martes, 2 de junio de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 2: Compañía Femenina (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 2:
COMPAÑÍA FEMENINA (Parte 1)

—¿Otra cerveza?
Jerry asintió y le entregó el vaso. Jaime se levantó, sacó del bar una botella cerrada, sirvió dos generosas porciones y se reunió con ella en el sofá.
Habían ido a cenar a un buen lugar que él conocía cerca de la salida oeste de la ciudad, y luego a bailar. Ahora terminaban la noche, a la una de la mañana, en el departamento de ella.
Definitivamente había comenzado entre ambos una relación que iba más allá de la amistad, pues durante el baile se habían besado repetidas veces como un par de adolescentes. Además, para confirmar el hecho, Jerry no había dejado de exhibir una gran sonrisa desde la noche anterior, cuando dejaron la embajada alcantarana.
Jaime se reclinó luego de beber un sorbo, y en el acto ella se apoyó contra su hombro. Luego giró levemente y lo besó en la comisura de los labios.
—Perdona que insista, pero no dejo de pensar en la cantidad que te ofrecieron.
—Ni yo. Créeme si te digo que no valía la pena.
—Me has dicho que no pregunte pero, ¿por qué?
—Te repito, por enésima vez, que no se me entregaría toda la información necesaria para completar el trabajo. Y es información indispensable para hacerlo. Además el trabajo en sí me puso los pelos de punta con sólo enunciarlo.
—Muy bien, no insistiré en eso. Pero no me puedes negar que con esa cantidad recuperarías tu inversión en el Club Sigma, y te sobraría para muchas cosas.
Jerry dejó escapar un suspiro antes de volver a hablar.
—Debo decir que en cierto modo me alegro de que no hayas aceptado la oferta.
—¿Por qué?
—Bueno —dijo sonriendo—, las alcantaranas, mi querido Jaime, tienen en general un atractivo que es casi legendario. Dentro de lo poco que me has dicho está el que tendrías que moverte a su mundo de origen, y estarías rodeado de bellezas genéticamente mejoradas.
Jaime bebió un nuevo sorbo y dejó el vaso en la pequeña mesa que tenía a su derecha. Luego, mientras le respondía, la abrazó por la cintura.
—Eso puede ser verdad, pero no se comparan contigo.
Jerry se incorporó, dejó el vaso en el suelo y se abrazó también a él.
—Eres un adulador —le dijo, mordiéndole suavemente la oreja.
Comenzaron a besarse una vez más. Ella lo estrechó con fuerza, hundiendo una mano en su cabellera. Jaime comenzó a besarle el cuello, al mismo tiempo que la mano derecha encontraba su pecho, y sintió claramente endurecerse el pezón con el contacto. La respiración de ella se aceleró , al tiempo que notaba cómo ocurría lo mismo con la suya. La mano que permanecía en su espalda fue soltando los broches que le cerraban el vestido y, cuando la fina prenda se deslizó por los hombros, su boca encontró de inmediato el pezón.
Comenzó entonces a reclinarse sobre ella en el sofá, y cuando la nuca de Jerry descansó en el terciopelo, se dio cuenta que la chica se las había arreglado para soltarle el cinturón y desabrocharle el pantalón.
Unos minutos después, cuando ambos habían explotado por fin, Jaime seguía recostado sobre ella, sintiendo el maravilloso contacto de su piel.
—Eso fue genial —dijo Jerry con una amplia sonrisa—. Superas mis expectativas, encanto.
—Acepto el cumplido, y digo lo mismo respecto de ti.
Ella le besó la punta de la nariz, luego la barbilla y finalmente los labios.
—¿Te sientes liberado?
Jaime meditó la pregunta.
Si no fuese Jerry, el insinuar su relación con Carina, como ella acababa de hacer, le estaría quitando la magia al momento. No era así. Por el contrario parecía afirmar el hacer el amor con ella.
—Sí. Creo que me siento liberado, pero no es por eso que quise que tuviéramos relaciones, Jerry.
—Cuéntame —dijo ella, aferrándolo.
—Será difícil que deje a Carina en el pasado, eso lo sabes, pero hace un momento no pensaba en ella ni en lo que tuvimos. Pensaba en ti y en lo que tenemos y podemos llegar a tener. Te he dicho muchas veces que Carina significó mucho para mí, pero no estoy contigo ahora, esta noche, para sacarme su recuerdo de la mente. Estoy contigo porque quiero estar contigo.
—Eso es muy lindo, Jaime. Te agradezco esas palabras, que son más de lo que esperaba, te lo digo en serio.
