sábado, 30 de mayo de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 1: La Oferta (tercera parte)

VLADIMIR SPIEGEL


DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 1:
LA OFERTA (PARTE 3)


Miró hacia Jerry, quien a su vez lo observaba atentamente. Levantó una mano y colocó el índice cerca del pulgar, tratando de hacerle entender que sería poco tiempo. Ella asintió y le sonrió, volviendo en el acto a charlar con otro militar. Le dedicó un asentimiento de cabeza a la capitana, y la siguió.
—Magnífica fiesta —dijo Jaime, intentando conversar.
La mujer no respondió, así que no hizo nuevos intentos. Notó sin embargo que, a diferencia de su primer encuentro aquel mismo día, ahora vestía con rigurosidad un uniforme completo. Debía ser el de gala, con pantalones azules holgados, chaqueta negra cruzada al hombro derecho, una camisa azul en el mismo tono que los pantalones, y botas altas negras. Cruzando por sobre la chaqueta cerrada, un finísimo cinturón rojo. Los brazaletes de oro ahora eran visibles sobre la manga izquierda de la chaqueta, y el anillo aparecía donde lo viera en la mañana. Las insignias de su rango aparecían ahora destacadas en la pechera y hombros, y una gruesa pulsera de platino rodeaba su muñeca derecha, con el emblema del imperio. Según creyó recordar, el adorno destacaba que era en efecto comandante. Fuera de su desempeño diplomático, debía existir en realidad una nave de combate bajo su mando. Además, a diferencia de la mañana, la larga cabellera negra estaba ahora anudada desde la nuca con una cinta roja.
Algo saltó entonces a su mente. ¿En la mañana había entrado a su local de civil? Contemplando las lágrimas rojas (o gotas de sangre) en sus hombros, pensó que en su encuentro previo no había reconocido ninguna clase de emblema, salvo los brazaletes y el anillo. Eso quería decir que en realidad lo había entrevistado vestida de civil. ¿Por qué? Para cualquiera medianamente informado una alcantarana resultaba reconocible en una multitud con facilidad. Los aros perfectos formados en la coronilla con el cabello, los de las orejas y frente... pero ella también había estado con los brazaletes. ¿Una afectación?
Se dio cuenta también que, al contrario de lo que le explicara Jerry, la capitana no mostraba su piel. Salvo las manos, el rostro y parte del cuello, todo lo demás estaba cubierto por el uniforme.
Miró ahora con más atención a su alrededor, y reparó en otros uniformados que tampoco mostraban gran cantidad de piel. Un problema de ser militar, si Jerry estaba en lo correcto. Y no dudaba que así fuese.
Con sorpresa y algo de hastío, además de una pizca de satisfacción, entendió que todo cuanto había pensado y mirado desde que se alejó de Jerry, obedecía a los viejos instintos. Los instintos del investigador.
Avanzaron hacia el edificio central de la embajada, pero cuando estaban casi en la base de la pirámide torcieron a la derecha por un camino de baldosas blancas, en dirección a una de las torres que parecían ser de cristal. La fiesta continuaba en esa parte, pero la cantidad de guardias y sirvientes era algo mas elevada que antes, lo cual la hacía menos apetecida y estaba mucho menos concurrida. Un sutil mecanismo de seguridad, pensó Jaime.
Entraron en la estructura de la torre, y al momento de estar en el interior la sensación de cristal se esfumó en el acto. En realidad se trataba de metal, que en el exterior debía estar tratado para parecer transparente. Una muestra de muy buen gusto.
La capitana condujo a Jaime por un corredor que finalizaba en una discreta puerta doble, de madera lisa. Pulsó un botón disimulado en el marco, y la puerta se deslizó silenciosamente, revelando un minúsculo cuarto, que sólo contenía otra puerta.
—Debe tener presente, señor Rigoche, que todo cuanto vea y escuche a partir de aquí será estrictamente confidencial —comenzó a decir la capitana Discridali—. Si entra por esa puerta, no podrá comentar con nadie lo que vea, ni mucho menos lo que se le dirá.
—¿Una última oportunidad de echarme atrás?
—Podría llamarlo así —respondió la mujer, mostrando por primera vez una sonrisa. Jaime notó, otra vez con los instintos del investigador, que en realidad la mujer era de sonrisa fácil. Por lo menos eso decían sus ojos.
—Capitana, no debe ser un misterio para usted, a pesar de insistir en mi antigua ocupación esta mañana, que ya no soy investigador. Por el contrario creo que sabía muy bien que no trabajo más como investigador privado. Aún así debo decir que estoy intrigado, y a estas alturas no voy a renunciar a escuchar algo que, casi con toda seguridad, puede ser muy interesante.
La mujer introdujo una tarjeta en una ranura junto a la puerta, y ésta se abrió de inmediato.
—A partir de aquí seguirá solo. No tengo el nivel de seguridad para acompañarlo.
La mujer sonrió a Jaime, inclinó delicadamente la cabeza y le ofreció la mano para que él se la estrechara.
—Me gustaría volver a verlo algún día, señor Rigoche. Ojalá en circunstancias más relajadas.
