poco el vaso, metió una de las puntas del peine y lo probó como bolígrafo. El método no era el mejor ni con mucho, pero la demora lo estaba colocando algo nervioso.
«Natalia. Espero llegar lo antes posible al sistema Alcantar y finalizar la investigación a completa satisfacción del gobierno.
Agradezco la oferta, pero debo rechazarla. No sería apropiado el pasar tanto tiempo a solas con alguien que, lo quiera o no, sigue siendo sospechosa.
Jaime».
No era la gran cosa y, para peor, en Alcantar tres estaría en su territorio. De seguro que una mujer con su poder estaba habituada a que se cumplieran sus deseos, y el beso que le había regalado la noche anterior ya constituía demostración suficiente de su interés. Pero si Brecyne era inocente tendría que entender la razón para rechazarla.
Sacó de su camisa la tarjeta que Brecyne le diera, y la guardó junto con el papel en la caja, cerrándola en el mismo movimiento. De inmediato en la pantalla de la cerradura aparecieron las palabras INDIQUE NUEVA CLAVE.
Jaime pensó un momento y dijo en voz alta:
—Natalia.
La palabra apareció un momento para darle la oportunidad de modificarla si era necesario, y al cabo de un par de segundos desapareció.
Salió del dormitorio, pero se detuvo en seco al no ver por ninguna parte a la capitana. Su chaqueta seguía donde la había dejado, en el suelo junto al sillón, pero ella no estaba visible. El vaso del que ella estaba bebiendo tampoco estaba, pero sí el suyo. Reparó entonces en que la ventana que daba al balcón estaba abierta, y en ese mismo momento distinguió la silueta de Discridali fuera.
Dejó la caja y el pintalabios sobre la mesa, tomó su vaso y salió a la noche.
La mujer permanecía de pie con la mirada perdida en el horizonte. Sostenía el vaso en la mano derecha frente a sí, mientras el brazo izquierdo cruzaba por debajo de su pecho. Una tenue sonrisa aparecía en los labios, pero no era la que Jaime comenzaba a llamar «sonrisa alcantarana», sino que una que simplemente denotaba agrado y tal vez una pizca de melancolía.
Iba a decir algo para hacerle ver que se había reunido con ella, pero Discridali se le adelantó.
—Esta es una gran ciudad.
—Un poco grande y poblada para mi gusto, capitana.
—Sí, puede ser. —la mujer bebió un sorbo de su ron y continuó—. Llevo un año en Sigma, y es sólo la segunda vez que he venido a Nueva Gales. La primera fue cuando lo encontré en su negocio. Supongo que ese día me veía algo confundida.
—Un poco, no se lo voy a negar —respondió Jaime, acercándose.
—Bueno, lo dicho. Es una ciudad demasiado grande. ¿Ha estado alguna vez en la capital del Imperio, señor Rigoche? ¿En Alcantaria?
—Lamentablemente no, capitana. Pero estoy a pocos días de solucionar eso.
La mujer lo perforó con la mirada durante un momento, y Jaime vio en sus ojos algo que no pudo definir. Ya le había ocurrido antes con ella, y sólo parecía algo como un compás de espera. Esta vez era parecido, pero también los ojos aparentaban una sonrisa.
—Entonces cabe la posibilidad de que nos encontremos en la misma nave. Dejo Sigma en un par de días.
—¿Vacaciones?
—Sí y no. Termina mi asignación diplomática y vuelvo a casa para descansar un par de semanas.
—¿Cuándo sale de Sigma?
—No estoy segura. Oficialmente mi servicio terminó esta noche, o mejor dicho terminará cuando entregue la caja en la embajada. Me gustaría recorrer un poco su mundo, pero debo reportarme en los cuarteles generales en pocos días.
»Le pregunto porque Alcantaria es pequeña comparada con Nueva Gales. Tiene algo más de siete millones de habitantes, pero a diferencia de ustedes, no tenemos altas torres como esta. Por el contrario los edificios más altos de departamentos no llegan a las veinte plantas. Hay más altos, mucho más altos, pero son construcciones de gobierno o instituciones de investigación. El palacio imperial es gigantesco, tanto en altura como en extensión. Espero que tenga la posibilidad de conocer una buena parte de la ciudad.
»¿Viaja por placer?
—En parte sí.
La capitana enarcó una ceja, en un gesto encantador.
—Me invitaron a dar una conferencia en la academia de inteligencia, sobre desencriptado de códigos. Pero pretendo darme el tiempo de comportarme como todo un turista.
La capitana se inclinó y tomó del suelo la botella. Sirvió un poco más de medio vaso rellenando de paso el de Jaime.
Permanecieron en silencio unos instantes, justo cuando la segunda luna sigmana salía desde detrás de un edificio cercano. Jaime se entretuvo mirando cómo la tenue luz iba bañando el hermoso rostro. Los ojos se iluminaron, las facciones se vieron remarcadas por el fulgor azulino que daba el satélite y al mismo tiempo los anillos de la cabeza se mecían con la brisa nocturna.
—¿Ocurre algo?
Discridali amplió la sonrisa, pues parecía saber perfectamente lo que ocurría. Asimismo cambió el peso del cuerpo, apoyando la cadera en la barandilla del balcón, flectando una de sus piernas.
—¿Puedo hacerle una pregunta algo... complicada?
Ella abrió la mano libre en un gesto invitador.
—¿Todas las mujeres alcantaranas son tan...? —buscó un momento la mejor palabra pero ella se le adelantó.
—¿... cautivadoras y femeninas?
—Iba a decir sensuales o sexys, pero así suena mucho mejor.
La capitana dejó escapar una carcajada que reprimió en el acto llevándose una mano a la boca, seguramente recordando la hora de la noche.
—¿Lo pregunta por su encuentro con la ejecutiva Brecyne, la coronel Nesuv y la doctora Perryman? —entonces dejó escapar otra risa, algo más tenue, al ver la sorpresa en el rostro de Jaime—. Sí, supongo que no tiene por qué saber que en Sigma sólo yo estoy enterada de la presencia de miembros de tan alta jerarquía del Imperio.
—¿Sólo usted? ¿Ni el embajador?
—Sólo yo.
—Pero en la embajada me dijo que no tenía el nivel de seguridad para acompañarme en el elevador.
—Y en efecto así era. No tengo el nivel de seguridad para participar en reuniones de ese tipo. ¿Tanto le sorprende?
—En realidad sí. No creí que con el rango de capitán de navío tuviese ese compromiso de seguridad.
—Ni yo, pero el almirante Nigale confía en mí, valla uno a saber la razón. Supongo que se propuso mi nombre, y el resto lo aceptó.
—Bueno, supongo que eso explica que el cuarto funcionario de la embajada actúe como correo.
—En efecto eso lo explica —respondió Discridali, haciendo el mismo gesto que Brecyne al alzar el vaso en algo parecido a un brindis.
Una vez más quedaron en silencio, que fue roto por ella.
—¿Y bien?
—¿Bien qué?
—¿Por cuál de las tres autoridades me preguntó sobre la feminidad alcantarana?
—No se excluya, capitana. Tiene todo el derecho a estar en ese grupo.