»Sé que no podrás evitar el compararme con Carina, pero dame tiempo. No, no lo niegues —se apresuró a decir—. Fueron casi siete años de relación bastante intensa, según tú mismo me has contado. Sólo te digo que está bien. Es inevitable y normal que compares.
»Sin embargo creo que, ahora, luego de tres años de luto por ella, tienes que continuar. Y yo estoy aquí para ti. Tal vez sea pronto para decirlo, pero no puedo mentirte ni mentirme. Me gustas mucho, Jaime Rigoche. Creo que desde el mismo momento en que te vi limpio y despejado por primera vez. Tiempo después de la bofetada...
Jaime recordaba a medias ese momento. Sin duda alguna estaba totalmente borracho en algún rincón de su departamento, cuando Jerry había aparecido como por arte de magia, gracias a su primo Sergio. Ella había encontrado y tirado todas y cada una de las botellas de los diferentes alcoholes, ante su atónita mirada. Luego, cuando fue a protestar, Jerry abrió todas las ventanas sin siquiera dirigirle la palabra. Recordaba haberle dicho algo, y después el golpe. Luego de eso las cosas se ponían neblinosas.
Poco a poco ella lo había devuelto a la vida, en circunstancias que nadie más lo logró. De hecho algunos amigos comunes a él y Carina ni siquiera lo habían intentado. Su propio primo, el familiar más cercano que le quedaba a Jaime, no había tenido el valor suficiente para intervenir, así que le había rogado a Jerry, una completa desconocida, que lo ayudara.
—¿Piensas a menudo en ella? —preguntó Jerry luego de un silencio en el que ambos se encontraban en profundas reflexiones.
—Claro que sí, pero si estoy contigo deja de ser una presencia y se transforma en recuerdo. Hace un momento, mientras hacíamos el amor, sólo estabas tú.
—Bien, nos ocuparemos entonces de que sólo esté yo. Así irás sanando y me irás queriendo.
—No me cabe duda de eso.
Hicieron el amor otra vez, de forma algo más desenfrenada. Luego Jaime se marchó, ya que ella debía levantarse muy temprano para concurrir a una prueba preliminar en la base de un nuevo sistema de escudos de combate, y en realidad ninguno estaba seguro de que fuese una buena idea pasar la noche juntos. Por lo menos no todavía.
Jerry le preguntó si quería que lo llevara a su departamento, pero él se negó. Por un lado no le parecía sano que ella tuviese que ir y volver, perdiendo así tiempo de sueño y, por otro lado, se sentía con ánimo para caminar. Serían algo así como quince cuadras, la noche era agradable y se sentía muy bien.
Las calles estaban casi completamente vacías, aunque en realidad Nueva Gales nunca dormía. Era la ciudad más grande de sigma, con casi treinta millones de habitantes y la sede del famoso mercado negro sigmano. Incluso sin eso, la megalópolis concentraba la mayor parte del comercio en el sector. El puerto espacial recibía un flujo constante de gente a todas horas, y el turismo se encargaba del resto.
Afortunadamente las calles también eran tal vez unas de las más seguras de la unión, y Jaime agradecía la estricta vigilancia de las autoridades y de los negociantes.
Caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos de los pantalones, con una sonrisa en los labios y con la mente llena de Jerry.
¿Era tan sólo el día anterior cuando la había besado por primera vez? Sí. Ella lo había querido desde hacía tiempo, de eso estaba seguro, pero la noche anterior, con el vestido para la recepción en la embajada tuvo la seguridad de que él podía estar dispuesto a responder a sus cada vez mayores insinuaciones.
Se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de ciclistas que ocupaban gran parte del espacio.
Resultaba indiscutible que todo había comenzado la noche anterior al besarse contra la ventana del departamento de ella, pero también era lógico suponer que él quería hacerlo desde un tiempo atrás. De otro modo no le hubiese resultado tan fácil. No con el recuerdo de Carina todavía vivo y fuerte en su mente.
Un VSA pasó por sobre su cabeza a unos tres metros, preparándose sin duda para aterrizar.
Durante la fiesta en la embajada alcantarana las cosas se habían desarrollado sobre ruedas. Jerry era una presencia formidable en un evento así, sin mencionar que una compañera de baile excepcional. Con el paso de los minutos se iban acercando, y había sido cuestión tan solo de dejarse llevar.
Dobló por la calle que lo dejaría en su edificio, esquivando por poco a un grupo de turistas alfanos que caminaban totalmente ebrios en sentido contrario.
