sábado, 12 de septiembre de 2009

De Regreso a la Vida: Capítulo 5 - Alcantaria (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA

CAPÍTULO 5:
ALCANTARIA

—Te haré llegar la información con nuestros domicilios particulares y de nuestros trabajos —dijo Patricia cuando se reunió con ella.
La mujer mantenía una mano posada en la caja de resguardo en la que estaban las fichas de seguridad.
—Te sientes intrigada, ¿verdad?
Patricia le dedicó una sonrisa radiante.
—Esta es la primera vez en décadas, tal vez en toda mi vida, que alguien tiene más información sobre mí de la que yo tengo sobre esa persona. No tengo ni idea de qué es lo que dice mi legajo. Algo supongo, pero queda totalmente fuera de mi alcance conocer lo que contiene.
—¿Y cómo se confecciona tu legajo entonces?
La mujer lo miró intensamente durante un instante antes de responder.
—Los legajos importantes como los de Natalia pasan por mis manos para ser revisados y actualizados, cada dos meses o así. El mío se encarga a mi segundo en jerarquía en inteligencia, y es revisado y aprobado por Natalia en persona.
—¿Es el único caso en que se hace de esta forma?
La coronel asintió una vez.
—En realidad, por mi cargo, me da la idea de que soy todavía más vigilada que la propia Natalia. Lo cual no es del todo ilógico, si lo piensas.
Jaime notó que durante toda la charla, ella se había mantenido con una mano posada en la caja de resguardo, alternando los ojos entre él y la propia caja.
—Hace unos años intenté, de forma discreta, conocer el contenido de mi legajo. Pude hacerlo, pero al final no lo hice.
—¿Por qué?
—Por el Imperio, Jaime. Mi trabajo es mantener la seguridad del Imperio. Si rompo una regla tan básica, no estaría por sobre los elementos que me causan problemas de seguridad. Se trata en definitiva de una cuestión de lealtad para con mi gente.
»De todos modos ello no quita el que sienta curiosidad por saber lo que hay en mi legajo.
—Me perdonarás si no sacio tu curiosidad.
Patricia se encogió de hombros, pero continuó mostrando una amplia sonrisa. Jaime reparó en que al parecer, como no debía preocuparse de posibles consecuencias de seguridad, ella mostraba un ánimo distendido e incluso alegre. El cambio le hacía ganar mucho.
—Te diré, en todo caso, que con tu figura no creí que fueses practicante de dolom de combate.
Patricia abrió mucho los ojos durante un momento, y luego rió con ganas. Al igual que le había pasado con Brecyne el sonido lo fascinó. Era armónico, algo musical, y completamente genuino, lo que le confirmó otra vez que se sentía relajada.
—Hace años que no me subo a una plataforma de dolom. De seguro que un principiante me derrotaría.
—¿Falta de tiempo?
—Principalmente eso. En realidad el dolom termina por aburrir, y las lesiones son muchas como para que el riesgo valga la pena. Además... —ahora rió tenuemente—, con mi rango y cargo cualquier competidor prefiere dejarme ganar.
Jaime se encogió de hombros.
—¿Has jugado dolom alguna vez?
—Una vez, y espero no tener que hacerlo nunca. Los deportes de contacto no son mi fuerte.
Patricia quitó la mano de la caja y tomó la fotografía de Amarelia. La observó con atención durante un momento antes de dejarla otra vez donde estaba.
—¿Sabes que ella era la única persona en Sigma que estaba enterada de la presencia de nosotros cinco?
—Sí. Ella me lo dijo, aunque no sé si eso constituye una violación de seguridad.
La mujer se encogió de hombros.
—Es una militar sobresaliente, Jaime. Hace veinte años mantuvo con vida a un grupo de supervivientes en Fileria cuarto, en un ambiente muy hostil. Ha demostrado tener capacidad para el mando y tiene una ficha de desempeño impecable.
Levantó la mirada y la concentró en él durante un momento. Estaba por decir algo, pero él se le adelantó.
—¿Por qué entregar el conocimiento de la presencia de ustedes en mi mundo a una capitana de navío? No quiero inmiscuirme en el cómo toman las decisiones, pero me llama la atención.