Ella amplió la sonrisa en ese estilo particular alcantarano, al tiempo que inclinaba la cabeza en agradecimiento.
—Bien, ya que lo pregunta, y como no lo hace por nadie en particular, además del hecho que irá al mundo de origen, debe saber que la mujer alcantarana desarrolla esta conducta con los años. Es una consecuencia a la... digamos mejora genética.
»¿Qué edad cree que tengo, señor Rigoche?
—Diría que unos veinticinco años estándar.
—¿Y tan joven con el rango de capitán de navío?
—soy un perfecto ignorante en las cuestiones militares, pero supongo que en realidad sería una edad algo temprana para alcanzar ese rango. Sin embargo no representa ni un poco más de los veinticinco.
—Tomaré eso como un cumplido.
La mujer volvió a inclinar la cabeza, y Jaime se dio cuenta de que el gesto era, por simple que fuese, provocativo.
—Tengo cuarenta y siete años estándar. Cuando dejamos por fin atrás la adolescencia, los alcantaranos comenzamos a envejecer a un ritmo muchísimo más lento que en el resto de los mundos de la unión. Por lo mismo, en el caso de las mujeres, permanecemos sexualmente activas durante un buen número de décadas. Los hombres también, pero con el paso de los años se tornan más galantes, y entran en un juego de conquistas. Las mujeres, por regla general, permanecemos algo más desenfadadas, pero vamos aprendiendo a estimular a los hombres con los movimientos del cuerpo y otros gestos.
»Me excluía de ese grupo, señor Rigoche, porque todavía soy joven como para captar todos los matices posibles.
—Pues no se queda muy atrás, si no la ofendo al decírselo.
—No ofende. Muy por el contrario. En todo caso no le pregunte su edad a una mujer alcantarana. Es visto como algo de muy mal gusto.
Jaime recordó en el acto que la noche anterior precisamente le había preguntado la edad a Brecyne, cuando se iba del departamento.
—Bueno, es hora de que me retire —dijo la mujer, al cabo de unos segundos en los que se quedaron mirando fijamente. A Jaime le pareció posible llegar a perderse en los ojos de ella, de un negro tan profundo como su cabello.
Entraron en la sala y en cuanto ella recogió sus cosas, la acompañó a la puerta.
Durante un momento intentó sostener la caja con una sola mano, pero el peso de la misma, por los mecanismos de seguridad que contenía si era abierta por quien no debía, se lo impidieron. Jaime recordó que en la embajada ella le había estrechado la mano cuando se despidieron, y supuso que intentaba hacerlo otra vez. Sin embargo luego de unos momentos ella soltó una tenue risa y se encogió de hombros.
—Espero que nos encontremos en la misma nave que lo lleve a Alcantar tres, señor Rigoche.
—Lo mismo digo, capitana Discridali.
La mujer inclinó una vez más la cabeza, le dedicó esa sonrisa tan cautivante y acto seguido se marchó. Jaime cerró la puerta y esperó un momento antes de dejar escapar una sonrisa. Desde luego que la capitana Discridali quería estrecharle la mano.

sábado, 6 de junio de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 2: Compañía Femenina (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 2:
COMPAÑÍA FEMENINA (PARTE 2)


—Respóndame algo con total sinceridad, Jaime —dijo todavía dándole la espalda y sosteniendo un pequeño pájaro de madera con ambas manos.
—si está en mis posibilidades, desde luego.
—¿Qué edad cree que represento físicamente hablando? —preguntó dándose vuelta para mirarlo—. Piense que acaba de verme en la calle. De pie cerca de usted, en lugar de en su departamento. ¿Cuántos años estándar diría que tengo?
Jaime respondió en el acto, para hacerle ver que no necesitaba pensarlo.
—Entre treinta y cinco y cuarenta. Ni un año más de cuarenta, pero más cerca de los treinta y cinco.
—Sabe, desde luego, que eso es imposible, ¿verdad?
—Sí.
El rostro de la mujer, que durante todo el tiempo que llevaban hablando había mostrado una tenue o amplia sonrisa, ahora aparecía serio y pensativo.
Se acercó a Jaime y se sentó a su lado en el sillón. Luego se inclinó por sobre la mesa para alcanzar su vaso y lo rellenó.
—La gran razón para que ninguno de nosotros cinco intervenga en esto, es simplemente el grado de conocimiento que existe. Jaime, conozco y soy amiga de Patricia hace más de sesenta años estándar. En el caso de Hafar, más tiempo aún. Glen Takamura es, en algunos sentidos, mentor de Nadelia, y al mismo tiempo es amigo íntimo de Hafar Nigale. En lo personal no me considero amiga de Takamura, pero en el caso de Nadelia Perryman, si bien es a quien trato hace menos tiempo, la considero una amiga. Una amiga valiosa.
»Soy perfectamente capaz de hacer mi trabajo por sobre cuestiones personales, pero si se trata de algo que nos une tan estrechamente como la identidad de Antonio Dibaltji, me veo en la necesidad de admitir que intervienen mis sentimientos. En otras palabras, Jaime, no me es fácil ser imparcial.
»Como bien dijo anoche y ha repetido ahora, existe una alta probabilidad de que alguno de nosotros esté, directa o indirectamente, involucrado en el ataque. Es decir que debo desconfiar de amigos íntimos, al tiempo que intento justificar mis propias dudas sobre ellos.
—¿Y si en definitiva alguno de sus amigos está involucrado en esto?
Brecyne giró la cabeza y lo miró. Cualquier rastro de sonrisa coqueta o no había desaparecido, y en los ojos cobrizos se veía sólo frialdad.
—En ese caso haré mi trabajo, Jaime. Pueden ser mis amigos íntimos, pero tengo muy claro hacia dónde apunta mi lealtad.
Si bien Jaime comprendía que no se le podía descartar como posible sospechosa, no pudo menos que admirarla. Era obvio que le había resultado muy difícil decir todo lo anterior, aunque no la conocía como para saber si era sincera.
—Existe otro problema.
Brecyne alzó una ceja, al tiempo que su rostro se relajaba visiblemente.
—Considerando alta la probabilidad de que uno de ustedes cinco sea responsable, con la maquinaria que tienen a su disposición resulta facilísimo eliminar a quien quiera que se haga cargo de la investigación. De hecho, sin llegar a ese tipo de extremos, sería incluso más fácil dificultar las indagaciones ya que, evidentemente debería recabarse información a medida que se avance.
—Un punto sumamente válido, y que significa un problema real y concreto. Sin embargo tiene una solución fácil. Somos cinco, Jaime. Si uno o dos de nosotros dificulta la investigación, sólo se hace necesario acudir a alguno de los otros. Por mucho que la necesidad esté fuera del campo de esa persona, el nivel que ocupamos en el gobierno hace que casi cualquier cosa sea accesible.
—tiene respuesta para todo, ¿verdad?
reapareció la sonrisa, aunque tenue.
—Es una parte importante de mi trabajo.
»¿Le sirvo otro? —dijo señalando el vaso ahora vacío de Jaime.
Él le sonrió y colocó el vaso en su mano, cayendo en la cuenta de que era la primera vez que sonreía desde que entrara en el departamento.
—Ha contrarrestado todas mis objeciones, pero queda una incuestionable.