—Usted sabe cómo y dónde encontrarme, capitana —respondió Jaime, estrechándole la mano. La capitana Discridali no era sólo atractiva, sino realmente hermosa. Al contrario que en su encuentro de la mañana, ahora parecía segura, con una franca sonrisa en labios y ojos.
Atravesó la puerta, que se cerró en el acto a su espalda, y se vio dentro de un ascensor cilíndrico, que comenzó a moverse de inmediato.
La sonrisa final de la mujer permaneció en su mente. No era sólo la boca la que sonreía, sino también sus ojos. Algo que había aprendido durante sus años como investigador era cómo reconocer cuando alguien no era del todo franco, y la sonrisa (o invitación) de la capitana parecía genuina. Sin embargo algo en sus ojos no concordaba completamente con la sonrisa. Una especie de compás de espera, una duda. Aún así los ojos le sonreían.
Comenzaba a preguntarse si en realidad sería atractivo para las mujeres, cuando la puerta se abrió, luego de lo que calculó serían varios niveles de descenso.
Salió a un pasillo bien iluminado, aunque no fue capaz de determinar la fuente de luz. Estaba sólo. Había puertas a ambos lados, todas cerradas, y comenzaba a preguntarse en cuál de ellas debía golpear, cuando al final del largo corredor se abrió una puerta que antes no estaba allí. Suponiendo que ese era su destino, avanzó, poniendo todos sus sentidos alerta. En sus años como investigador había puesto en problemas a mucha gente, pero hasta donde creía recordar no tenía a algún alcantarano como posible enemigo. Más aún, el nivel de seguridad que la capitana no había traspasado parecía ser demasiado alto para mucha gente, lo que eliminaba posibles riesgos de ese tipo. Sin embargo estaba alerta.
Avanzó los metros que lo separaban de la entrada, y cuando estuvo junto a ella se detuvo. Una luz roja apareció frente a sus ojos, parpadeó tres veces y desapareció. En ese mismo momento un resplandor blanco lo barrió de pies a cabeza. Resultó evidente para Jaime que se trataba de un sistema de rastreo sumamente sofisticado.
—Adelante, por favor —se escuchó desde dentro, al otro lado de una especie de cortina blanca—. Entre sin miedo, señor Rigoche.
La voz parecía amable y, después de todo, no había llegado hasta allí para dar media vuelta y regresar a la fiesta.
Atravesó la cortina, que en realidad era una niebla fresca, y salió a una amplia habitación lujosamente decorada. Una espesa alfombra de diferentes tonos cubría todo el suelo, mientras que en las paredes eran visibles una serie de pinturas y grabados de algunos de los más renombrados artistas de la Unión. En cada esquina del cuarto se alzaban estatuas también de diferentes autores, y junto a cada una había una mesa de genuina madera de cedro con platos de bocadillos y bebidas. En uno de los costados de la sala, iluminada por su propia luz de los bordes, se encontraba una discreta fuente de agua, que añadía al entorno un sonido muy agradable.
Repartidas por la habitación había algunas butacas y sillones espaciosos, además de una amplia mesa baja llena de anotadores de bolsillo y algunas holoplacas.
En la habitación había cinco personas, tres mujeres y dos hombres. De todo el grupo, el único que portaba uniforme se le acercó con la mano estirada.
—Gracias por aceptar la invitación, señor Rigoche —dijo el militar, reconociendo Jaime a quien lo había llamado un momento antes.
—Bueno, debo decir que estoy intrigado.
—Si no le molesta que se lo diga, contábamos con eso —respondió el militar, invitándolo gentilmente a sentarse en un sillón de respaldo alto y sorprendentemente cómodo.
Una bandeja suspensa se le acercó con algunos tragos, pero Jaime negó con la mano. Una cosa era beber un poco en una fiesta o en casa de alguien, y otra diferente era beber más de lo aconsejable. Había sufrido unas cuantas borracheras en el último año, pero siempre con el miedo de recaer en los días anteriores a Jerry, en los que incluso olvidaba cual era su nombre.
—Permítame que haga las presentaciones —dijo el militar—. Aunque en otros tiempos era una descortesía, comenzaré por mí. Soy Hafar Nigale, comandante en jefe de la flota del Imperio Alcantarian.
El hombre parecía tener unos 40 y cinco años, cosa que se desmentía en el acto por su rango. Alto, delgado, de rostro distinguido, con barba y bigote finos, el cabello negro sin una cana a la vista, y un par de ojos de color azul oscuro que proyectaban una de las miradas más penetrantes que Jaime había visto.
Luego de dirigirle una inclinación de cabeza a modo de saludo, Nigale le presentó a la coronel Patricia Nesuv, jefa de seguridad del imperio.
Era una mujer bellísima, que en años sigmanos aparentaba unos cuarenta más o menos, de cabello largo hasta la cintura con el color de la miel. Alta, de tal vez un metro ochenta y cinco, piel tostada y ojos grandes del color de la noche. Su mirada parecía franca y risueña lo que, sumado a una sonrisa insipiente en los labios, le daba un aire casi angelical. Sin embargo Jaime no se dejó engañar. Jefa de seguridad del imperio equivalía a directora de inteligencia, y el imperio tenía en total, por lo menos hasta donde él sabía, veinte mundos en quince sistemas planetarios, además de seis estaciones de salto en agujeros de gusano. Por ello el ademán casi alegre con el que le sonrió e inclinó la cabeza al saludarlo le pareció escalofriante.
