sábado, 1 de agosto de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 4: Arribo a Alcantar (parte 3)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 4:
ARRIBO A ALCANTAR.


Pasadas las once y media de la mañana recibió una transmisión externa.
Al activar el holocom del escritorio, apareció la coronel Nesuv. Estaba sentada, pero a diferencia de otras transmisiones que había visto, la mesa en la que apoyaba las manos sí era visible. En la superficie aparecían una serie de consolas y otros aparatos que no fue capaz de definir o interpretar. La mujer usaba un uniforme de faena, con botas de caña alta, pantalones y blusa verdes y una chaqueta negra. El largo cabello se veía anudado en la nuca, aunque mantenía los anillos.
—Antes que intente saludar, señor Rigoche, debe saber que todavía experimentamos un retraso de unos diez segundos.
—Gusto en verla, coronel —respondió Jaime.
Una pausa.
—El gusto es todo mío, créame. Entiendo que está a unas dos horas de llegar a Alcantar.
—Eso entiendo yo también.
Una pausa.
—Bueno, me comunico para afinar un par de cuestiones. En primer lugar queremos saber si vendrá de inmediato a Alcantaria.
—No sé lo que entienda por de inmediato, pero pretendo tomar el elevador orbital.
—¿Sabe que perderá medio día estándar en el descenso?
Jaime iba a responder, pero en ese momento sonó el comunicador interno.
—Deme un minuto, por favor. Tengo una llamada.
Movió un par de selectores que harían invisible a Nesuv para quien llamara y viceversa, al tiempo que dejaba sorda a la coronel. Supuso que se trataba de Amarelia, y no se equivocaba.
—Hola —lo saludó con su mejor sonrisa alcantarana y la inclinación de cabeza provocativa.
—Hola, Amarelia. ¿Lista para el descenso?
—Creo que la palabra es ansiosa. ¿Tú estás preparado para el elevador?
—Bueno, todo lo preparado que puedo estar para algo que no conozco.
—Tranquilo, no se trata de nada peligroso —respondió Amarelia sonriendo ampliamente—. ¿Nos encontramos fuera de la nave?
—Sí. Déjame que te busque en la salida de tercera clase.
—De acuerdo. De ahí te llevaré a aduana y luego al elevador.
—Es un trato entonces. Hasta luego del acoplamiento.
—Hasta luego del acoplamiento —repitió ella al tiempo que cortaba la comunicación.
Jaime iba a volver a la normalidad a Nesuv, cuando se le adelantó.
—Veo que ha cultivado una amistad durante el viaje, señor Rigoche.
—¿No se supone que este aparato la dejaría en suspenso un momento?
—Digamos que eso es lo que se supone. Podría decirle lo que acabo de hacer, pero luego tendría que matarlo o reclutarlo a la fuerza.
»Entiendo perfectamente su interés en ocupar el elevador. La capitana Discridali es una mujer excepcional. ¿Sabía que ha sido condecorada ocho veces por su desempeño?
—No bajo en el elevador por la capitana Discridali, coronel.
—Lo que usted diga, lo que usted diga.
Vio que ella se encogía de hombros, pero ni con mucho le pasó por alto el gesto divertido que mostraban sus ojos, y parecía claro que trataba de reprimir una sonrisa. Y después de todo, en realidad no estaba del todo seguro que Amarelia no fuese la razón principal para ocupar el elevador orbital.
—¿Ha tenido suerte con la decodificación del mensaje?
—¿Es segura esta línea?
—Desde luego que lo es. De otro modo me habría dedicado a comentarle el tiempo, afinar los detalles del hotel y comentarle lo entusiasmados que están los instructores de la academia por su visita. Por cierto, le estoy enviando toda la información que necesita para llegar a su hotel y cómo encontrar el coche que le hemos facilitado.
—Agradezco el coche, pero no lo estimo conveniente.
Jaime esperó ahora un poco más. Casi seguro que ella pensaba en la mejor forma de que usara el vehículo.
—Señor Rigoche, nuestra capital imperial es algo grande y tiene mucho que ver en lo que podría perderse.
—Eso creo, pero soy de Nueva Gales. Es mucho más grande que Alcantaria, y la verdad siento que un vehículo podría limitarme. Muchas veces uno no los puede meter por callejones u otros lugares estrechos.