Brecyne le puso el vaso, ahora lleno otra vez, en la mano y esperó.
—Existe una alta probabilidad, más alta incluso que alguno de ustedes esté involucrado en esto, de que el intento de asesinato no tenga nada que ver con el Imperio Alcantarian. Sí, sí —se apresuró a decir—, sé bien que el destinatario del mensaje es aparentemente alguien que tiene acceso a los sistemas de comunicación imperiales o de gobierno, pero ello no elimina la posibilidad de que se trate de un crimen, digamos, pasional.
»Puede ser cualquier cosa. El intento de homicidio de un ciudadano dreviano por parte de alguien de alto rango en el Imperio. Tal vez alguien que se infiltró en la red de comunicaciones imperial, con el objeto de hacer más difícil que lo rastreen.
—No niego eso, Jaime. De hecho espero que se trate de algo así. Sin embargo esa posibilidad implica una penetración de alto rango en nuestros sistemas. Cuando llegamos al punto de determinar que el mensaje iba dirigido al sistema de origen, Patricia casi sufrió un colapso.
»La seguridad del Imperio está comprometida, sea quien sea el responsable. Si es uno de nosotros cinco, el asunto es más que grave. No obstante, si es otra persona, sigue existiendo un problema serio de seguridad.
»No puede negar, Jaime, que un perfecto extraño es una de las mejores posibilidades para investigar. No sería tomado en cuenta. Muy por el contrario es sumamente fácil descartar, digamos, a un turista. Se trataría de un turista muy bien relacionado como para conocer a algunas personas importantes y asistir a unas cuantas actividades sociales. Podría ser una persona invitada a dar una conferencia sobre descifrado de códigos, por ejemplo.
—No da pasos en falso, ¿verdad?
La mujer alzó el vaso otra vez, en algo parecido a un brindis.
—Le hemos entregado la información completa y el adelanto que nos pidió. Hasta aquí sus solicitudes han sido cumplidas, pero sigue sin aceptar el trabajo. ¿Por qué?
—Sea como sea —comenzó a responder Jaime—, alguien del gobierno alcantarano aparentemente está implicado en esto. Eso transforma, Natalia, el asunto en algo peligroso. Peligroso para la vida.
—Pero hay algo más —intercaló Brecyne.
—Como investigador estoy retirado.
—Eso es relativo, y usted lo sabe.
Ella tenía razón, desde luego. No se podía dejar de ser investigador con mover un interruptor. A lo largo de los años se habían desarrollado los instintos, la percepción, el análisis y los recursos propios. A fin de cuentas había identificado las dificultades propias del trabajo en cuanto tuvo la mayor parte de los detalles, y eso que no los conocía todos.
—Quiero estar más tranquilo, Natalia. Me han pasado muchas cosas siendo investigador, y creo que en el fondo estoy algo cansado.
Se produjo un largo silencio en el que ambos bebieron pequeños sorbos de sus vasos.
—De acuerdo —dijo finalmente Brecyne—. No insistiré más en el tema, Jaime. He intentado todo cuanto se me ocurre, y usted no termina por aceptar el trabajo. Lo único que me quedaría por intentar es presionarlo con algo, pero no lo haré. Me rindo. La última palabra está en sus manos.
Vació el vaso y se incorporó. Jaime la imitó. Rodeó la mesa hasta donde había estado sentada y se colocó la chaqueta. Luego recogió la bolsa.
—Es unidireccional —dijo sacando de la chaqueta una tarjeta de comunicación y dejándola en la mesa con lo demás—. Si su respuesta es sí o no, le bastará insertarla en cualquier terminal. Si dice que sí, le haré llegar los códigos necesarios para que tenga acceso a las fichas de seguridad. Si dice que no, alguien acudirá a recoger la información.
Hizo una pausa larga, durante la cual volvió a clavarle los ojos.
—Estaré en Sigma otros dos días. Digamos que tiene hasta entonces para responder. Ya le hemos entregado toda la información necesaria, sin hablar del riesgo que ello implica para el Imperio.
—En realidad falta algo.
Brecyne no había hablado en tono de molestia, sino que simplemente daba por terminada la reunión. Jaime apreció el gesto, pero no era del todo honesta. Aún así pareció sorprendida por sus palabras.
—¿Cuál es la real intervención de Nigale en esto?
—No le entiendo.
—Sí que me entiende. Por mucho que sea el comandante en jefe de la flota imperial, por mucho que sea su amigo desde hace años, él tiene que acatar sus órdenes, por extrañas que sean. Si él quiere más información de, por ejemplo, por qué saca de las fronteras del Imperio a un recién nacido, usted puede negarse a responder, y sólo serían cuatro personas en este reducido círculo.
Permanecieron de pie, uno frente al otro, mirándose. Al cabo de un momento apareció una tenue sonrisa en el rostro de ella. Se inclinó sobre la mesa, tomó su vaso y vertió un dedo de ron, que bebió de un trago.
—Al final resultará que fue la elección correcta. Algunos de mi grupo querían buscar a otra persona que hiciera el trabajo. Debo decir, si sirve de algo, que insistí en que fuera usted.
»Tiene razón, desde luego. La participación de Nigale es mucho más profunda en esto. Él es el padre de Antonio Dibaltji.
—Y él lo sabe.
Brecyne asintió.
—¿Entonces, el almirante Nigale es el amante de la emperatriz?
—Era. El doctor Takamura también mintió anoche, pero para proteger a Hafar. Él le ordenó a Takamura que no finalizara la gestación. Luego concurrió a mí, pero cuando faltaban un par de semanas para el nacimiento.
—¿Y en todos estos años Nigale nunca hizo nada por su hijo?
Brecyne meneó la cabeza.
—Usted no entiende, Jaime. Hace dos meses fue la primera vez en veintitrés años que yo pensé en el hijo ilegítimo de la emperatriz. Según Hafar me contó cuando esto empezó, él fue un par de veces de incógnito a Drevia y vio desde lejos al muchacho, pero antes del ataque hacía casi seis años que no sabía nada de él. Sólo Patricia estaba medianamente enterada de la vida de Dibaltji, y eso resulta obvio por su cargo.
»No somos insensibles, si es eso lo que lo tiene tan asombrado. Lo que ocurre es que somos leales al Imperio, Jaime. Piense que yo llevo varias décadas de servicio incondicional a la familia imperial y al pueblo alcantarano. Hafar ingresó a la flota antes de cumplir los diecisiete años. El Imperio es nuestra vida y consume nuestro tiempo. ¿Por qué cree que no me he casado?
La mujer se encaminó a la puerta y Jaime fue tras ella.
—Estaré esperando su respuesta —dijo cuando ya estaba en el pasillo que daba al elevador—. Sea afirmativa o negativa, estaré esperando que envíe la comunicación. De todos modos...
se le acercó, le puso ambas manos en las mejillas y lo besó en la boca. Primero sólo apoyó los labios, pero casi de inmediato ejerció un poco de presión, comenzando a abrirle la boca para jugar con la lengua.