—¿Te llama la atención la situación o te llama la atención la capitana Discridali? —Alzó una mano y agregó—: perdona, perdona. Dije que no te insultaría, pero es mi sentido del humor. Puedo ser algo cáustica cuando no me doy cuenta.
No obstante esta vez Jaime no se había sentido insultado, sino divertido. La diferencia se debía, pensó, al tono empleado.
—No te negaré que ella me llama mucho la atención —respondió señalando la fotografía—, pero me refiero al entregarle semejante nivel de seguridad a alguien con rango de capitán.
Patricia volvió a encogerse de hombros.
—Natalia propuso el nombre para el enlace que se hacía necesario tener en Sigma, y tras revisar su legajo yo la apoyé. Es verdad que sólo es capitana, pero sus antecedentes son suficientes. Además ejercía como cuarto funcionario en la embajada, siendo el único militar con semejante nivel de acceso diplomático.
—¿Explicó la ejecutiva por qué la proponía?
—Por lo mismo que te acabo de decir. ¿Tiene esto alguna importancia para el caso?
Jaime negó con la cabeza.
—Es mi insaciable curiosidad.
Patricia se apartó de la caja de resguardo que contenía su ficha de seguridad con una notoria reticencia y se le acercó.
—¿Natalia se te ha insinuado?
Jaime no pudo verse la cara, pero entendió que le había mostrado un gesto divertido cuando ella amplió un poco más la agradable sonrisa.
—No la juzgues, Jaime. Imagina que en mi cargo me siento sola a menudo, y eso que no me interesa mucho conseguir algún amante pasajero. El cargo que Natalia ocupa puede hacer la vida más solitaria todavía. Agrégale a ello el que ella disfruta con el sexo... y bueno, ante las fuerzas de seguridad que la siguen aparece como un poco frívola, pero ella es con mucho la mejor administradora que el Imperio ha tenido desde hace por lo menos tres mil años.
—¿Se puede confiar en ella?
—Pondría mi vida en sus manos —respondió Patricia al tiempo que lo taladraba con los ojos—. En el grupo de nosotros cinco no hay nadie más del que pueda decir lo mismo.
—¿Crees que yo puedo confiar en ella?
—Eso sólo depende de ti. ¿por qué?
—Porque es posible que necesite acceder a algún lugar al que un turista no puede hacerlo normalmente —le respondió, pensando en alguno de los lugares a los que el mensaje estaba dirigido.
Ella enarcó una ceja, pero Jaime no agregó nada más.
—Lo dicho. Depende de ti. ¿Qué impresión te da Natalia?
—Bueno... como dices, ya se me insinuó. Para las costumbres de Sigma, más que eso en realidad.
—¿Te besó? ¿Te besó en la forma que nos hace famosas en la Unión?
Él asintió.
—Cuando fue a mi departamento.
Patricia rió otra vez.
—¿Y eso te hace desconfiar?
—No es desconfiar la palabra que usaría. Simplemente no siento que puedo confiar en ella.
Patricia se adelantó un paso y le colocó ambas manos en las mejillas. Acto seguido lo besó de la misma forma en la que Brecyne lo había hecho la primera vez. Resultó sorprendente, como se suponía. Cada pequeño movimiento que hacía la mujer mandaba un estímulo al cuerpo de Jaime, que luchó para no comenzar a recorrer su figura con ambas manos, por lo que se limitó a estrecharla. Luego de un instante ella también lo abrazó, pegando su cuerpo al de él.
—¿Confías en mí?
—¿Urgh? —fue todo cuanto pudo responder en un primer momento.
—¿Confías en mí? —repitió Patricia.
—Aunque me resulta raro hacerlo luego de tan poco tiempo, sí. Confío en ti. —Y se dio cuenta de que era verdad. En los breves minutos de charla privada, en algún momento que no podía precisar, había surgido la confianza—. No sé muy bien cómo, pero confío en ti.
—Pero acabo de provocarte.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Bien... tú acabas de demostrar algo...
—¿Y Natalia no hizo lo mismo cuando te besó?
—No te entiendo... —pero sí que le entendió. Patricia había demostrado el beso como gesto en sí. Brecyne había demostrado interés.