La mujer permanecía de pie, con la espalda reclinada contra la repisa de una chimenea de imitación, sosteniendo una copa en la mano izquierda, en una actitud en apariencia indolente. No obstante desde ahí tenía a la vista toda la estancia. Vestía una túnica blanca que dejaba totalmente al descubierto sus largas piernas, hacía visible los brazos y una parte del estómago. Aparentemente Jerry estaba en lo correcto, pues la piel visible aparecía inmaculada.
A continuación fue el turno de Glen Takamura, médico personal de la familia imperial.
El hombre era alto como los demás, de aparentes cincuenta y tantos años, rubio, fornido y, tal como la coronel Nesuv, su ropa exponía grandes cantidades de piel. Jaime reparó casi en el mismo momento de ser presentado, que Takamura parecía incómodo y tal vez algo molesto por encontrarse en ese lugar.
Los ojos café no permanecían quietos y en el hecho no sostuvo la mirada de Jaime cuando él así lo intentó. Las manos delicadas insistían en quitar una pelusa inexistente de su pantalón negro, o iban de forma inconsciente a una cadena de bedrita que pendía de su cuello.
Acto seguido fue el turno de Natalia Brecyne, ejecutiva de gobierno para el imperio.
No tan alta como los anteriores, la mujer compensaba esto con un porte que la hacía ser el centro del cuarto. No tenía ni un solo rasgo que la hiciera especial o diferente, pero ya su postura, sentada de forma relajada en una butaca reclinable, daba a entender que si ordenaba algo, esperaba que se cumpliese en el acto. La piel, que su ropa exponía en un alto porcentaje, era cremosa y agradable a la vista. La larga cabellera, recogida en una hermosa trenza que caía por su hombro izquierdo, era de un rojo encendido, algo más luminoso que el de Jerry. Sus ojos, grandes y atentos por completo en Jaime, también parecían estar hechos de cobre, en perfecta armonía con el cabello que, debajo del anillo de distinción de la frente, caía en una encantadora y fina cascada casi hasta las cejas.
La expresión de su rostro armonizaba con la de la jefa de seguridad, pero en este caso parecía honesta. Aún así, dado el cargo que ocupaba como cabeza operativa de la administración del imperio, resultaba evidente que había mucho más en su rostro.
Nigale iba a presentar a la última mujer, que permanecía sentada en una postura relajada en el borde de la pequeña fuente ornamental, cuando ella lo interrumpió.
—Soy Nadelia Perryman, y ya que mis acompañantes han sido presentados con el rango o cargo que ocupan, agregaré que dirijo el Instituto de Genética y bioingeniería del Imperio. Agregaré también, señor Rigoche, que en lo personal siento que estoy en deuda con usted.
La mujer, que lo miraba directamente a los ojos, por lo menos a simple vista, parecía ser la menos reservada del grupo. Algo más baja que el resto, tenía una cabellera que, a pesar de estar sentada, debía llegar como mínimo hasta las rodillas, negra como ala de cuervo. Sus ojos, del mismo color, manifestaban una profunda inteligencia, en un rostro hermoso y blanco como el papel, en contraste. Mostraba una sonrisa genuina de dientes blancos y perfectos, mientras una mano sostenía, casi como un gesto divertido, la barbilla fina y distinguida.
—¿En deuda conmigo? —preguntó Jaime.
Perryman asintió y bebió un trago de su copa antes de responder.
—Cuando las autoridades sigmanas recuperaron la semilla del fundador con su ayuda, se salvó un trabajo que yo había estado desarrollando por casi cinco años estándar.
—Entonces era usted el asesor del gobierno.
La mujer asintió y volvió a dedicarle una sonrisa radiante.
Jaime se inclinó un poco y arrastró hacia sí la bandeja suspensa, para examinar su contenido. Luego tomó una copa de vino terrestre y bebió un trago algo más largo de lo que podía recomendar la etiqueta para una reunión así.
La capitana Discridali le había dicho esa mañana que funcionarios de alto rango del Imperio Alcantarian querían hablar con él, pero nunca se le pasó por la cabeza que estaría en la misma habitación con algunos de los personajes más importantes en la política y defensa alcantarana.
Nigale era el almirante supremo de la mayor flota de guerra de la Unión, Nesuv controlaba una de las redes de inteligencia y contrainteligencia más grandes y complejas, Takamura era el médico particular de los gobernantes del Imperio, Brecyne ejercía el gobierno como cabeza real de la administración y, finalmente, Perryman tenía por completo el control en el desarrollo genético en una cultura que, según le había dado a entender Jerry esa misma noche, elevaba al cuerpo humano a algo parecido a lo sacro. Tal vez no era para tanto, pero sin duda el grupo que tenía delante conformaba casi la cúspide del poder alcantarano.