Al cabo de otra larga pausa, la mujer se encogió de hombros.
—Como prefiera. Le pregunto otra vez: ¿Ha podido avanzar algo en el mensaje?
—Sí. Pero prefiero hablar directamente con usted y la ejecutiva Brecyne. ¿Cree que sería posible?
—Ningún problema. En cuanto esté instalado comuníquese con alguna de nosotras y lo arreglaremos.
—Perfecto entonces. Una cosa más, coronel.
—Desde luego.
—Me gustaría poder reunirme uno por uno en privado con todos ustedes. Ya sea en sus trabajos o domicilios particulares. ¿Supone eso algún problema?
—No según creo —respondió Nesuv tocándose la barbilla con un dedo—. ¿Puedo preguntar la razón?
—En realidad se trata de comprobar algunas cosas sobre la información de las fichas.
—¿Ha terminado ya con el material?
—Todavía no, pero no me tomará mucho tiempo, se lo aseguro.
—Muy bien, intentaré que mis colegas sean receptivos a esta solicitud.
—Muchas gracias, coronel.
—Por favor, la próxima vez que me vea, si estamos en privado, llámeme Patricia.
—Sólo si usted acepta llamarme Jaime.
Por primera vez desde que la había visto, Nesuv le dedicó una sonrisa amplia y al parecer genuina, y Jaime se recordó que era también una mujer hermosa. Posiblemente problemática, pero muy hermosa.

Poco antes de las dos de la tarde, el Europa atracó en la gigantesca estación ecuatorial geocincrónica. La mole había crecido a partir de la primitiva estación del elevador orbital, pero con los siglos su tamaño total se había duplicado y vuelto a duplicar muchas veces.
Luego de encontrar a Amarelia a medio camino de las salidas de segunda y tercera clase, ella lo llevó por un camino rápido pero poco frecuentado hasta aduanas. Allí revisaron su equipaje, que en el caso de Jaime consistía en la única maleta suspensa que lo seguía como si fuese un perrito, y un bolso de mano en el que cargaba algunas cosas que él llamaba esenciales. Entre ellas, la cámara fotográfica de diseño arcaico que tanto había divertido a Carina.
Entregó a una mujer un disco de crédito sigmano y ella le devolvió una tarjeta alcantarana que contenía, en moneda local, el equivalente a treinta mil marcos sigmanos. A esta cantidad había que restarle el veinte por ciento de retención, que sería liberado en un par de días, luego de que se comprobara la autenticidad del dinero en Sigma. En realidad no importaba. Tal cantidad de dinero le permitiría vivir en Alcantar por lo menos dos años, y Jaime no esperaba estar tanto tiempo.
Amarelia por su parte sólo portaba un pequeño bolso de mano, que pasó de inmediato por la revisión de aduana.
—El resto de mis cosas, casi todas mis cosas en realidad, llegarán a la base solas desde aquí.
—¿Una ventaja de la vida militar?
—Supongo que podrías decirlo así.
Ella lo condujo por una cantidad tan grande de corredores, escaleras, ascensores y tubos gravíticos, que Jaime se dio cuenta a poco andar que estaba totalmente perdido. Al mismo tiempo cada vez resultaba visible menos gente, y en algunos puntos del trayecto pasaron un par de minutos sin ver a otra persona.
—¿Dónde se fue la gente?
—Están todavía en camino a aduanas, te lo aseguro —respondió Amarelia con una sonrisa amplia—. Además este es el camino más corto al elevador. Bueno, el más corto si no quieres pagar un deslizador.
—¿No me habrás traído por aquí para aprovecharte de mí?
—Esa, mi querido Jaime, es una excelente idea.
Ambos rieron, pero a él se le erizó el cabello de la nuca.
De todos modos, un par de minutos después llegaron a las instalaciones del elevador. Se trataba de una gran cúpula de color blanco, atravesada de parte a parte por mastodónticos pilares de sujeción. En el centro exacto del mismo se alzaba propiamente el elevador, de forma tubular algo deformada. A cada lado del cilindro imperfecto se encontraban dos enormes cámaras de presión, desde las que salían las cabinas. Rodeando la estructura se veían unos rieles que servían para dar mantenimiento a las cabinas y en los que éstas esperaban su turno para ingresar a la cámara de presión.
