sábado, 30 de mayo de 2009

De Regreso a la Vida. Capítulo 1: La Oferta (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 1:
LA OFERTA (PARTE 2)

Se trataba de una mujer. Alcantarana como pudo identificar en el acto, por los tres anillos formados con el cabello en la coronilla. Así mismo tenía otros largos anillos de cabello junto a las orejas, y el anillo central de distinción en medio de la frente.
La túnica azul hasta medio muslo no indicaba nada, pero las pulseras de plata en los tobillos la señalaban como alcantarana casi sin lugar a dudas. Eso o una nueva moda de la que no estaba enterado.
Reparó en el antebrazo izquierdo, y vio siete brazaletes de oro macizo. Luego, en el dedo medio de la misma mano, un anillo de platino con dos piedras azules como la túnica. Capitán de navío, como mínimo.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La alcantarana, que tenía la vista clavada en él, pareció sobresaltada cuando le habló.
Dio unos cuantos pasos para entrar definitivamente y llegó justo frente a él.
—¿Es...? ¿Es usted Jaime Rigoche? ¿El investigador privado Jaime Rigoche?
—Bueno —respondió Jaime sonriendo, pero en guardia—, soy Jaime Rigoche. Pero ya no soy investigador privado. Ahora sólo Jaime Rigoche, el dueño del Club Sigma.
La mujer pareció algo desconcertada, pero no retiró la mirada.
—Estoy buscando al investigador Rigoche. El investigador que ayudó al gobierno sigmano a encontrar la semilla del fundador.
Jaime dejó escapar un suspiro. Un caso de hacía cinco años. Por lo menos la capitana no se había referido al asunto de la bomba en el palacio de gobierno.
—Bueno... soy ese Jaime Rigoche, pero le repito que no soy investigador privado. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Soy funcionario de la embajada alcantarana. Funcionario de alto nivel.
Sacó entonces de los pliegues de la túnica una identificación que le extendió.
Amarelia Discridali. Tal como había apreciado, una capitana de navío. Segunda secretaria de la embajada.
Jaime se sintió halagado de estar hablando con la cuarta autoridad de la embajada alcantarana, pero al mismo tiempo se colocó en guardia. A fin de cuentas insistía en la palabra investigador.
Le devolvió la credencial, y enarcó una ceja, esperando. Después de todo ya le había preguntado dos veces si la podía ayudar.
—Tengo un mensaje para usted.
La cosa seguía poniéndose interesante. Los viejos instintos se abrieron paso, y su percepción se agudizó. Un capitán de navío, por mucho que fuese funcionario de la embajada, no actuaba como correo.
—Esta noche se celebra en la embajada una fiesta de bienvenida para el delegado terrestre.
—Algo sabía de eso... —añadió Jaime, observando con cierto deleite cómo la información sorprendía a la capitana.
—Se me orde... me pidieron que le entregara una invitación para esta noche. Algunos funcionarios de alto nivel de mi gobierno quisieran verlo esta noche. Si tuviese algún problema para poder asistir, mis superiores confían en que podrán resolverlos a satisfacción. Si en efecto así fuese, puede decírmelo, y me encargaré de que sea solucionado.
—Tranquila, capitana. Precisamente una amiga estaba tratando de conseguirme una invitación para esta noche. Si usted tiene una para mi, eso me facilita asistir.

Pocos minutos antes de las ocho de la noche, sentado en el cómodo sofá en la sala del departamento de Jerry, Jaime volvía a preguntarse por qué había aceptado la invitación de la mujer alcantarana.
Con la invitación de Jerry estaba más que contento. Desde luego ella no había podido conseguir una para él, lo cual había sido comunicado con dramatismo esa tarde, pero el asistir a la embajada ahora ya no era una sita con ella. Al aceptar la invitación de la capitana el tema era diferente.
Quería creer que su aceptación obedecía a que su amiga no tenía la menor posibilidad de conseguir un pase para él, pero no era así. Algo había despertado su curiosidad, haciendo que trabajara el viejo Jaime.
La mujer de la embajada había usado su anterior ocupación para localizarlo, como si no supiese que como investigador estaba retirado. Resultaba evidente entonces que alguien quería encargarle algo. Se negaría, desde luego, pero ya el sólo hecho de sostener la entrevista cambiaba la velada con Jerry. Además, ¿por qué esperar a la fiesta de la noche? Era millones de veces más práctico contactarlo en su establecimiento, en su casa o en cualquier parte.