Para aumentar la turbación de Jaime, no dejaba de pensar que lo habían contactado en su antigua calidad de investigador privado. ¿Qué era lo que la enorme y compleja maquinaria del Imperio Alcantarian no era capaz de solucionar como para que él interviniera?
Intentó disimular la turbación que esto le provocaba bebiendo un sorbo más de vino, deseando, no con mucha esperanza, que sólo Nesuv reconociera la real naturaleza del gesto. Asimismo tomó la decisión de que rechazaría la oferta, fuese cual fuese. No podía imaginar de qué se trataba, pero resultaba lógico que lo pondría en una posición delicada, en un mundo y una cultura que no era la suya y, finalmente, se negaba casi en redondo a actuar otra vez como investigador.
Si bien creía que Nigale controlaba la reunión, Natalia Brecyne tomó la palabra al cabo de unos instantes.
—Hace un momento, señor Rigoche, la capitana Discridali le dio la posibilidad de retirarse sin conocer los motivos por los que queremos hablar con usted.
La voz de la mujer armonizaba con ella. Era profunda, derrochaba serenidad y, al mismo tiempo, proyectaba un indiscutible don de mando.
—Su sola presencia en este lugar de la embajada ya conforma una violación a los protocolos de seguridad más estrictos en la política del Imperio. De la misma manera, el que esté enterado de que este grupo se encuentra en sigma le da un rango de seguridad que, guardando las distancias obvias, podría equipararse con el de la coronel Nesuv. Me refiero, señor Rigoche —dijo ahora Brecyne, inclinándose hacia él—, a que en el Imperio, incluyendo a los cinco que estamos aquí, no hay más de diez personas que saben de nuestro viaje a Sigma.
Nesuv asintió antes que la jefa de gobierno continuara:
—Lo que está por escuchar, señor Rigoche, si elige permanecer en este cuarto, sólo lo saben las cinco personas que tiene frente a usted. Es por esto que le pido que piense seriamente en quedarse o regresar a la fiesta. Si se retira no pasará nada, y nosotros deberemos confiar en que no le comente a nadie que nos ha visto esta noche. Por el contrario, si prefiere permanecer aquí, entrará a formar parte de uno de los círculos más cerrados de toda la Unión. Esto sólo le acarreará problemas, no se lo voy a negar, pero me gustaría creer que la oferta que queremos hacerle será de su agrado.
»De todos modos, si una vez que nos haya escuchado rechaza nuestra propuesta, será también libre de retirarse sin mayores consecuencias. Sin embargo, y quiero ser sumamente clara a este respecto, el permanecer en esta habitación a partir de este momento significa que se producirán algunas alteraciones en su vida. Muy posiblemente usted ni siquiera las notará —se apresuró a decir alzando una mano para detener las palabras que Jaime estaba por dejar escapar—, pero se producirán.
»En primer lugar, estará sometido a protección por parte del Imperio Alcantarian. Esto quiere decir que siempre habrá cerca de usted uno o varios agentes de seguridad, para proteger su vida.
»Entonces, señor Rigoche, la pregunta es: ¿quiere escuchar lo que tenemos que decir?
Jaime clavó los ojos en Brecyne durante un largo momento, y no pudo dejar de admirar que fue él quien apartó la vista.
—Supongamos, y sólo supongamos, que elijo quedarme —comenzó a decir luego de unos momentos en los que miró atentamente el escote de Brecyne—. Supongamos de igual forma que acepto la oferta que tienen para mí. El tener cerca a alguien que cuide de mi vida, por mucho que no sepa que está ahí, limitará las posibilidades de realizar una investigación privada. Y resulta del todo obvio que eso es lo que quieren de mí, ya que la capitana Discridali me buscó por mi antigua ocupación e insistió en ello durante nuestra primera entrevista. Deben saber, aunque imagino que no les es del todo desconocido, que al ser investigador privado, durante el tiempo que dura un trabajo, es posible violar más de una ley. En ese sentido el estar vigilado puede eliminar por completo la posibilidad de éxito en el encargo.
—No con este tipo de protección, señor Rigoche —dijo ahora Nesuv—. La única misión de estos agentes es procurar que usted siga con vida. Podría dedicarse a violar niños cada media hora, y sus seguidores tendrían que morderse la lengua.
—No. —Jaime meneó la cabeza—. Si llego a aceptar, es de lógica elemental que me impondrán condiciones. Bien, yo también tengo las mías. Nada de vigilancia en mi honor. De otro modo me retiro de inmediato, y ustedes habrán perdido su tiempo en vano.
Hubo entonces una duda en los alcantaranos presentes, pero antes de que alguno dijese algo, Jaime agregó:
—Espero que entiendan, que tengo los medios para darme cuenta de si en efecto soy o no vigilado.
Las miradas se enfocaron entonces en Patricia Nesuv. Se llevó a cabo una comunicación silenciosa entre los alcantaranos de la que Jaime no pudo sacar nada en limpio.
—Muy bien, señor Rigoche —dijo finalmente Nesuv—. Nada de vigilancia hasta que su trabajo, si acepta, esté terminado.