Por increíble que le pareció después, a Jaime le resultó sorprendentemente fácil e inesperado devolverle el beso, pero en cuanto lo hizo Brecyne se le colgó del cuello, pegando su cuerpo contra el suyo. Entonces él satisfizo su curiosidad, enterrando su mano derecha en la cabellera de la mujer, justo en el nacimiento de la hermosa trenza. Era sedosa, firme, abundante y deliciosa al tacto.
Al cabo de ¿cuánto?, ¿veinte?, ¿treinta segundos?, ¿un minuto?, Brecyne se separó pero continuó colgada de su cuello. Los hermosos ojos cobrizos estaban fijos en los suyos, sin parpadear. La respiración de ambos era acelerada y, una vez más, ella mostraba una sonrisa llena de coquetería.
Cuando le tomó la mano izquierda, Jaime se dio cuenta, horrorizado, que ésta permanecía posada en su pecho. El beso había sido increíble, casi imposible de resistir, pero lo aterrorizó darse cuenta de que estaba toqueteando a la jefe de gobierno del Imperio Alcantarian. No obstante ella no se la retiró y por el contrario hizo que apretara un poco más.
—Le repito que estaré en Sigma otros dos días, esperando su respuesta.
—¿Y eso fue por...?
—Podría decirle que se trató de un incentivo para que valla a Alcantar tres. En realidad se debió a que me moría de ganas por hacerlo.
Se separó, aunque sostuvo delicadamente la mano de Jaime unos momentos más, para que él notara la suavidad de su piel.
—Buenas noches, Jaime —dijo dándose vuelta y caminando hacia el elevador.
—Natalia.
Ella giró la cabeza.
—¿Cuántos años tiene?
La mujer le dedicó una nueva sonrisa y una ligera inclinación de cabeza, pero no respondió.

A las nueve de la noche del día siguiente, Jaime terminó de llenar la ficha de un nuevo socio del club y en cuanto estuvo listo, cerró el establecimiento. Tres jornadas de funcionamiento, y tenía once socios. Además habían entrado algunas personas que no terminaban de decidirse a formar parte de su club, pero ello sólo quería decir que las cosas marchaban.
Cuando la puerta se cerró y el plastiacero quedó opacado, se dejó caer en el sillón de su oficina, que ocuparía cuando contratara a alguien que se hiciera cargo de la atención de público. Cuando los ingresos se lo permitieran.
Por cuarta o quinta vez en el día sacó del bolsillo de su camisa la tarjeta de comunicación que Brecyne le había dejado. La hizo girar en la palma de la mano durante unos momentos, sin mirarla. La decisión estaba tomada, en gran parte gracias a Jerry, luego que pasara como todos los días a visitarlo después de las cuatro de la tarde.
Le había contado todo, incluso lo del beso, aunque manteniendo en secreto la identidad de la mujer.
—Oye, eso es algo que no se puede olvidar con facilidad —le había dicho luego que terminara de narrar los hechos de la noche—. El beso de una mujer alcantarana es estimulante, casi adictivo.
Entonces lo había besado intensamente por un largo momento.
—Eso lo aprendí cuando estuve en Anjra dos.
—Me gustó.
—Jaime, si terminas aceptando el trabajo, espero que tengas la posibilidad de estar en la cama con una mujer alcantarana. Yo tuve una amante en Anjra, y fue una de las experiencias más intensas de mi vida.
—¿No te pondrías celosa?
—Claro que no. Sería sólo sexo, tonto.
—¿Y si me hiciera adicto?
—Entonces volverías a mí ansioso por calmar tu adicción. Una perspectiva más que atractiva.
—No sé qué hacer, la verdad —le había dicho, meneando la cabeza—. El pago es más que tentador, como de seguro entiendes... pero lo que realmente me hace dudar es el trabajo en sí. Es un verdadero desafío.
—Bien, piensa en esto: tal vez el aceptar el trabajo sea lo que necesitas para comenzar a sanar definitivamente. Una forma de matar los fantasmas que todavía te acosan. Pero Jaime, si terminas aceptando el trabajo, tienes que tener claro que lo haces para cumplir con tu patrón y no para satisfacer tus necesidades. Si aceptas, tiene que ser porque quieres cumplir como lo hacías antes, y no por una cuestión tuya. En otras palabras, que tu aceptación, si la das, sea estrictamente profesional.
»Si te das cuenta de que ya no puedes hacerlo, de que ya no eres un investigador, entonces recházalo sin dudar ni un minuto. Si para peor se trata de algo peligroso, pregúntate si el pago vale la pena como para poner tu vida en riesgo. Averigua, en pocas palabras, qué eres luego de tres años de inactividad.
Y durante el resto de la tarde se había estado preguntando qué era ahora. Hacía más de tres años desde el último trabajo. Eso podía haber atrofiado los instintos o eliminarlos casi por completo. No obstante aparentemente no era así, pues había detectado sin mucho problema que faltaba algo en la historia de Nigale en ese selecto grupo. También había notado los detalles del control que ejercía Brecyne en la entrevista, tanto en la embajada como en su propio departamento.
El gran problema radicaba, según creía, en lo que realmente quería hacer a continuación. ¿Prefería descansar y estar tranquilo? ¿Quería desempeñarse sólo como el dueño del Club Sigma? ¿Quería volver a experimentar el empujón de la adrenalina por un trabajo?

Hizo saltar la tarjeta de comunicaciones de la mano izquierda a la derecha, y en cuanto la atrapó la insertó en el mismo movimiento en su computador de bolsillo. Apareció en ese momento un holograma con el símbolo del Imperio Alcantarian, dos espirales que rodeaban una estrella de cuatro puntas, al tiempo que una voz decía:
—Digite el mensaje que quiere enviar.
Había llegado a ese punto dos veces antes. La primera estuvo a punto de escribir la palabra «sí». La segunda vez había escrito la palabra «No», pero no había enviado la transmisión.
Ahora por el contrario escribió simplemente «Contácteme», y envió el mensaje. En el acto la tarjeta salió por si sola de la ranura y se la volvió a guardar en el bolsillo.
Apagó todo y salió del Club, rumbo a la calle. Le dio una última mirada al edificio, y sonrió. Luego se metió en su VSA, y estaba por encender el motor cuando el avisador de su computador de bolsillo comenzó a sonar.
Abrió el aparato, pulsó el botón de recepción y en el acto se formó una imagen bidimensional en la que el rostro de Natalia Brecyne lo miraba. Llevaba el cabello completamente suelto, pero como si se estuviese preparando para hacer la trenza, éste pasaba ya por su hombro izquierdo. Tampoco tenía formados los anillos típicos de las mujeres alcantaranas, y al igual que la noche anterior, no usaba nada de maquillaje. Detrás de ella se veía una ventana en la que destacaban copos de nieve cayendo en un cielo completamente nocturno.
—¿Imagen no holográfica?
—Es menos nítida pero mucho más segura, Jaime.
—Espero no haber interrumpido nada.
—Por el contrario. No respondí de inmediato porque estaba en la ducha. Tienen ustedes unas muy buenas pistas de trineo en este otro continente.
—¿Me creería si le digo que no las conozco?
—Puedo tener un transporte para usted en media hora fuera de su apartamento, y luego serían tres horas para que nos reuniéramos.
—Tentador, pero no la llamo por eso.