—Espero que no me digas que su cargo te intimida.
—Desde luego que no... por lo menos eso creo —agregó, honestamente—. Es que no fue algo conforme a nuestras costumbres...
—Eso es verdad... —intercaló ella.
—... y si a eso le agregas que todavía era sospechosa...
Patricia asintió.
—Y además te descolocó por completo.
Ahora Jaime rió, sin poder evitarlo.
—Me sorprendí tocándola, y ni siquiera me había dado cuenta de lo que hacía.
—Para un no alcantarano eso es comprensible. Aunque debo decir que ahora te controlaste bastante bien.
—No fue nada fácil, créeme.
Ella inclinó la cabeza, y Jaime vio por primera vez una muestra de coquetería en la mujer.
—Eso es un verdadero halago. Gracias.
—Es que... no sé.... esa forma de besar puede dejar desarmado a un hombre.
—¿Y crees que nosotras no participamos? ¿Por qué crees que terminé abrazándote? Finalmente, ¿hay algo tan malo en querer besar a un hombre atractivo? Más todavía, ¿es tan malo querer darse un gusto como el que acabo de regalarme?
—Supongo que no, y en realidad uno se puede hacer adicto a esto.
Patricia volvió a reír.
—Otra vez, gracias por el halago.
—¿Quieres decirme con todo esto que confíe en ella? —preguntó Jaime luego de un momento de silencio.
—No. Quiero que tomes la decisión de confiar en Natalia no por lo que hace o por lo que es, sino por como es y por qué hace lo que hace.
Él asintió, y sólo entonces la mujer dejó de abrazarlo. Dio las gracias en silencio por ello, pues Patricia no había dejado de acariciarle el cuello durante la charla, y en realidad estaba comenzando a excitarse.
—En otras palabras, que sigas tu instinto, pero que no prejuzgues.
Jaime asintió. Era necesario tener en cuenta las costumbres alcantaranas, y en realidad una de esas costumbres le había hecho llegar hasta Patricia. Todavía le parecía sumamente curioso la facilidad con que podía confiar en ella, siendo que esto ocurría sólo porque, según sus propias palabras, la pudo colocar en ridículo. En el caso de Brecyne desconfiaba por la insistencia en arrojarle insinuaciones, pero ello no era todo. En realidad sentía que el inicio de estas había sido en muy mal momento, cuando todavía aparecía como sospechosa de un caso para el que ella misma lo había convocado.
Patricia se llevó las manos a la frente y con una cinta de color miel hizo en un veloz movimiento el anillo de distinción. Luego formó los de las orejas con movimientos igual de rápidos, que a Jaime sólo le parecieron algo menos que mecánicos. Era como el gesto de abrochar un botón de la camisa. Se tenía plena conciencia de estar haciéndolo, pero al mismo tiempo parecía casi involuntario.
—¿Y el disfraz? —preguntó.
—No es necesario. Pediré que me recojan en la azotea del hotel.
—Pensé que el conducir a más de dos metros de altitud estaba prohibido en Alcantaria.
—Y piensas bien. Pero no si se trata de un vehículo oficial.
—¿Y si te ve alguien subiendo o en la propia azotea?
—Bueno, andaría en algún asunto oficial —respondió Patricia, encogiéndose de hombros. Luego se comunicó con alguien en algún lugar mediante unos implantes que él no podía ver, y se dirigió al sillón en el que había dejado el ridículo sombrero. Lo tomó y se encaminó a la puerta, escoltada por él.
—Te enviaré los domicilios por transmisión codificada en unos minutos. Espero que uses la información con prudencia.
—Soy un hombre prudente...
Jaime iba a decir algo más, pero ella le encasquetó el sombrero en la cabeza, casi hasta las cejas. Luego rió sonoramente.
—Un regalo de bienvenida. Es algo grande, pero te queda bien... aunque yo no lo usaría.
Se le acercó y lo besó en la mejilla.
—Fuera de bromas, podría facilitarte el legajo de la capitana Discridali.