Cerca de las dos de la mañana, cuando dejaba a Jerry en la puerta de su departamento, habían estado algo así como cinco o diez minutos besándose intensamente. Ambos estaban algo chispeados por el alcohol ingerido, y resultaba evidente ahora para Jaime que había deseado a Jerry en esos momentos.
En retrospectiva le parecía obvio suponer que, si se hubiese negado a seguir a la capitana Discridali, tal vez se habrían pasado la noche haciendo el amor.
Ese pensamiento le trajo a la memoria, otra vez, el tema de los dignatarios alcantaranos y sus revelaciones sobre la familia imperial.
Había rechazado la oferta porque quería dejar al investigador privado en el recuerdo, eso estaba claro. También había rechazado la oferta por la negativa a entregarle la información sobre ellos, eso también estaba claro. Sin embargo estaba claro también que los detalles le resultaban fascinantes. Como trabajo resultaba ser un desafío, sin mencionar el aspecto económico.
No conocía el mundo alcantarano de origen, y eso agregaba algo más a la oferta rechazada. Sin embargo era el desafío lo que le hacía volver una y otra vez a la entrevista de la noche anterior.
Entró en su edificio y llamó al elevador pensando todavía en ello. Tal como Jerry le dijera unos minutos antes, las tres mujeres a las que había visto —cuatro contando a la capitana Discridali— eran sumamente hermosas, siendo que debían tener edad como para ser su madre o tal vez su abuela. Ninguno de los presentes en la habitación podía tener menos de sesenta años. De hecho ochenta era más realista. El doctor Takamura, sólo como ejemplo, parecía tener unos cincuenta años sigmanos, pero era muy poco probable que tuviese algo más de veinte cuando habían ocurrido los sucesos que se relacionaban con el nacimiento del primogénito. En realidad ya en ese momento era el médico de la familia imperial, y parecía altamente improbable que con veinte o treinta años de edad ocupara el cargo.
Brecyne y Nesuv eran un ejemplo mucho mejor. Nesuv parecía rondar los cuarenta años sigmanos y Brecyne entre los treinta y cinco y cuarenta, pero treinta años atrás ya ocupaban los mismos cargos. Cabeza de la administración y directora de seguridad. Muy difícil que alguna de esas responsabilidades se alcanzaran con menos de cincuenta años de edad.
Ni hablar de Nigale. Treinta y tres años atrás era ya comandante en jefe de la flota alcantarana, rango que se alcanzaba como final de una larga, muy larga carrera militar.
Se preguntaba cuál sería la media de vida en los ciudadanos del Imperio Alcantarian cuando salió del elevador y llegó frente a la puerta de su departamento. Digitó su código y colocó la palma de la mano en el lector. De inmediato se oyó cómo los cerrojos se abrían, así que empujó la puerta y entró. Dejó que se cerrara tras él, y estaba alargando la mano hacia el interruptor de la luz, cuando sintió que algo no estaba del todo bien.
Había un olor desconocido, un aroma agradable y definitivamente femenino, pero que le resultaba extraño.
—Por favor, no encienda la luz —dijo una voz de mujer que venía de la sala de estar—. Por lo menos no la encienda antes de cerrar las cortinas, señor Rigoche.
Avanzó hacia la sala, y vio una silueta de mujer que permanecía de pie, dándole la espalda a la ventana por la que entraba la luz de la ciudad. Por mucho que sus ojos se fuesen acostumbrando a la penumbra, no podría verle la cara sin luz interior.
—No se preocupe —dijo la mujer en cuanto entró en la sala—. No estoy aquí para hacerle daño. Si cierra las cortinas no tengo problema en que encienda la luz.
Jaime se movió a la pared que estaba a su derecha y colocó la mano en el control de las cortinas, junto al que estaba el interruptor de la luz de la sala de estar.
—¿No quiere que la vean desde el exterior? —preguntó, sin hacer nada aún.
—Digamos que si alguien, por improbable que sea, sabe que he estado aquí al verme desde el exterior, podría tener una alta cantidad de problemas. No sólo yo, sino sobre todo usted.
Jaime hizo lo que le pedía, pero mantuvo la mano izquierda cerca del arma que ocultaba en el cinturón. Nueva Gales era una ciudad segura, pero resultaba preferible no correr riesgos innecesarios.