Jaime pagó los ocho escudos (la moneda alcantarana) que valía el descenso para ambos, y se sentaron a esperar que el proceso de presurizado de la cabina que bajaría estuviera listo.
—¿Almorzaste? —le preguntó Amarelia luego de un par de minutos.
—La verdad es que no. ¿Y tú?
—Tampoco. Estaba demasiado nerviosa.
Jaime se levantó con la intención de comprar algo para los dos en las tiendas que rodeaban la instalación, pero ella lo detuvo.
—En la misma cabina podemos comprar. No te preocupes, no se trata de un paseo tan primitivo.
Él iba a responder, pero un altavoz anunció que una cabina iniciaría el descenso en cinco minutos.
—¡Caramba! —dijo ella casi dando un salto—. ¡parece que tendremos la cabina para nosotros solos!
La cabina propiamente tal era un espacio semicircular con capacidad para veinte personas sentadas en los cómodos sillones individuales y sofás instalados dándole la espalda a un enorme ventanal. En la parte recta de la cabina había una serie de máquinas en las que se podía comprar un sinfín de cosas. Desde comida, como Amarelia le había dicho, hasta réplicas en miniatura del elevador. A la derecha de estas máquinas el baño de hombres, y a la izquierda el de mujeres.
Tal como ella había supuesto, nadie más entró en la cabina antes de que se anunciara el inicio del descenso. Las puertas se cerraron y quedaron a solas en la estancia.
De pie en el centro de la cabina, Amarelia y Jaime concentraban la vista en el ventanal que recorría el semicírculo sin ninguna interrupción. Entonces se produjo un ligero estremecimiento de la estructura y el paisaje exterior comenzó a desplazarse hacia arriba.
—Ooohhh —pudo articular él cuando abandonaron la estación.
Justo en frente había una panorámica en la que se veía el horizonte curvo del planeta y una luna asomando plateada a la derecha. Además Jaime había sentido algo raro. Una sensación en el cabello indescriptible aunque familiar, a la que no pudo ponerle nombre. Estaba por decir algo al respecto, cuando fue visible, a un par de kilómetros de distancia, una nave de enlace con forma ovoide que se dirigía a la estación. El panorama resultaba sobrecogedor, y al contemplar la nave de enlace, le parecía estar asomado justo en el borde de un profundo avismo. Abismo que era peligroso, pero al mismo tiempo del todo irresistible.
—¿Has sentido algo raro? —preguntó Amarelia.
—Algo rarísimo. ¿Sabes qué es?
—No te muevas.
Ella se colocó delante de él con una serie de movimientos lentos y calculados, con una sonrisa que a Jaime le pareció maliciosa.
—Uno de los atractivos del elevador, por lo menos para mí, es que las cabinas no tienen rejilla de gravedad. Una vez fuera de la estación estamos en caída libre hasta que nos afecta la gravedad de Alcantar.
—¿No es algo peligroso?
—En realidad no. Es una especie de atractivo turístico, pero como sólo entramos nosotros dos, nadie avisó nada porque yo soy alcantarana. Si alguien más hubiese entrado, la información al respecto de cómo actuar y cómo moverse habría sido ofrecida por las consolas.
Ella señaló los aparatos de comunicación junto a las máquinas expendedoras.
—Iremos poco a poco ganando peso, pero mientras tanto...
En ese momento Amarelia comenzó a elevarse poco a poco, quedando suspendida un metro por sobre el suelo, y entonces él reparó en que el cabello de la mujer flotaba en completa libertad.
La sensación le había parecido familiar, pues durante el entrenamiento en la academia de seguridad sigmana había tenido un pequeño curso sobre caída libre.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —le preguntó ella, girando levemente hasta quedar en una postura recostada respecto de la suya.
Jaime no respondió, y en cambio se impulsó suavemente con la punta de los pies. Debido a la falta de práctica tuvo que frenar su avance con ambas manos antes de golpear el techo con la cabeza, lo que la hizo reír.
—Estoy fuera de práctica.
—Eso se nota.
Una vez detenido su avance, Jaime permaneció suspendido a un metro y medio del suelo durante un momento. Se impulsó sólo con la punta de los dedos, pero su movimiento se detuvo justo en medio de ninguna parte. Amarelia volvió a reír, y con un movimiento grácil giró, se impulsó hasta él y lo tomó del brazo. Volvió a girar hasta quedar de cabeza con respecto a la orientación de la cabina y se impulsó hacia abajo hasta depositarlo suavemente en un amplio sofá.