—No me han entendido. Nada de protección, o vigilancia, o como quieran llamarlo. Ni durante el trabajo ni nunca.
Fue obvio para Jaime que Nesuv iba a protestar, pero Brecyne se adelantó.
—Se hará como usted diga, señor Rigoche. Nada de protección para usted, si así lo quiere.
»Vuelvo a preguntar: ¿Escuchará lo que tenemos que decirle?
Muy a su pesar, Jaime asintió.
Medio segundo antes había estado ejerciendo la presión necesaria en los músculos para levantarse del sillón, caminar hasta la puerta y regresar a la fiesta. Por el contrario su insaciable curiosidad prefirió quedarse.
—Quiero que quede perfectamente claro que nada de lo que está por escuchar, señor Rigoche, puede ser repetido por usted a menos de encontrarse a solas con uno o más miembros de esta reunión.
Brecyne hizo una pausa en la que lo estudió casi como si le hiciese la autopsia, y luego continuó.
—Es necesario que entienda, que la información que está por recibir es de vital importancia para el Imperio. A ello se debe la estricta confidencialidad que le imponemos. Como ya le dije, hasta este momento, sólo cinco personas conocen lo que está por escuchar.
Jaime asintió, ya algo aburrido de que se insistiera en lo mismo una y otra vez.
—Muy bien —continuó Brecyne, dedicándole una sonrisa deslumbrante—. ¿Qué tan informado está sobre la familia imperial alcantarana?
—Bueno, no me dedico a chismorreos reales o imperiales, pero veamos: está el matrimonio imperial, que deben estar cerca de los ochenta o noventa años de edad, poco más o menos. Entiendo que tienen tres hijos, dos mujeres y un hombre. Este último es el único casado, pero no tiene derecho a ocupar el trono, a menos que mueran sus hermanas mayores. Por cierto, creo entender que la mayor, de algo así como treinta años, está comprometida. No estoy del todo seguro.
—Su información es correcta en lo esencial, señor Rigoche —intervino Takamura con tono reticente—. Sin embargo es errónea en un punto que, para los efectos de esta charla, resulta indispensable.
»Los emperadores tienen un cuarto hijo, de cuya existencia ahora saben sólo seis personas. Un cuarto hijo que en realidad es el primero, el que sería el legítimo heredero de todo el Imperio Alcantarian.
—¿Me quiere decir que los emperadores no saben que tienen otro hijo?
Takamura asintió, al tiempo que hacía un gesto a Perryman para que tomara la palabra.
—Una vez que la concepción se efectuó y se estableció la realidad del embarazo, el feto fue retirado de la emperatriz y puesto en un Tanque de Gestación. Como es tradicional en el Imperio, se iniciaron de inmediato las pruebas genéticas para determinar la viabilidad natal. Esto es, saber si el feto es capaz de sobrevivir al nacimiento.
»A las tres semanas de haber sido el feto implantado en el Tanque de Gestación, las pruebas genéticas entregaron los primeros resultados. No pretendo describirle en qué consisten dichas pruebas, pero sí le diré que la demora se debe a la rigurosidad debida al tratarse, en este caso, del heredero al trono imperial.
»Se determinó sin lugar a duda posible, que el feto era viable. Sería un bebé sano y fuerte. Sin embargo las mismas pruebas detectaron un problema muy serio, a nivel genético primordial.
En este punto fue visible para Jaime la incomodidad que sentían todos los presentes. En realidad no era para menos. Tal y como le habían dicho, el conocimiento que estaba recibiendo podía ser usado de formas que no era del todo capaz de imaginar, contra el poderosísimo Imperio Alcantarian.
—No espero que entienda del todo la información que le voy a decir ahora, señor Rigoche —continuó Perryman—, ya que usted no es alcantarano. Valga como somero antecedente el que nuestra cultura aspira a la perfección física del cuerpo, tanto en lo exterior como en lo interior. En este sentido, cualquier clase de defecto físico, visible o no, se transforma en un factor de detrimento social.
Jaime asintió, pues quería que Perryman continuara con lo importante.
—Bien, las pruebas detectaron una deficiencia ocular de carácter grave. El bebé, antes de que cumpliese la primera semana desde el nacimiento, perdería los ojos. Inicié una serie de análisis para determinar si resultaba posible una intervención prenatal, ya fuera para reforzar los globos oculares, ya fuera para dotarlo de unos nuevos. El resultado en ambos casos fue negativo y concluyente. El bebé, entre una semana estándar y diez días después de su nacimiento, perdería irremisiblemente los ojos.
La mujer calló e hizo un gesto a Takamura para que continuara.
—En este punto, por regla general, los padres son consultados para que digan qué quieren hacer con el feto. Si es declarado no viable, simplemente el proceso de gestación se interrumpe. Si por el contrario se declara viable pero existe un problema físico, los padres deben decidir si debe o no continuar el proceso. Sin embargo no fue así en este caso. Estamos hablando, señor Rigoche, del heredero al trono imperial.
Asumió entonces la palabra Brecyne.
—Antes de comunicar a los emperadores la viabilidad del feto, el doctor Takamura y la doctora Perryman hablaron conmigo. Tomé entonces la decisión a nombre de los padres del feto, de no continuar con la gestación.