Sonrió al pensar que le preocupara tanto el frustrar la primera sita real con ella, y nuevamente volvió a preguntarse si no estaría dejando por fin descansar a Carina.
Meneó la cabeza apartando el pensamiento, y se dijo que disfrutaría la noche. Con o sin alguna clase de entrevista disfrutaría la noche. No por esperar que ocurriese algo con Jerry, sino sólo porque iba siendo hora de dedicarse algo de tiempo para él.
Se levantó del sofá, y caminó hasta el pequeño bar de madera junto a la ventana. Por el pasillo le llegaba la voz de ella canturrear alegremente.
—¿Te importa si me sirvo algo? —preguntó sacando una copa.
—Toma lo que quieras. Pero no te pases, no sea que llegues ebrio a la embajada.
—¿Sirvo algo para ti?
—Gracias. Cualquier cosa estará bien. —y siguió canturreando.
Sacó una botella de vino tinto fileriano, y sirvió dos copas. Dejó la de Jerry sobre el bar, y se acercó a la ventana. En el limpio cielo estrellado vio su imagen reflejada.
Un gigante de un kilómetro sobre la ciudad, metido dentro de un traje de etiqueta. Zapatos, pantalones y chaqueta blancos, una camisa negra y el pañuelo rojo en el cuello. la cabellera negra como la noche pulcramente peinada, la nariz fina, los ojos negros, el mentón firme y los labios curvados en una sonrisa. Se sentía bien.
—Tu departamento tiene una vista muy buena de la ciudad —gritó para hacerse escuchar por sobre los intentos de la chica de cantar.
—A mi me encanta, y no está lejos de la base.
No lejos de la base para ella eran cuarenta calles, que trotaba todas las mañanas para ir a trabajar.
Bebió un trago de vino, con la mirada perdida en el laberinto de calles y torres del sector militar de la ciudad, y más allá el puerto espacial. De vez en cuando se veían los reactores de alguna nave de enlace despegando o aterrizando, y una marea de vehículos atmosféricos entrando y saliendo de él.
—¿Qué te parece?
Se giró para mirarla con el vestido de fiesta, y las palabras de cortesía normales murieron en la garganta.
Jerry vestía con la última moda para ese tipo de eventos: un vestido blanco, casi translúcido, de una sola pieza. Comenzaba en el hombro izquierdo y caía en diagonal, derramándose por el cuerpo como agua o niebla. De esta forma, el hombro y el brazo derecho, así como una buena parte del pecho también derecho quedaban expuestos. Por el contrario, justo sobre la cadera izquierda se abría un tajo que dejaba a la vista la pierna completa. La figura se veía resaltada por un cinturón de seda roja que la entallaba, y los pies estaban calzados por finas sandalias transparentes.
La espesa cabellera roja, normalmente lisa, aparecía ahora ensortijada, y unos pendientes de plata adornaban sus orejas. Una cadena de platino le rodeaba el cuello, con un pequeño colgante que contenía un rubí. Todo hacía juego con todo.
—¿Probaste que los movimientos no producen... accidentes?
—Desde luego, tonto.
Levantó el brazo derecho, pasándose la mano por el cabello cobrizo, y de forma increíble, el pezón derecho, que se adivinaba sin problemas, permaneció dentro del vestido, aunque por algo menos de un centímetro.
—Bueno, te ves preciosa —pudo articular Jaime al final.
Jerry se sonrojó, y avanzó hacia él, tomando de paso la copa del bar.
—¿Brindamos por algo en especial? —preguntó la chica.
—Por ti —respondió Jaime en el acto—. Por seguir intentando traerme de vuelta a la vida. Gracias, otra vez.
—Lo hago con gusto —respondió, bebiendo un sorbo.
De pronto Jerry se acercó un poco más, y le colocó la mano libre en el hombro.
—¿Sabes algo? Te tengo justo donde te quería.
—¿Cómo es eso? —preguntó Jaime tomando otro poco de vino, para que no se notara su creciente nerviosismo.
—Bueno, estás contra la ventana en el piso ochenta y dos de una torre. A tu derecha hay un resistente bar de madera, y a tu izquierda un espino drigaleno. No tienes escapatoria. Tendrías que pasar sobre el bar, cosa que de verdad no te recomiendo, o sobre el espino, cosa que te recomiendo aún menos, o sobre mi, lo que sin duda alguna te recomiendo...