—En unas dos horas tendremos peso otra vez. Primero tenue, pero irá aumentando.
—¿Me invitaste a bajar por el elevador para reírte de mí?
—Desde luego que no —respondió ella, sin poder evitar una carcajada—. La caída libre es sólo una parte. Como te dije, lo espectacular es la vista. De todos modos esta sensación es perfecta. Piénsalo, Jaime. Desde los primeros días de la colonización la gravedad artificial es una realidad. Sin embargo la caída libre nos recuerda precisamente eso. La libertad de flotar sin sujeción a nada.
—Ya te dije que me parecía que eres una romántica.
Ella le sonrió al tiempo que giraba para mirarlo de frente.
—¿Ropa sigmana? —preguntó Jaime luego de un instante de contemplación mutua.
—Claro que sí. Es otoño en Alcantaria y las ropas normales de mi mundo no son muy aconsejables para un poco de niebla matinal. Usamos ropa abrigada, desde luego, pero la moda sigmana me resulta sumamente agradable. Pero también, por mucho que a las alcantaranas nos guste mostrar la piel, no entraría en caída libre con falda. Aunque imagino que hubiese resultado mucho más interesante para ti.
—Interesante puede ser, pero no creo que más atractivo. Esa ropa te viene muy bien.
Amarelia hizo una reverencia, lo que en gravedad cero resultó sorprendente.
—¿Y menos atractivo por qué?
Ella estiró las piernas enfundadas en unos pantalones ajustados de diseño sigmano y estiró los brazos cubiertos en una hermosa blusa también del mundo de Jaime.
—Menos atractivo porque algo así no deja mucho para la imaginación.
—¿Prefieres descubrir en lugar de mirar?
—Por supuesto. Mirar no cuesta nada. Descubrir permite saber si la imaginación hizo o no bien su trabajo, al tiempo que puede transformarse en recompensa.
Amarelia volvió a hacer la sorprendente reverencia de cero G al tiempo que decía:
—Lo dicho. Un sigmano galante al estilo alcantarano. Eres muy interesante, Jaime Rigoche.
Colocó delicadamente el índice de la mano derecha en una rodilla de Jaime y ejerció un poco de presión. Esto la impulsó lentamente hacia las máquinas expendedoras, pero alcanzó una de las consolas.
—En tierra son las seis y cinco de la tarde, por si quieres ajustar tu reloj.
Él así lo hizo, adelantando su reloj en tres horas.
—El sol se pondrá en el monte del elevador dentro de cuarenta minutos —dijo Amarelia tras un instante en el que continuó revisando la información—. Para nosotros eso ocurrirá cerca de media noche, más o menos. Entonces podrás ver lo que te decía de los océanos alcantaranos.
Estaba estirada horizontalmente, con la cabeza levantada, una rodilla flectada en ángulo recto, la mano derecha en la barbilla, la izquierda posada ligeramente en los controles y una tenue sonrisa en los labios. Una imagen digna para el recuerdo, pensó Jaime, y así lo hizo.
—Amarelia.
Al escuchar su nombre ella giró la cabeza, y justo en ese momento él le tomó una fotografía con su cámara, que había sacado del bolso de mano sin que Amarelia se diese cuenta. La captó con la misma sonrisa, aunque con la boca un poco entreabierta, de seguro para responderle o decir algo.
—¡Oye!
Se impulsó hacia él, pero en cuanto lo alcanzó la cámara ya estaba segura. Hizo un breve intento por arrebatarle el bolso, pero fue más bien una especie de juego.
—¡Quiero ver esa foto!
—Te la mostraré en tierra, pero tienes que aceptar salir a bailar conmigo.
Amarelia retrocedió un poco todavía flotando, y lo miró intensamente durante un largo momento.
—¿Y si digo que no?
—Entonces nunca verás cómo quedaste inmortalizada.
Otra vez la penetrante mirada, pero en este caso acompañada por una sonrisa que se fue ampliando a cada instante.
—Vaya forma de invitar a salir a una mujer.