—¿Intervino usted en una cuestión de una familia que no era la suya? —preguntó Jaime, atónito.
—No, señor Rigoche —respondió la mujer en el acto—. Intervine en una cuestión de estado, en mi calidad de cabeza del gobierno.
Jaime asintió a modo de disculpa, sin entender del todo la cultura alcantarana pero intentando comprender la posición de Brecyne.
—Bien —continuó la mujer—, al mismo tiempo decidí no comunicar nada de esto a los emperadores, y ordené a los doctores Takamura y Perryman informar que el feto era inviable. Al mismo tiempo ordené la finalización de la gestación.
—Sin embargo —dijo Takamura—, me negué a cumplir esta última orden. Ahora, luego de más de treinta años, supongo que parece algo ridículo. Pero en ese momento me pareció imposible finalizar la gestación. Se trataba, después de todo, de mi futuro legítimo soberano. No me pareció lo correcto el borrar simplemente su existencia por algo como la falta de globos oculares.
—Tres semanas antes del nacimiento —dijo Brecyne—, el doctor Takamura me informó lo que había hecho. En ese punto ya no era posible comunicar nada a los emperadores, por lo que, junto con el doctor Takamura, la doctora Perryman y la coronel Nesuv, resolvimos sacar al niño del Imperio Alcantarian. Se le colocaron implantes oculares y fue sacado en completo secreto por el almirante Nigale del Imperio.
—Antes del nacimiento —dijo ahora Perryman—, se le sometió a una serie de alteraciones genético-hereditarias. Se le cambió el color del cabello, se alteró la pigmentación de la piel y una serie de otras leves modificaciones, con el objeto de no ser identificado por los rasgos familiares.
—Finalmente se asignaron recursos —intervino Nesuv—, con el objeto de garantizar la estabilidad económica del niño, y para mantener un reducido contingente de seguridad altamente secreto a su alrededor. Se trata, señor Rigoche, de alguien que en el fondo ya no tiene nada de Alcantarano, pero que para este grupo continúa siendo el primogénito de la familia imperial.
—Y en su caso —dijo Jaime dirigiéndose a Nigale—, ¿pasó a formar parte de este grupo al sacar del Imperio al bebé?
El hombre bebió un sorbo de calari rojo antes de responder, al parecer buscando con cuidado sus palabras. Sin embargo fue Brecyne la que respondió la pregunta.
—El niño no tenía todavía tres semanas de vida, sus ojos eran implantes oculares, y estaba a un paso de salir de las fronteras del Imperio. Por mucho que yo le dé órdenes al almirante, él tenía todo el derecho de saber en su totalidad lo que estaba haciendo. Es por lealtad, señor Rigoche, que el almirante Nigale forma parte de este círculo.
—¿Qué es lo que quieren que haga? —preguntó Jaime luego de un pesado silencio—. Hasta el momento, y perdón por la rudeza, no he escuchado nada que tenga que ver conmigo, a pesar de lo instructivo que esto ha sido.
Entonces la coronel Nesuv se apartó de la chimenea y tomó con una mano una de las holoplacas que estaban repartidas en la mesa central. La activó y apareció la imagen de un hombre en tenida deportiva.
—Antonio Dibaltji. Este es, al cabo de treinta y tres años, el hijo mayor de los emperadores.
Jaime contempló un momento la imagen. Tenía la altura correcta para un alcantarano o sigmano, era rubio, de figura algo desgarbada, con piernas largas y manos grandes. El rostro aparecía bañado en sudor, pero mantenía un aire distinguido.
—Hace dos meses estándar —continuó Nesuv— alguien intentó asesinarlo. El grupo de seguridad que lo custodia detuvo... a una mujer que lo apuntaba con un desintegrador sináptico. Estaba casi disparando cuando fue neutralizada. Se retuvo un vehículo en el que la mujer llegó hasta el sector habitacional donde vive Dibaltji, en la ciudad de Dianka, en Drevia Prime.
—Estamos dispuestos, señor Rigoche —dijo Brecyne—, a pagarle quinientos mil Marcos sigmanos por averiguar el sentido de este atentado.
Jaime no pudo evitar dejar escapar un suspiro de consternación. Quinientos mil marcos era más de lo que había llegado a ganar en un año de trabajo como investigador, si es que el año había sido muy bueno. Gracias al pago que el gobierno le había entregado luego del asunto de la bomba en el palacio de gobierno, fue que resultó posible la creación de su centro de tiro... y en ese caso se trataba de doscientos mil.
No obstante tenía que haber más, y así lo hizo ver.
—Me siento halagado por la oferta, pero dudo que yo pueda competir con la policía dreviana y, ya que estamos, con la investigación que imagino habrán desarrollado ustedes.
—En realidad los organismos de seguridad drevianos no tienen ni la menor idea de que algo así ha ocurrido —dijo la coronel Nesuv—. En el hecho Dibaltji ni siquiera notó que algo ocurría fuera de su ventana.
—Bien, pero aún así dudo que pueda siquiera intentar competir con las capacidades de la seguridad alcantarana.