—Podría saltar por la ventana...
—No puedes. El cristal es a prueba de huracanes, y no se abre con nada. Justo donde te quería.
Jaime se preguntó si ahora iba en serio. Era la primera vez que las insinuaciones salían de Jerry de forma tan directa.
—Bueno, parece que en efecto estoy atrapado.
Ella asintió, bebió un sorbo lo suficientemente largo para vaciar la copa, la dejó sobre el bar con una sonrisa, y se acercó un poco más mientras le pasaba ambas manos por detrás del cuello.
—¿Y qué piensas hacer ahora que estás tan arrinconado?
—Planteado así, supongo que pensar en lo que pueda pasar.
—¿Te doy una alternativa, encanto?
—Me siento halagado, pero puede que la sugerencia sea demasiado buena para aceptarla, y mi respuesta no sea de tu completo agrado.
Jerry parpadeó, y la provocativa sonrisa se desdibujó un tanto. Aún así no se apartó ni un milímetro.
—Jaime, aunque no me guste la respuesta, necesito preguntarte algo. Hace un poco menos de un año que te conozco. Hace unos meses que me estoy casi poniendo en bandeja para ti, sólo para ti. ¿Tengo aunque sea tan sólo una posibilidad?
—De hecho bastante más de una. Pero aún no, Jerry. Siento que sólo sería gratitud o puro deseo. No sería justo para ti.
—Pero tal vez la sensación cambia si hacemos algo... algo pequeñito para comenzar.
—¿Algo pequeñito? —preguntó Jaime, ahora divertido.
—Claro, algo relajante y al mismo tiempo un poco excitante. Pero pequeñito.
—¿Qué tienes en mente?
—Bésame.
—¿Y si no te gusta?
—Tú sólo hazlo. Ya te daré el veredicto.
Jaime así lo hizo. Le resultó sorprendentemente fácil. Hacía tres años que no sentía los labios de una mujer contra los suyos, y en realidad había olvidado lo grato que era. Para mayor se trataba de Jerry, que había hecho tanto por él.
Pero no la besaba por gratitud, aunque algo había de eso, sino porque se dio cuenta que en realidad quería besarla.
Ella se estrechó un poco más, empujándolo contra la ventana. Sintió entonces la curva de su cuerpo, comenzando a embriagarse con su perfume, con su piel, con toda ella.
Dejó a tientas la copa sobre el bar, y también la abrazó, esperando que en efecto la ventana fuese tan resistente como le acababa de decir.
Al final no fue tan «pequeñito».
—He esperado casi un año para esto, encanto.
—Valió la pena la espera, me gustaría pensar.
—Sí valió la pena —respondió Jerry junto a su oído—. ¿Qué te parecería si nos olvidamos de la embajada, y nos quedamos aquí para ver qué más puede valer la pena?
Jaime la tomó por los brazos y la separó suavemente.
—Tendrías que dar algunas explicaciones mañana en la base...
—Eso no es problema —respondió, aún sonriendo.
—Sabes que también tengo que ir. Bueno, me pidieron que fuera.
—Te pueden contactar otra vez...
—Jerry.
Ella bajó la mirada, pero continuó sonriendo a pesar de lo que venía.
—Aún no. Estoy seguro de que pasar la noche contigo sería una de esas cosas dignas de ser recordadas durante años, pero si lo hago no sería honesto. Ni contigo ni conmigo.
»Dame algo de tiempo. Tú sabes lo que Carina significaba para mi. Tú me sacaste de mis días malos.
—¿Te gusto aunque sea un poco?
Jaime reflexionó que muchas otras chicas estarían o enfurruñadas, o tristes o derechamente molestas. Jerry no. Ella estaba algo divertida.
—Es algo más que eso. Me gustas mucho, pero aún no, de verdad. En todo caso, me encantará estar arrinconado un par de minutos más.
Luego de algo así como media hora contra la ventana, salieron a la azotea y se subieron al vehículo de Jaime. Este despegó, aceleró a velocidad máxima y ascendió a mil quinientos metros. Debería conducir algo así como una hora hasta la capital, luego bajaría la velocidad a nivel medio. Entonces otros quince minutos y estarían en la embajada. Nada mal para una noche. Si bebía demasiado el piloto automático lo dejaría en su edificio, evitando así posibles accidentes. Podía ocupar ahora el piloto automático, pero le encantaba conducir el vehículo.