—Mediante el chantaje me aseguro que acepten —respondió Jaime, haciendo un gesto expansivo con ambas manos.
—De acuerdo. Conozco un lugar excelente para bailar, pero me guardaré la información.
—Me come la curiosidad.
Permanecieron mirándose durante un momento más en completo silencio, hasta que Jaime dijo:
—¿Y mientras el sol se pone para que veamos el espectáculo del océano, qué hacemos?
—Si quieres puedo enseñarte un poco a moverte en caída libre —respondió ella, tras girar frente a él, mostrando su figura.
Pasaron la siguiente hora y media en la clase de gravedad cero, aunque la mayor parte del tiempo fue sobre todo juego y risas. Afortunadamente él recordaba las bases de su instrucción, por lo que en unos minutos ya podía controlar su desplazamiento por la cabina en relativa seguridad. Esto no evitó sin embargo un par de golpes contra el ventanal, que hicieron reír otra vez a Amarelia.
Tal como ella le dijera, fueron ganando peso lentamente a partir de algo más de dos horas después de iniciado el descenso. De todos modos era necesario moverse con cuidado ya que un paso demasiado brusco constituía impulso suficiente para trasladarlos al otro lado de la cabina, y en efecto por un descuido, Amarelia tuvo que recibir a Jaime antes de que él se estrellara contra las máquinas expendedoras.
A las once de la noche, según el nuevo horario, disfrutaron de una cena consistente en variados productos que ofrecía la cabina. No eran cosas que se podrían encontrar en un restaurante, pero tampoco eran de mala calidad.
Pasada la una de la mañana, se encaminaron al ventanal. En realidad resultaba todo un espectáculo.
El océano fulguraba tenuemente en una serie de movimientos al azar, pero que a la imaginación le hacían pensar en espirales, círculos, líneas onduladas y cascadas rectas. De todos modos el brillo parecía ser sutil desde la altura. Sin embargo en la costa las olas formaban una especie de línea continua y parpadeante, que de seguro entregaba luz a las zonas litorales.
—¿No es mucha luz para la noche en las ciudades?
—En realidad no. Bueno, para los alcantaranos no. Supongo que no es tanta, o de lo contrario no se habría fundado la capital tan cerca del mar. Además la primera vez que estuve en Alcantaria no me molestó. Por el contrario es grato caminar por la noche acompañada de un fulgor continuo.
Jaime no pudo evitar reconocer que en efecto las naves de descenso evitaban por completo el que se apreciara la vista. De seguro en tierra el efecto sería también sorprendente, pero en la inconmensurable altura a la que se encontraban llegaba a ser estremecedor. Daba la impresión de estar contemplando las fuerzas de la naturaleza no como parte de dichas fuerzas, sino como el que podría haber planificado el movimiento fosforescente de las aguas.
Una vez más se dijo que le debía las gracias a Amarelia por una de sus ideas.
—Deberíamos tratar de dormir un rato —Dijo ella luego de casi media hora de silencio.
—Supongo que sí —respondió, sin poder apartar la vista de la superficie—. A fin de cuentas llegaremos cerca de las seis de la mañana.
Jaime se acomodó en uno de los amplios sofás, sin poder evitar el preguntarse si ella le haría compañía en algún momento. El pensamiento lo trastornó durante un instante por encontrarlo algo tonto, pero eso no fue impedimento a las imágenes que poblaron sus sueños.
Justo antes de cerrar los ojos se preguntó si Amarelia, quien ocupaba otro sofá a unos metros de distancia, aprovecharía para tocarle la mano mientras dormía.
El mensaje que avisaba una hora para la llegada despertó a Jaime. Al incorporarse lo primero que notó fue que todo su peso había regresado. Luego notó que Amarelia no estaba a la vista, por lo que supuso que se encontraba en el baño. Él hizo lo mismo y se metió en el de hombres para lavarse un poco antes de desayunar, aunque no sabía si esperar hasta el hotel para hacerlo en regla.
Cuando salió a la cabina se quedó paralizado por la estupefacción.
Amarelia estaba de pie, con las manos en la espalda y la vista fija en el paisaje, pero dos metros fuera del elevador. Se mantenía perfectamente en pie, pero era como una figura que cayera a la misma velocidad que la cabina. Un pájaro suspendido todavía a muchos metros de la superficie.