Nesuv inclinó la cabeza y le sonrió, dándose por enterada del halago.
—Eso es muy posible —dijo Brecyne—, pero hay aspectos que superan la capacidad de nuestra seguridad, señor Rigoche. —la mujer hizo una pausa y taladró a Jaime con la mirada antes de continuar—. Sabemos que una de sus grandes especialidades es el desencriptado de códigos complejos. Su fama lo precede en este campo y en otros. Por una cuestión de este tipo es que acudimos a usted.
—El desintegrador sináptico —dijo Nesuv— estaba programado para emitir un mensaje altamente encriptado al momento de disparar. Casi lo único que sabemos del mensaje es el texto que contenía: «Lo estoy matando en este momento».
—déjenme ver si entiendo. ¿Quieren que investigue quién intentó matar a Dibaltji y por qué? Según entiendo tienen el cadáver de quien lo hizo, y desde luego, como es un cadáver, la posibilidad de conocer los motivos murió con él.
—Lo que queremos, señor Rigoche —dijo Brecyne—, es saber quién pagó por este asesinato. Sabemos perfectamente quién intentó llevarlo a término.
Jaime meditó sobre lo que había escuchado durante toda la entrevista, antes de decir algo más. Dado que los demás estaban a la espera, se produjo una larga pausa en la que sólo se oyó el gorgoteo de la fuente en la que Perryman permanecía sentada.
—Están pasando muchas cosas por alto —dijo finalmente, meneando la cabeza—. Dan por sentado que esto tiene algo que ver con el Imperio Alcantarian, pero descartan lo más simple. Me dicen que, ahora que me agrego a este grupo, son sólo seis personas en toda la unión las que conocen los orígenes de Dibaltji. Esto lleva a dos posibilidades diametralmente opuestas.
»La primera, por increíble que les pueda resultar, es que uno de ustedes habló con alguien o, más simple todavía, alguien los escuchó hablar entre ustedes. Además me da la idea de que olvidan la regla más fundamental de los secretos: hay que multiplicar por cuatro como mínimo el número de los que componen el círculo inicial del secreto. En este caso, puede que haya otras veinte personas, como mínimo, que estén enteradas de esto, de una u otra manera.
»En segundo lugar —se apresuró a agregar antes de que alguno pudiera decir algo a modo de protesta—, la posibilidad más simple, y admito que no sé mucho sobre este caballero, es que alguien de Drevia lo haya querido matar. Un rival de su trabajo, el marido de su amante, alguien que quiere el pago de una apuesta ilegal... cualquier cosa que no implique necesariamente al Imperio Alcantarian.
Los alcantaranos intercambiaron miradas, antes de que Brecyne asumiera la palabra.
—Hay dos razones que descartan a Drevia como artífice de esto. Por una parte sabemos una cosa más sobre el mensaje que debía salir del desintegrador sináptico. La señal iba dirigida al consulado alcantarano. En específico a un retransmisor de alto nivel, para la primera nave correo en órbita disponible. Podemos suponer que, una vez fuera del punto de tránsito, la señal estaba dirigida a algún punto del sistema Alcantar, pero hasta ahí es donde se ha podido desemcriptar el código del mensaje.
»Por otra parte, el asesino, asesina en este caso, es demasiado costosa para que se trate de un marido celoso, un rival o alguien de apuestas.
—¿Conoce usted esto? —dijo Nesuv, colocando en la mesa frente a Jaime una tarjeta.
—Oh, mierda —dijo al ver la figura pintada en ella.
En un fondo blanco aparecía la letra R en color negro. Debajo de esto, en letras inclinadas hacia la derecha, se leía: «REDSWAN».
—Esto no fue encontrado en el cuerpo de la asesina, señor Rigoche —dijo Nesuv—. En el vehículo que retuvieron los agentes de seguridad se encontró una caja con treinta de estas tarjetas. La mujer que intentó asesinar a Dibaltji salió de ese vehículo.
—Si no estoy mal, tiene que ser la primera vez, que yo sepa, que Redswan no concreta uno de sus trabajos —dijo Jaime, más para sí que para el resto.
—Eso es correcto —dijo Nesuv—. En realidad al principio mi gente estaba sumamente excitada con la posibilidad de haber atrapado a Redswan, pero resultó ser un clon.
Jaime se incorporó bruscamente en su asiento.
—Pero, si era un clon, entonces saben quién es Redswan.
—No. Ahora fue Perryman quien respondió—. Se trataba de lo que se da en llamar un clon de cuarto estado. Sigue siendo un clon copia de un original, pero en el que se han alterado un altísimo porcentaje de características físicas, tanto visibles como a nivel genético básico. En este caso, el clon comenzó a desintegrarse celularmente a la media hora de haber muerto. Sólo gracias al uso de recursos criónicos fue posible recuperar algo de material genético.
»Encastrado en la novena vértebra había un monitor que tenía la instrucción de hacer explotar el cuerpo si perdía el conocimiento por un aturdidor, y en el cráneo, justo sobre el ojo derecho, había una toma microscópica para implantar recuerdos y habilidades, así como para descargar del clon los recuerdos acumulados durante su vida. Por cierto, según pude determinar del escaso material, el clon no viviría más de siete horas.