En el tiempo que tenía calculado entraron en el espacio aéreo de la capital. Era una de las ciudades más pequeñas de sigma, con algo menos de tres millones de habitantes. Estaba destinada sólo a gobierno, y si bien contaba con paisajes turísticos impresionantes, tenía sólo cuatro hoteles de importancia.
La segunda luna asomaba por el horizonte cuando Jaime divisó el parque del fundador, con el gigantesco primer árbol, ahora una escultura de mármol blanco iluminado por centenares de luces colgando de sus ramas. Al norte, también iluminado, el palacio de gobierno. Al otro lado del parque comenzaba la Avenida de Los Colonos, que siempre en línea recta hacia el sur, contenía todas las embajadas con las que sigma mantenía relaciones diplomáticas formales. Luego de tres calles, en la Avenida Selim Patarkis, las demás representaciones diplomáticas.
Jaime continuó recto por la Avenida de Los Colonos hacia el sur, contemplando distraídamente los edificios de las delegaciones, sin mirarlos en realidad. Conocía la zona bastante bien, con cada una de las embajadas rodeadas por amplios jardines al descubierto, o con frondosos bosquecillos que flanqueaban los caminos de entrada.
Con las luces de posición al máximo comenzó el descenso, hasta quedar a medio metro del suelo.
Ya era visible la cúpula translúcida azul de la embajada del Imperio Alcantarian, iluminada desde dentro por lo que suponía eran miles de globos de luz. El parque de entrada se veía también iluminado, pero por la gran cantidad de vehículos atmosféricos que estaban estacionados.
Se detuvo en la entrada, y esperó que el guardia de seguridad terminara con el vehículo anterior.
—¿Has estado antes aquí? —preguntó Jerry, dándole un retoque a su maquillaje.
—Sólo la he visto desde fuera. Nunca más cerca que este mismo punto.
—Y me supongo que nunca has estado en algún planeta del imperio Alcantarian.
—Tuve un amigo que trabajó en un carguero protegido por la flota alcantarana.
—¿Ese amigo tuyo te contó algo de su cultura?
—Muy poco en realidad. Me mostró como identificarlos, saber cuando era militar o no, algo de sus hábitos nocturnos.
En ese momento avanzó hasta el guardia. Éste, de forma muy respetuosa dijo por la ventanilla:
—Buenas noches. ¿Vienen a la recepción?
—Sí —respondió Jaime—. Mayor Jeraldin Dicala y Jaime Rigoche.
—¿Pueden mostrarme sus invitaciones, por favor? —Dijo el guardia luego de consultar su computador de muñeca.
Jaime le extendió las dos invitaciones, el hombre las estudió durante un momento, se las devolvió y señaló hacia la cúpula.
—La entrada principal está justo delante, pero puede estacionar el VSA a la derecha.
Sin ningún problema encontró un espacio, estacionó y estaba por salir cuando Jerry lo detuvo.
—Espera. Un par de consejos.
»Yo fui durante año y medio agregada militar de la embajada de Sigma en Anjra dos. No es un mundo demasiado importante para los alcantaranos, pero sí uno de los más antiguos. Tienes que andar con cuidado, pero no por juegos o intrigas políticas. Si por alguna causa te haces un corte en la piel, ocúltalo lo mejor que puedas.
Jaime enarcó una ceja, pues creía que se trataba de otro tipo de consejo.
—No lo tomes a la ligera. Para los alcantaranos la sangre es algo intolerable. La piel siempre debe ser inmaculada. Si te cortas con algo... una copa, un borde afilado de algo, incluso un papel, ve a un baño, lávate la herida y trátala.
Jerry le colocó en la palma de la mano un diminuto pomo plástico.
—Esta crema cicatriza los cortes menores en cuestión de segundos. No dudes en usarla si algo pasa.
—¿A qué se debe tanto lío por la sangre?
—Los alcantaranos eran originalmente una colonia de bioingenieros. Genetistas, médicos, analistas... según la historia oficial son amantes de la pureza estricta del cuerpo. En realidad lo que pasa es que la bioingeniería pasó de ser una ciencia, y se transformó casi en religión.
»El cuerpo humano es perfecto y perfeccionado aún más gracias a la ciencia. Cada parte de él es el resultado de la evolución y del estudio, y sólo la evolución y el estudio pueden intervenir en él.