—Imagino que no, lamentablemente. ¿Puedo hacer algo por usted? Es decir, además de tratar de convencerlo de aceptar la oferta del transporte.
—Si acepto el trabajo, ¿de qué condiciones hablamos?
—Ah, eso. —la mujer tenía un tono de voz decepcionado, pero por el contrario amplió la sonrisa—. Es bastante simple en realidad. Que nos informe una vez al día como mínimo, ya sea en persona o por mensajes. En cualquiera de ambos casos, a más de uno de nosotros.
—¿Algo más?
—Trasladarse a Alcantar tres en el menor tiempo posible. Tratándose del primer trabajo fallido de Redswan, suponemos que no intentará un nuevo ataque contra Dibaltji, pero no podemos estar seguros de que sea así. Por ello urge saber la identidad de quien sea que haya contratado el crimen.
—Bien, Natalia, la respuesta es sí. Acepto el trabajo.
Jaime vio cómo la mujer se dejaba caer contra el respaldo del asiento en el que estaba sentada, y una innegable expresión de alivio cruzaba su rostro. Al mismo tiempo volvió a deslumbrarlo con la sonrisa que ya le conocía muy bien, mientras asentía.
—Esta noche, en un par de horas, alguien de la embajada irá a verlo a su apartamento. Le llevará toda la información que falta. El mensaje, el proceso que seguimos para desencriptar lo que pudimos, la tarjeta de seguridad para acceder a las fichas y un pasaje para la siguiente nave al espacio alcantarano.
—No. Necesito unos días para poner unas cuantas cosas en orden aquí, sobre todo lo que dice relación con mi establecimiento, antes de largarme.
—¿Cuánto estima que le puede tomar eso?
—Espero que no más de tres días. Cuatro como máximo.
—Me parece aceptable.
—Según el horario de esta parte del mundo, son las nueve y media de la noche. Si manda a alguien, dígale que en tres horas. Cuatro sería ideal.
—¿Puedo preguntar el motivo de la demora?
—Un par de personas que tengo que ver y cosas que arreglar, para poder salir de sigma cuanto antes.
—¿Cree que pueda estar listo para pasado mañana en la mañana? —preguntó Brecyne, pasando una mano por el cabello que formaría la trenza, mientras apoyaba la otra mano en la barbilla.
Jaime negó en el acto. En realidad sí que podía estar listo para ese momento, pero supuso que la idea de la mujer era invitarlo a salir rumbo al sistema Alcantar con ella. Eso podía producir el sexo al estilo alcantarano del que Jerry le había hablado tan bien, pero no tendría relaciones con uno de los sospechosos, por más atractiva que fuese la perspectiva. Eso podía nublar su juicio, y el recuerdo del beso con Brecyne estaba grabado a fuego en su mente.
—Tengo que dejar a alguien que me reemplace en el Club, y eso representa explicarle, mostrarle y ponerlo al tanto de todo. Además hay otras cosas que tengo que hacer.
—Bueno —dijo la mujer encogiéndose de hombros en un gesto exquisito del que aparentemente no era consciente—, esa tarjeta de comunicación seguirá activa hasta mi salida de su mundo. Si termina antes avíseme, y estaré más que encantada de darle transporte.
—Una vez más, gracias. Disfrute de la nieve.
Jaime iba a cortar la transmisión, pero la mujer volvió a hablar.
—Por cierto.... deme un segundo.... —ella movió ambas manos fuera de la vista, desvió los ojos a su derecha por un momento, y luego se volvió a mirarlo, otra vez con la sonrisa al estilo Brecyne—. El disco de crédito ya es válido. Puede hacer la transferencia en cualquier momento desde ahora.
—Es muy amable, Natalia.
—Por el contrario, es lo que acordamos. Lo veré en Alcantar, Jaime. Confío en que, además del trabajo y de la conferencia sobre algoritmos de encriptado, encuentre hermoso mi mundo.
Sin poder evitarlo, él respondió:
—Si es tan hermoso como usted, estaré más que encantado de ir.
La mujer le dedicó otra sonrisa, inclinó ligeramente la cabeza y cortó.

martes, 2 de junio de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 2: Compañía Femenina (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 2:
COMPAÑÍA FEMENINA (Parte 1)

—¿Otra cerveza?
Jerry asintió y le entregó el vaso. Jaime se levantó, sacó del bar una botella cerrada, sirvió dos generosas porciones y se reunió con ella en el sofá.
Habían ido a cenar a un buen lugar que él conocía cerca de la salida oeste de la ciudad, y luego a bailar. Ahora terminaban la noche, a la una de la mañana, en el departamento de ella.
Definitivamente había comenzado entre ambos una relación que iba más allá de la amistad, pues durante el baile se habían besado repetidas veces como un par de adolescentes. Además, para confirmar el hecho, Jerry no había dejado de exhibir una gran sonrisa desde la noche anterior, cuando dejaron la embajada alcantarana.
Jaime se reclinó luego de beber un sorbo, y en el acto ella se apoyó contra su hombro. Luego giró levemente y lo besó en la comisura de los labios.
—Perdona que insista, pero no dejo de pensar en la cantidad que te ofrecieron.
—Ni yo. Créeme si te digo que no valía la pena.
—Me has dicho que no pregunte pero, ¿por qué?
—Te repito, por enésima vez, que no se me entregaría toda la información necesaria para completar el trabajo. Y es información indispensable para hacerlo. Además el trabajo en sí me puso los pelos de punta con sólo enunciarlo.
—Muy bien, no insistiré en eso. Pero no me puedes negar que con esa cantidad recuperarías tu inversión en el Club Sigma, y te sobraría para muchas cosas.
Jerry dejó escapar un suspiro antes de volver a hablar.
—Debo decir que en cierto modo me alegro de que no hayas aceptado la oferta.
—¿Por qué?
—Bueno —dijo sonriendo—, las alcantaranas, mi querido Jaime, tienen en general un atractivo que es casi legendario. Dentro de lo poco que me has dicho está el que tendrías que moverte a su mundo de origen, y estarías rodeado de bellezas genéticamente mejoradas.
Jaime bebió un nuevo sorbo y dejó el vaso en la pequeña mesa que tenía a su derecha. Luego, mientras le respondía, la abrazó por la cintura.
—Eso puede ser verdad, pero no se comparan contigo.
Jerry se incorporó, dejó el vaso en el suelo y se abrazó también a él.
—Eres un adulador —le dijo, mordiéndole suavemente la oreja.
Comenzaron a besarse una vez más. Ella lo estrechó con fuerza, hundiendo una mano en su cabellera. Jaime comenzó a besarle el cuello, al mismo tiempo que la mano derecha encontraba su pecho, y sintió claramente endurecerse el pezón con el contacto. La respiración de ella se aceleró , al tiempo que notaba cómo ocurría lo mismo con la suya. La mano que permanecía en su espalda fue soltando los broches que le cerraban el vestido y, cuando la fina prenda se deslizó por los hombros, su boca encontró de inmediato el pezón.
Comenzó entonces a reclinarse sobre ella en el sofá, y cuando la nuca de Jerry descansó en el terciopelo, se dio cuenta que la chica se las había arreglado para soltarle el cinturón y desabrocharle el pantalón.