Jaime lo pensó en serio por un momento, pero no por las razones que una sonriente Patricia Nesuv mostraba en los ojos, sino para tratar de entender alguna parte del juego que la mujer había iniciado entre ambos. Sin embargo se negó. No tanto por Amarelia en sí, sino por Patricia. Sería comenzar con muy mal pie una interesante amistad.
Ella le sonrió e inclinó la cabeza en el estilo alcantarano, y luego se marchó.
Jaime, luego de quitarse el sombrero y ordenar el almuerzo, se sumergió en la ficha de Nadelia Perryman.
La hermosa genetista sólo parecía ser la menor del grupo, ya que en realidad contaba con ciento sesenta y siete años. Hija de padres dedicados a la genética y reconocidos en el Imperio por ello, Nadelia Perryman había seguido los pasos familiares e ingresado a la facultad de Genética y Bioingeniería de la Universidad de Alcantaria a los dieciséis años. Graduada la segunda de su clase, había ingresado de inmediato al instituto imperial de genética, y gracias a sus conocimientos, a una bien formada inteligencia y al nombre de sus padres, había ido ascendiendo con regularidad en lo que de seguro era uno de los escalafones más competitivos de la sociedad alcantarana.
A los treinta y cinco años se había casado con un colega del instituto, y esta relación había perdurado algo más de sesenta y un años, momento en el que ambos habían concurrido al sistema Ligar, a prestar ayuda con una rara dolencia genética que presentaba un grupo de exploración recién regresado de una misión. Según la información de seguridad Perryman había descubierto que el problema procedía de un extraño parásito que se instalaba en la columna y alteraba el sistema linfático.
Con los conocimientos en genética de la pareja, la tripulación recién regresada al espacio de la Unión se vio libre de sus problemas, aunque muchos presentaron secuelas durante años. El matrimonio estaba por regresar a Alcantar, cuando había ocurrido un accidente espantoso en una de las lunas del sistema. El marido de Nadelia Perryman, que en ese momento estaba haciendo una visita a las instalaciones en las que se trabajaba en producir naves que pudieran generar saltos por sí mismas, resultó vaporizado junto con otras quince mil personas, cuando una explosión hizo desaparecer tres kilómetros cúbicos de la luna en la que se desarrollaba el proyecto.
Jaime creyó recordar que Amarelia le había hablado algo sobre eso. Uno de sus tíos, si no recordaba mal, también estaba en esa luna del sistema Ligar.
La información de seguridad consignaba que, tal vez por la pérdida, la mujer se había dedicado casi por entero a su trabajo desde entonces. Con esto había vuelto a destacar en la comunidad genetista del imperio, y se le atribuían una serie de descubrimientos que podrían, con los años, extender la expectativa de vida de los ciudadanos alcantaranos por sobre los trescientos sesenta años.
Gracias a todo esto, Perryman había alcanzado el cargo de directora del Instituto de Genética y Bioingeniería del Imperio Alcantarian, a una edad mucho más temprana que cualquiera de sus predecesores. De esto hacía ya algo más de cincuenta años estándar, y a nadie se le había pasado por la cabeza el reemplazarla. Era a todas luces una mujer brillante.
La información personal no era demasiado relevante. Luego de enviudar, había vivido en estricto luto durante diez años. Poco tiempo después de ser designada directora del Instituto de Genética, había vuelto a salir con hombres, pero no se volvió a casar.
Cada año, salvo raras excepciones, concurría al sistema Ligar para presenciar los austeros actos de conmemoración del accidente que le había quitado a su marido.
Se la definía como una mujer tranquila aunque al mismo tiempo muy alegre. Sus amistades, que no eran muchas, la apreciaban y sus colegas la respetaban mucho. No tenía amantes de larga duración, por lo menos que el servicio de seguridad supiera, pero también era una mujer reservada.
Fanática del ajedrez, una excelente nadadora y, desde la muerte de su marido, una lectora compulsiva de la historia de la Unión y la colonización.
La información decía que los días dentro del rango que Jaime había delimitado para la recepción del mensaje, la mujer había estado en su oficina y en su casa por las noches, salvo dos días en los que permaneció por completo en su domicilio. Esto no era del todo raro, pues se decía que con el paso de los años Perryman se había vuelto algo retraída. Seguía siendo alegre, pero sus amistades decían que parecía encerrarse un poco más cada vez.