»De este modo la sangre es el líquido más preciado además del agua pura. La sangre debe permanecer en el interior, y sólo salir por la piel en momentos ceremoniales muy específicos o en la muerte.
»La sangre es objeto de estudio y de veneración, no de intercambio como en los hospitales nuestros. Por eso nos consideran algo mejor que un grupo de bárbaros.
—¿No hacen transfusiones de sangre? —preguntó Jaime, cada vez más sorprendido.
—Desde luego que sí, pero usan sangre artificial.
»Por todo esto la piel debe estar también inmaculada, sin cicatrices de ningún tipo. Ninguna marca queda después de los tratamientos médicos alcantaranos. A pesar de ello, no ofrecen sus tratamientos regenerativos de la piel a otros mundos. Sólo a los miembros del imperio.
Jerry terminó con su maquillaje, revisó su peinado y salió del vehículo. Jaime la siguió.
—Si algún alcantarano tiene un accidente grave —continuó ahora en voz más baja colgándose de su brazo—, todos los esfuerzos se dirigen, además de salvar la vida, a mantener la piel pura.
—Entonces recuérdame que nunca concurra a un centro nudista con los alcantaranos —terció Jaime antes de que ella continuase.
—No es broma, encanto. Esa hermosa cicatriz en la parte interna de tu muslo izquierdo escandalizaría a cualquier alcantarano. Por eso sus ropas son normalmente ligeras y abiertas. Muestran su piel como signo de estatus.
—¿Y en el caso de una amputación? —preguntó Jaime, apartando de su mente el cómo ella conocía su cicatriz—. ¿Si un accidente o en combate se pierde un brazo o una pierna, qué hacen?
Jerry no respondió, pues estaban casi en la entrada.
La enorme cúpula translúcida encerraba un nuevo jardín, salpicado de árboles y fuentes de agua cristalina. En el centro de la circunferencia se alzaba propiamente el edificio de la embajada, de forma piramidal, pero desde media altura era cortado por dos puentes que comunicaban con un par de torres, en apariencia de cristal.
Desde el interior la cúpula presentaba un fulgor algo más tenue, y Jaime creyó distinguir los globos de luz coloreados de azul a este lado. Ello no hacía que el jardín estuviese en penumbras, ya que una fantástica cantidad de faroles cristalinos flotaban a un promedio de seis metros de altura, y las fuentes aparecían iluminadas desde el interior.
Una gran cantidad de gente se derramaba por los cuidados jardines nada más entrar, incorporando al espectáculo la multiplicidad de colores de las vestimentas.
—¿Qué notas en común en los trajes? —le preguntó Jerry, en cuanto pasaron el nuevo control de seguridad y estuvieron un poco más solos.
Jaime reflexionó, y miró con atención a su alrededor.
—Así como nosotros, todos tienen a la vista algo de color rojo —dijo luego de un momento.
—Por eso me gustas. Buen observador. Correcto. Tu pañuelo al cuello que yo misma te recomendé, mi cinturón... todos usan algo rojo, que es el color tradicional por el que se reconoce la sangre.
»La sangre no puede salir del cuerpo, pero es sagrada. El color rojo es ceremonial, así como es el color del luto. En una ocasión como esta se mira como falta de respeto no usar algo rojo en alguna parte del cuerpo. Incluso la piedra de un anillo es suficiente.
—¿Llega a tanto esta... ciencia o religión?
—Encanto, es mucho más. La regla femenina ha sido genéticamente suprimida por completo. Las mujeres alcantaranas no tienen menstruación. Ni una sola gota de sangre sale del cuerpo.
—¿Ninguna?
—Ni una sola gota.
—¿Y qué pasa con la virginidad?
Jerry soltó una ligera carcajada que ocultó con una mano. Retiró dos copas de una bandeja suspensa y le entregó una a Jaime antes de continuar.
—Cuando la mujer alcantarana cumple los trece años, la familia y ella pueden optar. Una opción es someterse a una cirugía menor que rompa el himen. Otra es un acto ritual pero muy privado, en el que la joven usa un sustituto del pene para romper el himen. De esta forma la sangre es totalmente privada, y así la chica puede ocultar su vergüenza al derramarla. Finalmente hay una alternativa que, si bien poco común, está resultando muy frecuente en los mundos alcantaranos más fronterizos y que tienen menos años de edad. Buscar a un hombre no alcantarano que realice el primer acto con la joven. Un contrato en el que... bueno, se regularizan todos los términos de privacidad. El principal es que el muchacho debe atestiguar que sólo vio una gota de sangre. Incluso, si el precio es bueno, decir que no hubo sangrado.