Natalia Brecyne parpadeó al encenderse las luces. La cabeza de la administración alcantarana mostraba una amplia sonrisa, que se ensanchó cuando reparó en la expresión de sorpresa en el rostro de Jaime, que no terminaba de creer lo que veía. La mujer vestía ropas de estilo sigmano. Pantalones negros ajustados, una camisa a cuadros negros y blancos y una chaqueta larga hasta las rodillas de color crema. Calzaba botas bajas blancas, pero lo que sorprendió más a Jaime, además del hecho que estuviese esperándolo dentro de su departamento, fue que todos los aros de cabello habían desaparecido. La trenza que le había visto la noche anterior continuaba descansando en su pecho desde el hombro izquierdo, pero los tres anillos de la cabeza, los dos de las orejas y el de distinción en la frente no estaban. Además, en el mismo estilo sigmano, y a diferencia de la noche anterior, no usaba nada de maquillaje.
—Un conocido me dijo hace un tiempo que las mujeres alcantaranas nunca deshacen los anillos capilares —dijo Jaime luego de un momento.
—Eso es verdad, pero hay excepciones. Es algo que cuesta un poco hacer, pero en este caso resulta indispensable para el anonimato. ¿Nos sentamos?
—¿Cómo entró? —Respondió, sin moverse de donde estaba.
—Existen múltiples formas de pasar por una cerradura como la de su puerta, sin dejar la menor marca y el dispositivo en perfecto funcionamiento. Digamos que la coronel Nesuv me ha enseñado algunas cosas con los años.
—¿Está sola? ¿Vino sin seguridad?
—Completamente sola —respondió Brecyne, ampliando la sonrisa.
—¿Por qué no me contactó para que la viera en otro lugar? Me imagino que sería más fácil si no hubiese tenido que... entrar sin mi código.
—Más fácil tal vez, pero sería mucho menos privado.
—Aunque tuvo que disfrazarse...
—Algo que me resulta muy grato. Escapar de la seguridad imperial durante un tiempo es terapéutico. Además, de esta forma nadie sabe que estamos hablando.
—¿Y supone que no tengo algo que grave este... encuentro?
La mujer metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y le mostró un pequeño cilindro plateado que Jaime identificó como un barredor.
—Nada fuera de lo normal está funcionando en su departamento. —dicho esto guardó el objeto.
—¿Qué quiere? Ya rechacé el trabajo anoche.
—¿Nos sentamos? —repitió Brecyne, dedicándole una sonrisa deslumbrante.
Se instalaron uno frente al otro, dejando una mesa baja entre ambos. La mujer se descolgó del hombro una bolsa de tela que dejó sobre la mesa y se quitó la chaqueta antes de sentarse. Cuando estuvo cómoda y mirándolo casi sin pestañear comenzó a hablar.
—Señor Rigoche, en efecto usted rechazó la oferta que le planteamos anoche. Cuando abandonó la habitación permanecimos ahí hasta después del amanecer, discutiendo qué era lo que debíamos hacer para resolver este problema.
Metió entonces la mano en la bolsa y sacó dos discos de datos, un disco de crédito sigmano y una caja de metal negro.
—Los datos de vigilancia de Dibaltji —dijo señalando los discos—. El veinte por ciento del pago, según su propia solicitud —dijo colocando el índice de la mano derecha en el disco de crédito—. Finalmente, las fichas de seguridad de nosotros cinco, tal como lo pidió —dijo esta vez, con los ojos clavados en los de Jaime, mientras tocaba con el índice la caja de color negro.
Brecyne se reclinó en el sillón que ocupaba, cruzó delicadamente las piernas y colocó las manos en el regazo, esperando. Como Jaime no hizo más que mirarla luego de examinar la caja, volvió a hablar.
—Supongo que comprende, señor Rigoche, lo que la entrega de las fichas de seguridad significa. En esa caja se encuentra información que podría ser usada contra la estabilidad del Imperio. Haciendo un cálculo superficial, imagino que vendiendo esa información al mejor postor podría comprarse una luna en alguno de los mundos karilanos.
Permanecieron en silencio durante un rato, mirándose fijamente.
—¿Puedo servirle algo? —preguntó Jaime mientras se ponía de pie y llegaba hasta la entrada de la cocina. Tal como la noche anterior, le había resultado imposible sostenerle la mirada.
—Si me dice qué puede ofrecerme... —respondió la mujer, haciendo un gesto amplio con las manos.
—Calari blanco, vino fileriano, ron de la Tierra, vodka, también de la Tierra y por alguna parte debo tener licor atiano.
—vodka estará bien, si tiene algo de naranja.
—Lamento decir que lo tengo solo.
—Entonces ron, por favor.
Jaime llevó la botella y dos vasos. Sirvió los tragos y esperó.
—Como puede ver, señor Rigoche, estamos dispuestos a que la investigación se lleve a cabo.