Unos minutos después, cuando ambos habían explotado por fin, Jaime seguía recostado sobre ella, sintiendo el maravilloso contacto de su piel.
—Eso fue genial —dijo Jerry con una amplia sonrisa—. Superas mis expectativas, encanto.
—Acepto el cumplido, y digo lo mismo respecto de ti.
Ella le besó la punta de la nariz, luego la barbilla y finalmente los labios.
—¿Te sientes liberado?
Jaime meditó la pregunta.
Si no fuese Jerry, el insinuar su relación con Carina, como ella acababa de hacer, le estaría quitando la magia al momento. No era así. Por el contrario parecía afirmar el hacer el amor con ella.
—Sí. Creo que me siento liberado, pero no es por eso que quise que tuviéramos relaciones, Jerry.
—Cuéntame —dijo ella, aferrándolo.
—Será difícil que deje a Carina en el pasado, eso lo sabes, pero hace un momento no pensaba en ella ni en lo que tuvimos. Pensaba en ti y en lo que tenemos y podemos llegar a tener. Te he dicho muchas veces que Carina significó mucho para mí, pero no estoy contigo ahora, esta noche, para sacarme su recuerdo de la mente. Estoy contigo porque quiero estar contigo.
—Eso es muy lindo, Jaime. Te agradezco esas palabras, que son más de lo que esperaba, te lo digo en serio.
»Sé que no podrás evitar el compararme con Carina, pero dame tiempo. No, no lo niegues —se apresuró a decir—. Fueron casi siete años de relación bastante intensa, según tú mismo me has contado. Sólo te digo que está bien. Es inevitable y normal que compares.
»Sin embargo creo que, ahora, luego de tres años de luto por ella, tienes que continuar. Y yo estoy aquí para ti. Tal vez sea pronto para decirlo, pero no puedo mentirte ni mentirme. Me gustas mucho, Jaime Rigoche. Creo que desde el mismo momento en que te vi limpio y despejado por primera vez. Tiempo después de la bofetada...
Jaime recordaba a medias ese momento. Sin duda alguna estaba totalmente borracho en algún rincón de su departamento, cuando Jerry había aparecido como por arte de magia, gracias a su primo Sergio. Ella había encontrado y tirado todas y cada una de las botellas de los diferentes alcoholes, ante su atónita mirada. Luego, cuando fue a protestar, Jerry abrió todas las ventanas sin siquiera dirigirle la palabra. Recordaba haberle dicho algo, y después el golpe. Luego de eso las cosas se ponían neblinosas.
Poco a poco ella lo había devuelto a la vida, en circunstancias que nadie más lo logró. De hecho algunos amigos comunes a él y Carina ni siquiera lo habían intentado. Su propio primo, el familiar más cercano que le quedaba a Jaime, no había tenido el valor suficiente para intervenir, así que le había rogado a Jerry, una completa desconocida, que lo ayudara.
—¿Piensas a menudo en ella? —preguntó Jerry luego de un silencio en el que ambos se encontraban en profundas reflexiones.
—Claro que sí, pero si estoy contigo deja de ser una presencia y se transforma en recuerdo. Hace un momento, mientras hacíamos el amor, sólo estabas tú.
—Bien, nos ocuparemos entonces de que sólo esté yo. Así irás sanando y me irás queriendo.
—No me cabe duda de eso.
Hicieron el amor otra vez, de forma algo más desenfrenada. Luego Jaime se marchó, ya que ella debía levantarse muy temprano para concurrir a una prueba preliminar en la base de un nuevo sistema de escudos de combate, y en realidad ninguno estaba seguro de que fuese una buena idea pasar la noche juntos. Por lo menos no todavía.
Jerry le preguntó si quería que lo llevara a su departamento, pero él se negó. Por un lado no le parecía sano que ella tuviese que ir y volver, perdiendo así tiempo de sueño y, por otro lado, se sentía con ánimo para caminar. Serían algo así como quince cuadras, la noche era agradable y se sentía muy bien.
Las calles estaban casi completamente vacías, aunque en realidad Nueva Gales nunca dormía. Era la ciudad más grande de sigma, con casi treinta millones de habitantes y la sede del famoso mercado negro sigmano. Incluso sin eso, la megalópolis concentraba la mayor parte del comercio en el sector. El puerto espacial recibía un flujo constante de gente a todas horas, y el turismo se encargaba del resto.
Afortunadamente las calles también eran tal vez unas de las más seguras de la unión, y Jaime agradecía la estricta vigilancia de las autoridades y de los negociantes.
Caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos de los pantalones, con una sonrisa en los labios y con la mente llena de Jerry.
¿Era tan sólo el día anterior cuando la había besado por primera vez? Sí. Ella lo había querido desde hacía tiempo, de eso estaba seguro, pero la noche anterior, con el vestido para la recepción en la embajada tuvo la seguridad de que él podía estar dispuesto a responder a sus cada vez mayores insinuaciones.
Se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de ciclistas que ocupaban gran parte del espacio.
Resultaba indiscutible que todo había comenzado la noche anterior al besarse contra la ventana del departamento de ella, pero también era lógico suponer que él quería hacerlo desde un tiempo atrás. De otro modo no le hubiese resultado tan fácil. No con el recuerdo de Carina todavía vivo y fuerte en su mente.
Un VSA pasó por sobre su cabeza a unos tres metros, preparándose sin duda para aterrizar.
Durante la fiesta en la embajada alcantarana las cosas se habían desarrollado sobre ruedas. Jerry era una presencia formidable en un evento así, sin mencionar que una compañera de baile excepcional. Con el paso de los minutos se iban acercando, y había sido cuestión tan solo de dejarse llevar.
Dobló por la calle que lo dejaría en su edificio, esquivando por poco a un grupo de turistas alfanos que caminaban totalmente ebrios en sentido contrario.
Cerca de las dos de la mañana, cuando dejaba a Jerry en la puerta de su departamento, habían estado algo así como cinco o diez minutos besándose intensamente. Ambos estaban algo chispeados por el alcohol ingerido, y resultaba evidente ahora para Jaime que había deseado a Jerry en esos momentos.
En retrospectiva le parecía obvio suponer que, si se hubiese negado a seguir a la capitana Discridali, tal vez se habrían pasado la noche haciendo el amor.
Ese pensamiento le trajo a la memoria, otra vez, el tema de los dignatarios alcantaranos y sus revelaciones sobre la familia imperial.
Había rechazado la oferta porque quería dejar al investigador privado en el recuerdo, eso estaba claro. También había rechazado la oferta por la negativa a entregarle la información sobre ellos, eso también estaba claro. Sin embargo estaba claro también que los detalles le resultaban fascinantes. Como trabajo resultaba ser un desafío, sin mencionar el aspecto económico.
No conocía el mundo alcantarano de origen, y eso agregaba algo más a la oferta rechazada. Sin embargo era el desafío lo que le hacía volver una y otra vez a la entrevista de la noche anterior.