Se le escapó un sonido gutural que ella escuchó.
—¡Oh! —exclamó la mujer comenzando a reír.
Jaime, que no le encontraba la menor gracia a lo que veía, comenzó a molestarse.
—Acompáñame —indicó Amarelia, extendiéndole una mano—. Supongo que esto te parece sorprendente. Ven, no hay nada que temer.
Al acercarse al ventanal, Jaime reparó en que dos pequeñas luces justo en el borde marcaban lo que en realidad era un corto pasillo de material transparente que conducía hasta ella.
—Este es un atractivo más del elevador —dijo Amarelia tomándolo por la mano izquierda—. Es material molecular totalmente transparente pero sólido como el diamante.
—¿Nanoingeniería?
Ella asintió.
—Se activa desde una de las consolas, pero su uso está restringido. Casi nadie sabe que se puede hacer, aunque alguien tan fanática como yo del elevador lo pudo descubrir sin muchos problemas.
Estaban de pie en una especie de cilindro de un metro y medio de diámetro, y la sensación era de estar volando. A sus pies se extendía el continente, todavía unos kilómetros debajo, aunque acercándose. Algunos grupos de nubes se movían cerca, aproximándose con relativa rapidez al elevador, y a esa altura no faltaba mucho para que apareciera el sol.
Jaime cayó en la cuenta de que el tiempo que le quedaba para estar con Amarelia se reducía mucho, y esto lo entristeció. No podía decir que la conocía, no en tan pocos días, pero la mujer le resultaba fascinante.
—Por fin vuelvo a casa —dijo ella en voz tan baja, que Jaime tuvo que esforzarse para escucharla—. Ha sido mucho tiempo fuera.
—¿Contenta?
—feliz. Estoy realmente feliz, no puedes imaginarte cuánto.
—¿Hacia dónde está Alcantaria? —preguntó Jaime tras otra pausa.
Ella señaló con un dedo hacia su izquierda. No se veía la gran cosa por las nubes, pero la seguridad en el gesto fue suficiente para él.
—Si sigues sonriendo así, se te dañarán los músculos de la cara.
Ella no respondió, pero en un gesto encantador que a él lo fascinó, Amarelia le pasó el brazo izquierdo por la cintura. En lugar de responderle, Jaime le extendió la mano derecha para que se la estrechara.
—Por si algo nos impide despedirnos.
Amarelia miró su mano, luego lo taladró con los ojos y otra vez le miró la mano extendida. Una vez más pudo ver en su mirada una especie de duda, un compás de espera, y durante un momento estuvo seguro de que no le estrecharía la mano.
No obstante ella lo hizo. Colocó delicadamente los dedos en torno a los de él, y le dio un apretón firme pero amable, en el que sintió cómo el dedo pulgar presionaba en el dorso de su mano. En realidad él supuso que estaba buscando la forma de hacerlo, aunque esperaba que el rodearle la cintura con la otra mano no fuese parte de su intento.
Jaime no supo por qué hizo lo siguiente, pero después le pareció la mejor idea que hubiese tenido durante el viaje hasta Alcantar.
Amarelia dejó de ejercer presión y fue a retirar la mano, pero él la retuvo. No con rudeza, pero sí evitó que ella la apartara.
—¿Ocurre algo?
Jaime no respondió, taladrándola ahora él con la mirada.
—¿Jaime?
La mujer hizo un poco de fuerza otra vez, pero nuevamente él le impidió con gentileza que retirara la mano.
Amarelia alzó una vez más la cabeza para mirarlo, con una sonrisa divertida en la cara.
—¿Podrías regresarme mi mano, por fav...?
en un solo movimiento él le soltó la mano, giró un poco el cuerpo, le tomó el codo derecho con la mano izquierda, se lo empujó hacia arriba para que alcanzara su cuello, la rodeó por la cintura con la mano derecha y la besó en la boca.
Ella estuvo por retirarse, pero Jaime sintió en el acto que la mano que él le había levantado pasaba por su nuca, mientras comenzaba a devolverle el beso.
Fue todo lo que recordaba del que le había dado Brecyne, pero a la vez fue mucho más y mejor. Amarelia se aferraba a él, movía el rostro sin que sus labios se separaran, sus manos le acariciaban agradablemente el cuello y, al sostenerla por el talle le llegaba el calor de su cuerpo.