»Lo único que sí es positivo, es que estoy del todo segura que Redswan es mujer. El material genético que se rescató lo confirma en un cien por ciento. No fue alterado, por lo que en definitiva Redswan es mujer.
«Eso descarta sólo a algo menos de la mitad de la Unión» —pensó Jaime.
—El punto, señor Rigoche —dijo Brecyne—, no es lo que alguien puede hacer para atrapar a Redswan. El punto es si acepta hacer este trabajo.
Jaime tardó sólo medio segundo en responder.
—No.
—¿Por qué no?
—No sabría siquiera por dónde comenzar. Por suerte se reduce sólo al sistema Alcantar, pero aún así la cantidad de posibilidades es gigantesca. Eso suponiendo que no haya sido alguno de ustedes.
Un silencio sepulcral se apoderó de la habitación. Jaime, luego de esperar que sus palabras penetraran en todos los oídos, continuó:
—Si esto se relaciona en efecto con el Imperio Alcantarian, cosa que todavía pongo en duda, según sus propias palabras sólo cinco alcantaranos conocen la real identidad de Dibaltji. Por lo mismo el sospechoso tiene que ser por fuerza uno de ustedes.
—En... realidad —comenzó a decir Nesuv con tono vacilante—, esa es precisamente una de las razones principales para preferir la intervención de alguien ajeno a este círculo, y en general alguien que no sea súbdito del Imperio.
—Señor Rigoche —dijo Nigale—. Gracias a los adelantos en genética que tiene el Imperio, hemos desarrollado una droga...
—¡No!
La negativa salió de Nesuv y Perryman al mismo tiempo, pero fue la jefe de seguridad quien continuó.
—¡Este hombre no tiene ni por asomo el nivel de seguridad para...!
Brecyne levantó una mano que silenció en el acto a la coronel Nesuv, y que al mismo tiempo hizo que Nigale continuara hablando.
—Hemos desarrollado una droga para interrogatorios complicados, que hace que el sujeto hable de cosas que su subconsciente había enterrado. Es capaz de penetrar incluso el condicionamiento hipnótico de nivel tres.
»Cada uno de nosotros, supervisados por el resto, se sometió a esta droga. Puedo garantizarle, con seguridad, que ninguno de los presentes en esta sala es responsable directa o indirectamente del ataque contra Dibaltji. Incluso pudimos saber si en algún momento dijimos algo a alguien sobre el heredero. De esta forma creo poder asegurarle que la regla más fundamental de los secretos no es aplicable. Son sólo seis personas en toda la unión las que saben que Dibaltji es hijo de los emperadores alcantaranos.
—Siendo así —dijo Jaime luego de un momento—, ¿por qué necesitan mi intervención? Si ustedes están seguros del hermetismo de este secreto, ¿por qué no investigan ustedes?
—Porque esta droga admite la posibilidad de fallos en un porcentaje de la población —respondió Brecyne—. Además sería complicado poner en movimiento el aparato de seguridad por este caso, sin entregar toda la información pertinente a los agentes investigadores, sin que se filtre algo que pueda destapar la identidad de Dibaltji.
»Creemos que, con la información adecuada, una sola persona, usando parte de los recursos que nosotros cinco podemos entregarle en Alcantar tres, es capaz de llegar al fondo de este rompecabezas.
»Usted está en lo correcto al suponer que no se trata de un ataque contra el Imperio, pero por el momento es sólo una suposición. Queremos, en definitiva, que nos diga si el ataque tiene algo que ver con el parentesco de Dibaltji. También, de ser posible, si alguien de este grupo ha comprometido la seguridad del Imperio.
—Necesitaría toda la información que tienen de Dibaltji.
La coronel Nesuv se inclinó sobre la mesa y colocó delante de Jaime seis anotadores.
—Ahí está todo lo recopilado hasta hace dos semanas.
—¿Quiere decir que acepta, señor Rigoche? —preguntó Brecyne.
—Tendría que recibir un veinte por ciento del pago por adelantado —repuso Jaime.
Nesuv agregó un disco de crédito sigmano a los anotadores.
—¿Acepta, señor Rigoche? —insistió Brecyne.
—¿Qué plazo tendría para cumplir el trabajo?
—Dada la naturaleza del mismo, digamos sólo que un plazo razonable o prudente —respondió la cabeza del gobierno alcantarano—. ¿Acepta?
—Una cosa más. —hizo una pausa intencionada, pues sabía que lo siguiente no lo cumplirían—. Debido a la naturaleza de los involucrados, necesitaría las fichas completas de seguridad de todos ustedes. Incluso la ficha de la propia directora de seguridad.
—No —respondió Brecyne—. Eso es más de lo que podemos darle. Tendría acceso a muchos recursos en Alcantar tres, pero hay información en esas fichas que no puede ser entregada. Ni yo misma estoy enterada de lo que dice mi propia ficha de seguridad.
—Pues eso es todo —respondió Jaime—. Buenas noches, damas y caballeros.Acto seguido se puso en pie y abandonó la habitación.

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