—Pero me imagino que todo mundo sabría que no es verdad.
—Desde luego. Por ello es que la cirugía es el método más usado. Incluso entiendo que se hacen estudios genéticos para reducir el himen. Si en efecto lo logran, las mujeres alcantaranas no sufrirán dolor la primera vez que tengan relaciones, ni sangrarán en ese momento.
—fascinante —dijo Jaime cuando Jerry permaneció en silencio. En realidad lo era, pero casi podía escuchar el siguiente comentario.
—¿Quieres que te cuente qué hice yo? Si te portas bien algún día puedo mostrarte...
estaba por continuar, y Jaime en verdad comenzaba a interesarse en las posibilidades del relato, cuando apareció el superior inmediato de Jerry.
Comenzó entonces la clásica charla formal de una fiesta de ese tipo, luego de las presentaciones obligadas. A Jaime no le pasó por alto el casi imperceptible alzamiento de las cejas del comandante Atraminli cuando fue presentado, siendo que Jerry seguía enganchada de su brazo. Pensó un poco la cuestión, y una sonrisa se pintó en su cara al considerar algunas apuestas que seguramente circulaban por la base sobre quién tendría la suerte de estar con ella. A fin de cuentas, como le contara su primo también destacado en la base, Jerry era tal vez la mujer más cotizada en los cuarteles. Había un par de otras, casadas, pero la soltera más cotizada. Y casi estaba seguro que ella estaba perfectamente enterada.
«Dejemos que los rumores corran» —pensó, encantado de sentirla tan cerca. Era evidente que había comenzado algo. Después de todo habían pasado algunos minutos besándose como colegiales antes de salir a la embajada, y eso debía significar algo. Tal vez no mucho para ella, pero para él sí.
Hora y media más tarde, cuando la sensación de estar al exterior a pesar de la cúpula pasó a ser mero calor de interior, cuando los discursos de bienvenida al nuevo delegado terrestre habían adormilado a quienes permanecieron sentados, cuando la comida (bastante buena por cierto) había dado paso al postre y la charla dejaba de ser tan incoherente y se hacía menos política, comenzó a tocar una menuda orquesta. Esto daba lugar al baile y los tragos más consistentes.
Jaime daba vueltas por la pista con Jerry. La velada había resultado ser muy agradable, y el alcohol lo tenía un tanto chispeado. Jerry sonreía, notando sin duda con alegría cómo el gesto taciturno se esfumaba cada vez un poco más.
Un nuevo punto para ella, sin lugar a dudas. ¿Cuántos más se anotaría?
La orquesta hizo una pausa, y Jerry se colgó de su brazo haciéndolo salir hacia las mesas.
—Dame un respiro, muchacho. No me imaginé que fueras un gran bailarín, pero desde luego estaba equivocada.
—Eh... soy una caja de sorpresas.
—Me estoy muriendo de curiosidad —respondió ella, aferrándolo un poco más fuerte, mientras le daba un beso en la mejilla.
Jaime se sentía muy animado. Desde luego Jerry era una gran compañía para una fiesta, pero también el grupo de la base, con el que habían compartido la mesa, resultó ser agradable. Si ella no quería bailar, le pediría a la directora de relaciones públicas que lo acompañara.
—¿Te traigo algo para beber? —le preguntó luego de acomodarla galantemente en su silla.
—Un vaso de calari rojo estará bien, gracias.
—¿Segura? ¿No es un poco fuerte?
—Encanto, soy del ejército planetario de Sigma. Creo que puedo beber el doble que tú y pilotar una nave de enlace mientras como algo.
Jaime sonrió, la besó en la boca por algo más de un segundo sin importarle un comino quien de la base podía estar atento al gesto, y comenzó a alejarse de la mesa hacia la enorme barra del bar. No había avanzado cuatro metros cuando una voz lo llamó desde su derecha.
—Señor Rigoche.
Se giró, y en el acto reconoció a la capitana de navío Discridali plantada a su lado.
—¿Tendría la amabilidad de acompañarme?
—¿Ahora? —dijo Jaime, sin poder evitar la estúpida pregunta.

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