—¡Uf! —dijo él en voz muy baja cuando sus labios se apartaron.
—¿Te gustó?
—¿Tú qué crees?
—Supongo que te gustó tanto como a mí.
—En realidad hacía uno o dos días que quería hacerlo.
—No debiste esperar tanto, Jaime. Pero de todos modos me alegro que haya pasado.
—Y si dices que debí hacerlo antes, ¿por qué no lo hiciste tú?
—Supongo que para que no pensaras que era el estilo alcantarano actuando.
Jaime rió con ganas.
—Es el estilo del beso lo que me preocupaba.
—¿a ver? —respondió ella, besándolo otra vez por largo rato.
Si el primero le había parecido sorprendente, no estaba preparado para éste. Fue tal como Jerry le había dicho, y mucho más. Era como si mediante el mero acto de unir los labios a los de ella, se le transmitiera su calor, su aroma, su piel. Amarelia lo estrechaba con fuerza, como si tuviese la idea de que no se le escapara, pero al mismo tiempo una de sus manos jugaba suavemente en la parte posterior del cuello, aumentando las sensaciones.
—Oye, calma —dijo de pronto ella en voz baja junto a su oído.
Sólo entonces Jaime fue consciente de que ahora le estaba besando el cuello, mientras su mano derecha había llegado, por arte de magia hasta su pecho. De todos modos descubrió, encantado, que no era el único. La mano derecha de Amarelia seguía en su cuello, pero la otra le aferraba una nalga.
Ambos rieron, pero continuaron abrazados.
—¿Será posible verte en la ciudad? —preguntó él tras besarla otra vez.
—Claro que sí. Tengo dos días de permanencia en la base, pero después tres semanas alcantaranas libres. ¿Cuándo es la conferencia?
—Dentro de cinco días.
—Entonces podremos vernos antes de la conferencia y cumplir lo de ir a bailar, si no tienes mucho que trabajar.
—¿Bromeas? Ahora todo lo que quiero es besarte otra vez, aunque me pregunto si sería tan espectacular sin esta vista.
Ella rió.
—Habrá que descubrirlo. Mientras tanto...
y volvió a besarlo.

Salieron de la estación del elevador tomados de la mano, con la maleta de Jaime deslizándose detrás. El lugar era también uno de los enlaces de arribo al planeta, por lo que al salir se encontraron rodeados de personas.
Amarelia tomaría una nave militar hasta la base de Alcantaria y Jaime el monorriel que lo dejaría en el centro de la capital, por lo que unos minutos después se despedían, junto a la nave a la que ella debía arribar.
—Sabes dónde encontrarme, ¿verdad?
Ella asintió mientras le colocaba una mano en la mejilla.
—Hotel Luna de París. No te preocupes, te llamaré.
Lo besó intensamente una vez más.
—Para que no te olvides de mí, ¿de acuerdo?
—sería imposible hacerlo, pero acepto el recordatorio.
Tras un fugaz beso más, que a Jaime le pareció perfecto para el momento, ella se encaminó a la nave.
Permaneció mirándola alejarse, deseando más que esperando que se volviera a mirarlo. Cuando lo hizo, además de sentir una grata alegría, aprovechó para tomarle otra fotografía. Ella le sonrió y agitó la mano antes de desaparecer en el interior del vehículo militar.
Unos minutos después, sentado en el cómodo asiento del monorriel, Jaime se tocaba de tanto en tanto los labios. Era como si los de Amarelia hubieran dejado algo físico en ellos, que le hacía sentir que todavía la besaba. ¿Era posible que las llamadas mejoras genéticas de los alcantaranos lograran tal cosa?
Jaime sonrió.
Lamentablemente ahora iniciaba en realidad el trabajo de investigación, y no era poco lo que debía hacer. Asimismo el juego con Amarelia, fuese cual fuese, entraba en una segunda fase. Suponía que no faltaban muchos días para que entrara en una fase final, y los resultados del mismo parecían tener de alguna forma que ver con la investigación.Una vez más se preguntó si debía incorporar a la hermosa capitana a la lista de sospechosos. No veía cómo ponerla en el grupo, pero estaba ligada. Tampoco veía la forma en la que lo estaba, pero sus instintos le decían que podía ser importante para todo el asunto.

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