Cuando terminó con el legajo de Perryman, Jaime descubrió que era el expediente más breve. No había mucho que decir de la mujer, salvo el importante cargo que ocupaba en el sistema social alcantarano. Al igual que Takamura, y a diferencia de Patricia, Brecyne y Nigale, no había tenido que luchar para alcanzar el puesto que ocupaba. Evidentemente su capacidad la había encumbrado, pero en eso también intervenía su nombre y los contactos que podían ejercer sus padres.
Eran las cinco de la tarde cuando salió del Luna de París. Se detuvo en la tienda del hotel y compró un holocubo de la ciudad, que permitía situar los lugares en coordenadas de posicionamiento estándar, y comenzó lo que él siempre había llamado «trabajo de campo».
Patricia le había hecho llegar, tal como le dijo, las direcciones particulares y de trabajo de los cinco. Si bien ella y Brecyne estaban descartadas como sospechosas, de todos modos confrontó los datos con las coordenadas del mensaje. Ninguno de los domicilios, tanto particulares como laborales coincidían con los destinos en el mensaje de Redswan, cuestión que en realidad no lo sorprendió. Si el asesino más costoso de la Unión cometiera ese tipo de errores hacía tiempo que se le hubiese detenido.
La primera de las coordenadas lo llevó hasta un edificio de la planta de energía de Alcantaria. El lugar, según pudo consultar en el holocubo, era totalmente automatizado, salvo por revisiones semanales que competían al municipio. En el interior no debía haber ningún receptor de comunicaciones, pero Jaime no dio esto por sentado. Necesitaría entrar al lugar o averiguar si en efecto era tan automático o si tenía alguna consola de comunicaciones. Esperaba que Patricia pudiera ayudarlo en eso.
La segunda de las coordenadas estaba en el centro de una pequeña laguna en el llamado Parque del Descenso. Era un espacio de varios kilómetros cuadrados lleno de árboles milenarios y sin la menor construcción en el interior, en el que se recordaba el primer aterrizaje de los colonizadores del planeta. Según la información del holocubo turístico, la presencia de cualquier clase de embarcación en la laguna estaba estrictamente prohibida y severamente sancionada. La laguna en sí era una especie de reserva natural para un grupo de cisnes que habían desembarcado con los primeros colonos. Ahora, luego de siete mil años desde ese momento, los cisnes seguían allí, pero con su número aumentado y tras cientos de generaciones. Por fin podía descartar una de las siete coordenadas.
Eso quedó demostrado en el mismo momento en que se acercó a menos de tres metros del borde del agua. Una voz que salió de un altavoz cercano le indicó que no siguiera avanzando y que, de hacerlo, sería vigilado. Si alguien hubiera estado esperando una transmisión en ese lugar, habría un registro claro, tal vez una multa muy alta y una detención. Otra cosa a comprobar con Patricia. Pero la dificultad y el ansia de pasar desapercibido casi descartaban el lugar.
La tercera ubicación fue la primera en ser totalmente descartada. Era un punto situado a doce metros de altura en medio de una calle altamente concurrida del mercado de comestibles de la ciudad. El holocubo recalcaba que dicho mercado estaba abierto las veintisiete horas del día, los ocho días de la semana, pues no sólo se vendían productos alcantaranos sino de toda la Unión. Según había leído durante el viaje, y tal como le había recordado a Patricia, el desplazamiento de vehículos a más de dos metros de altitud en el interior de Alcantaria estaba prohibido. En realidad era más que eso, pues se suponía que cualquier vehículo no-oficial era detectado en el acto y detenido en pocos segundos, arriesgándose el infractor a pasar unos días en una celda, además de verse obligado a pagar una elevada suma de escudos alcantaranos.
Con eso tenía revisadas las tres coordenadas de la ciudad propiamente dicha. Le faltaban cuatro. Dos en la costa y dos mar adentro. Sin embargo lo dejó por ese día, ya que a fin de cuentas eran casi las nueve de la noche.
Compró dos granadas de la Tierra y se encaminó a la primera de sus «visitas sorpresa».

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