Entró en su edificio y llamó al elevador pensando todavía en ello. Tal como Jerry le dijera unos minutos antes, las tres mujeres a las que había visto —cuatro contando a la capitana Discridali— eran sumamente hermosas, siendo que debían tener edad como para ser su madre o tal vez su abuela. Ninguno de los presentes en la habitación podía tener menos de sesenta años. De hecho ochenta era más realista. El doctor Takamura, sólo como ejemplo, parecía tener unos cincuenta años sigmanos, pero era muy poco probable que tuviese algo más de veinte cuando habían ocurrido los sucesos que se relacionaban con el nacimiento del primogénito. En realidad ya en ese momento era el médico de la familia imperial, y parecía altamente improbable que con veinte o treinta años de edad ocupara el cargo.
Brecyne y Nesuv eran un ejemplo mucho mejor. Nesuv parecía rondar los cuarenta años sigmanos y Brecyne entre los treinta y cinco y cuarenta, pero treinta años atrás ya ocupaban los mismos cargos. Cabeza de la administración y directora de seguridad. Muy difícil que alguna de esas responsabilidades se alcanzaran con menos de cincuenta años de edad.
Ni hablar de Nigale. Treinta y tres años atrás era ya comandante en jefe de la flota alcantarana, rango que se alcanzaba como final de una larga, muy larga carrera militar.
Se preguntaba cuál sería la media de vida en los ciudadanos del Imperio Alcantarian cuando salió del elevador y llegó frente a la puerta de su departamento. Digitó su código y colocó la palma de la mano en el lector. De inmediato se oyó cómo los cerrojos se abrían, así que empujó la puerta y entró. Dejó que se cerrara tras él, y estaba alargando la mano hacia el interruptor de la luz, cuando sintió que algo no estaba del todo bien.
Había un olor desconocido, un aroma agradable y definitivamente femenino, pero que le resultaba extraño.
—Por favor, no encienda la luz —dijo una voz de mujer que venía de la sala de estar—. Por lo menos no la encienda antes de cerrar las cortinas, señor Rigoche.
Avanzó hacia la sala, y vio una silueta de mujer que permanecía de pie, dándole la espalda a la ventana por la que entraba la luz de la ciudad. Por mucho que sus ojos se fuesen acostumbrando a la penumbra, no podría verle la cara sin luz interior.
—No se preocupe —dijo la mujer en cuanto entró en la sala—. No estoy aquí para hacerle daño. Si cierra las cortinas no tengo problema en que encienda la luz.
Jaime se movió a la pared que estaba a su derecha y colocó la mano en el control de las cortinas, junto al que estaba el interruptor de la luz de la sala de estar.
—¿No quiere que la vean desde el exterior? —preguntó, sin hacer nada aún.
—Digamos que si alguien, por improbable que sea, sabe que he estado aquí al verme desde el exterior, podría tener una alta cantidad de problemas. No sólo yo, sino sobre todo usted.
Jaime hizo lo que le pedía, pero mantuvo la mano izquierda cerca del arma que ocultaba en el cinturón. Nueva Gales era una ciudad segura, pero resultaba preferible no correr riesgos innecesarios.
Natalia Brecyne parpadeó al encenderse las luces. La cabeza de la administración alcantarana mostraba una amplia sonrisa, que se ensanchó cuando reparó en la expresión de sorpresa en el rostro de Jaime, que no terminaba de creer lo que veía. La mujer vestía ropas de estilo sigmano. Pantalones negros ajustados, una camisa a cuadros negros y blancos y una chaqueta larga hasta las rodillas de color crema. Calzaba botas bajas blancas, pero lo que sorprendió más a Jaime, además del hecho que estuviese esperándolo dentro de su departamento, fue que todos los aros de cabello habían desaparecido. La trenza que le había visto la noche anterior continuaba descansando en su pecho desde el hombro izquierdo, pero los tres anillos de la cabeza, los dos de las orejas y el de distinción en la frente no estaban. Además, en el mismo estilo sigmano, y a diferencia de la noche anterior, no usaba nada de maquillaje.
—Un conocido me dijo hace un tiempo que las mujeres alcantaranas nunca deshacen los anillos capilares —dijo Jaime luego de un momento.
—Eso es verdad, pero hay excepciones. Es algo que cuesta un poco hacer, pero en este caso resulta indispensable para el anonimato. ¿Nos sentamos?
—¿Cómo entró? —Respondió, sin moverse de donde estaba.
—Existen múltiples formas de pasar por una cerradura como la de su puerta, sin dejar la menor marca y el dispositivo en perfecto funcionamiento. Digamos que la coronel Nesuv me ha enseñado algunas cosas con los años.
—¿Está sola? ¿Vino sin seguridad?
—Completamente sola —respondió Brecyne, ampliando la sonrisa.
—¿Por qué no me contactó para que la viera en otro lugar? Me imagino que sería más fácil si no hubiese tenido que... entrar sin mi código.
—Más fácil tal vez, pero sería mucho menos privado.
—Aunque tuvo que disfrazarse...
—Algo que me resulta muy grato. Escapar de la seguridad imperial durante un tiempo es terapéutico. Además, de esta forma nadie sabe que estamos hablando.
—¿Y supone que no tengo algo que grave este... encuentro?
La mujer metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y le mostró un pequeño cilindro plateado que Jaime identificó como un barredor.
—Nada fuera de lo normal está funcionando en su departamento. —dicho esto guardó el objeto.
—¿Qué quiere? Ya rechacé el trabajo anoche.
—¿Nos sentamos? —repitió Brecyne, dedicándole una sonrisa deslumbrante.
Se instalaron uno frente al otro, dejando una mesa baja entre ambos. La mujer se descolgó del hombro una bolsa de tela que dejó sobre la mesa y se quitó la chaqueta antes de sentarse. Cuando estuvo cómoda y mirándolo casi sin pestañear comenzó a hablar.
—Señor Rigoche, en efecto usted rechazó la oferta que le planteamos anoche. Cuando abandonó la habitación permanecimos ahí hasta después del amanecer, discutiendo qué era lo que debíamos hacer para resolver este problema.
Metió entonces la mano en la bolsa y sacó dos discos de datos, un disco de crédito sigmano y una caja de metal negro.
—Los datos de vigilancia de Dibaltji —dijo señalando los discos—. El veinte por ciento del pago, según su propia solicitud —dijo colocando el índice de la mano derecha en el disco de crédito—. Finalmente, las fichas de seguridad de nosotros cinco, tal como lo pidió —dijo esta vez, con los ojos clavados en los de Jaime, mientras tocaba con el índice la caja de color negro.
Brecyne se reclinó en el sillón que ocupaba, cruzó delicadamente las piernas y colocó las manos en el regazo, esperando. Como Jaime no hizo más que mirarla luego de examinar la caja, volvió a hablar.
—Supongo que comprende, señor Rigoche, lo que la entrega de las fichas de seguridad significa. En esa caja se encuentra información que podría ser usada contra la estabilidad del Imperio. Haciendo un cálculo superficial, imagino que vendiendo esa información al mejor postor podría comprarse una luna en alguno de los mundos karilanos.
Permanecieron en silencio durante un rato, mirándose fijamente.
—¿Puedo servirle algo? —preguntó Jaime mientras se ponía de pie y llegaba hasta la entrada de la cocina. Tal como la noche anterior, le había resultado imposible sostenerle la mirada.
—Si me dice qué puede ofrecerme... —respondió la mujer, haciendo un gesto amplio con las manos.
—Calari blanco, vino fileriano, ron de la Tierra, vodka, también de la Tierra y por alguna parte debo tener licor atiano.
—vodka estará bien, si tiene algo de naranja.
—Lamento decir que lo tengo solo.
—Entonces ron, por favor.
Jaime llevó la botella y dos vasos. Sirvió los tragos y esperó.
—Como puede ver, señor Rigoche, estamos dispuestos a que la investigación se lleve a cabo.
—Eso no me extraña, se lo aseguro. Lo que no deja de darme vueltas en la cabeza es la insistencia de poner esto en manos de alguien completamente ajeno al Imperio. Alguien que era, y recalco la palabra «era», investigador. Agreguemos la palabra «privado» a esto, y bueno, debe admitir que en el mejor de los casos parece sospechoso.
Brecyne bebió un trago de ron antes de responder.
—En verdad parece algo sospechoso, como usted dice. Intentaré, de la mejor forma posible, explicarle los hechos que mis camaradas y yo tuvimos en consideración para llegar hasta usted.
—Si lo que me va a decir es una versión ampliada de lo que escuché anoche, ahórrese el esfuerzo —interrumpió Jaime—. Me quedó muy claro que prefirieron alguien extranjero porque cabe la remota posibilidad de que uno de ustedes cinco sea inmune, de una forma u otra, a la droga de la que habló el almirante Nigale, y que, por coincidencia, esa misma persona inmune sea quien está implicada en el intento de matar a Dibaltji. De la misma manera creo entender que un perfecto ajeno al Imperio sería el mejor para... ¿tolerar?... la real identidad de Dibaltji, ya que de otro modo el Imperio Alcantarian no se fijaría ni remotamente en un asesinato en un mundo a tres sectores de distancia.
»Ah sí, no olvidemos que de todos modos el aviso del crimen estaba dirigido, aparentemente, a alguien en el sistema Alcantar. Para mayor, los relevadores del mensaje eran de uso gubernamental, ¿verdad?
Brecyne asintió por toda respuesta.
—Comencemos por la última parte, si le parece.
—Como usted diga, señor Rigoche.
—Llámeme Jaime, por favor.
La mujer le dedicó una sonrisa que podía desarmar a cualquiera ante la invitación, pero Jaime no reparó en el gesto.
—Según ustedes el mensaje estaba cifrado de forma tal que nadie, en la compleja maquinaria de inteligencia alcantarana, ha podido traducirlo por completo. Eso me es realmente imposible de creer.
—Es algo en lo que personalmente me he sentido frustrada, no se lo voy a negar. Entregamos el mensaje a los mejores criptógrafos y descifradores de inteligencia, sin que claro, supiesen el motivo de interesarnos en este intento de asesinato. Llegaron, luego de seis días de trabajo sin descanso, a desentrañar sólo lo que le dijimos anoche.
Jaime alzó una mano para detenerla.
—En ese caso tiene que pensar en algo. Puede que la coronel Nesuv no le haya entregado a usted toda la información, o más fácil todavía, no le entregó toda la información a sus expertos. Es decir, que ella es sospechosa, señora Brecyne.
—Soy señorita, y llámeme Natalia, por favor.
»No. El mensaje fue encontrado en Drevia. En la embajada comenzó a ser descifrado, y no se logró nada. Junto con llegar a la dirección de seguridad, el mensaje y los detalles del trabajo en la embajada fueron remitidos a mi despacho. Debe saber, Jaime, que soy una experta en cifrado. Tal vez no al nivel de nuestros expertos o al nivel suyo, pero fui yo quien inició el proceso de desencriptado.
—Entonces mi argumento tiene más peso —dijo Jaime luego de vaciar su vaso—. Con algo más de trabajo resulta obvio que el mensaje estará descifrado tarde o temprano.
—Eso pensé en su momento, Jaime. Sin embargo le pido que reflexione sobre un punto. Tardamos seis días en llegar al punto en el que nos encontramos respecto al mensaje. ¿Recuerda hace cuánto que se llevó a cabo el intento de asesinato?
—Dos meses —respondió asintiendo.
—como puede ver, parece un poco difícil que logremos avanzar más.
—De todos modos no justifica que tenga que ser yo el que termine de descifrar el mensaje.
—¿Recuerda cómo logró infiltrarse en las comunicaciones de los ladrones de la semilla del fundador?
—Desencripté su red.
—Jaime, el algoritmo que hizo para eso se usa en la academia del servicio de seguridad alcantarano.
Él estaba acercando la mano a la botella para servirse otro poco de ron, pero se quedó petrificado al escucharla.
—¿Está hablando en serio?
Brecyne asintió con la cabeza mientras estiraba su vaso para que se lo volviera a llenar.
—Honestamente nos hemos planteado un par de veces con Patricia el invitarlo a dar una conferencia sobre ese algoritmo.
—Tal vez debería cobrar derechos por su uso.
Ahora la mujer dejó escapar una carcajada genuina. El sonido fascinó a Jaime, ya que contenía tonos armónicos, casi musicales.
—Jaime, creo saber que en la Unión se está usando un método de desencriptado de comunicaciones conocido como el «Método Rigoche». Me parece que es algo tarde para pensar en cobrar derechos.
»Comprenderá que, dada su reputación, nos pareció la persona más idónea en la Unión para desentrañar el destino del mensaje.
—De acuerdo, le concedo ese punto, Natalia.
Ella alzó su vaso en algo parecido a un brindis.
—sin embargo eso no hace más que reafirmar mi punto original. Resulta más simple el contratarme como asesor para descifrar el mensaje, y en realidad no hubiese sido necesario el contarme todo lo relacionado con Dibaltji, y no digamos el pedirme que me mueva al sistema Alcantar. Si pudiera extraer el contenido del mensaje, entiendo que lograría una posible localización para el receptor. Bueno, para eso sólo sería necesario que les proporcionara las coordenadas de destino, y eso sería todo. Ustedes estarían en posibilidad de terminar la investigación de la forma que mejor les pareciese.
La mujer dejó el vaso en la mesa, observó un instante a Jaime y se levantó. Con un movimiento fluido y grácil caminó hasta un mueble en el que se apreciaban algunos libros en papel, fotografías, figuras de madera, ónice y metal, y placas holográficas.
Jaime cayó en la cuenta de que la forma que tenía Brecyne de moverse no era producto de la coquetería o de un afán de distraerlo con su espléndida figura y encantador rostro. Muy por el contrario, las maneras de la mujer le parecieron algo innato, o cuando mucho asumido tiempo atrás. No era una forma de moverse, sino que era su forma de moverse. Eso le hablaba de distinción, elegancia, dominio de sí misma, de estar acostumbrada al estatus del que gozaba. Una mujer acostumbrada al poder, al gobierno. Sin embargo el rostro la había traicionado en alguna medida. La sonrisa era definitivamente coqueta, y los ojos eran propensos a mostrar sus reales sentimientos, o una parte de ellos.
—Respóndame algo con total sinceridad, Jaime —dijo todavía dándole la espalda y sosteniendo un pequeño pájaro de madera con ambas manos.