—Eso no me extraña, se lo aseguro. Lo que no deja de darme vueltas en la cabeza es la insistencia de poner esto en manos de alguien completamente ajeno al Imperio. Alguien que era, y recalco la palabra «era», investigador. Agreguemos la palabra «privado» a esto, y bueno, debe admitir que en el mejor de los casos parece sospechoso.
Brecyne bebió un trago de ron antes de responder.
—En verdad parece algo sospechoso, como usted dice. Intentaré, de la mejor forma posible, explicarle los hechos que mis camaradas y yo tuvimos en consideración para llegar hasta usted.
—Si lo que me va a decir es una versión ampliada de lo que escuché anoche, ahórrese el esfuerzo —interrumpió Jaime—. Me quedó muy claro que prefirieron alguien extranjero porque cabe la remota posibilidad de que uno de ustedes cinco sea inmune, de una forma u otra, a la droga de la que habló el almirante Nigale, y que, por coincidencia, esa misma persona inmune sea quien está implicada en el intento de matar a Dibaltji. De la misma manera creo entender que un perfecto ajeno al Imperio sería el mejor para... ¿tolerar?... la real identidad de Dibaltji, ya que de otro modo el Imperio Alcantarian no se fijaría ni remotamente en un asesinato en un mundo a tres sectores de distancia.
»Ah sí, no olvidemos que de todos modos el aviso del crimen estaba dirigido, aparentemente, a alguien en el sistema Alcantar. Para mayor, los relevadores del mensaje eran de uso gubernamental, ¿verdad?
Brecyne asintió por toda respuesta.
—Comencemos por la última parte, si le parece.
—Como usted diga, señor Rigoche.
—Llámeme Jaime, por favor.
La mujer le dedicó una sonrisa que podía desarmar a cualquiera ante la invitación, pero Jaime no reparó en el gesto.
—Según ustedes el mensaje estaba cifrado de forma tal que nadie, en la compleja maquinaria de inteligencia alcantarana, ha podido traducirlo por completo. Eso me es realmente imposible de creer.
—Es algo en lo que personalmente me he sentido frustrada, no se lo voy a negar. Entregamos el mensaje a los mejores criptógrafos y descifradores de inteligencia, sin que claro, supiesen el motivo de interesarnos en este intento de asesinato. Llegaron, luego de seis días de trabajo sin descanso, a desentrañar sólo lo que le dijimos anoche.
Jaime alzó una mano para detenerla.
—En ese caso tiene que pensar en algo. Puede que la coronel Nesuv no le haya entregado a usted toda la información, o más fácil todavía, no le entregó toda la información a sus expertos. Es decir, que ella es sospechosa, señora Brecyne.
—Soy señorita, y llámeme Natalia, por favor.
»No. El mensaje fue encontrado en Drevia. En la embajada comenzó a ser descifrado, y no se logró nada. Junto con llegar a la dirección de seguridad, el mensaje y los detalles del trabajo en la embajada fueron remitidos a mi despacho. Debe saber, Jaime, que soy una experta en cifrado. Tal vez no al nivel de nuestros expertos o al nivel suyo, pero fui yo quien inició el proceso de desencriptado.
—Entonces mi argumento tiene más peso —dijo Jaime luego de vaciar su vaso—. Con algo más de trabajo resulta obvio que el mensaje estará descifrado tarde o temprano.
—Eso pensé en su momento, Jaime. Sin embargo le pido que reflexione sobre un punto. Tardamos seis días en llegar al punto en el que nos encontramos respecto al mensaje. ¿Recuerda hace cuánto que se llevó a cabo el intento de asesinato?
—Dos meses —respondió asintiendo.
—como puede ver, parece un poco difícil que logremos avanzar más.
—De todos modos no justifica que tenga que ser yo el que termine de descifrar el mensaje.
—¿Recuerda cómo logró infiltrarse en las comunicaciones de los ladrones de la semilla del fundador?
—Desencripté su red.
—Jaime, el algoritmo que hizo para eso se usa en la academia del servicio de seguridad alcantarano.
Él estaba acercando la mano a la botella para servirse otro poco de ron, pero se quedó petrificado al escucharla.
—¿Está hablando en serio?
Brecyne asintió con la cabeza mientras estiraba su vaso para que se lo volviera a llenar.
—Honestamente nos hemos planteado un par de veces con Patricia el invitarlo a dar una conferencia sobre ese algoritmo.
—Tal vez debería cobrar derechos por su uso.
Ahora la mujer dejó escapar una carcajada genuina. El sonido fascinó a Jaime, ya que contenía tonos armónicos, casi musicales.
—Jaime, creo saber que en la Unión se está usando un método de desencriptado de comunicaciones conocido como el «Método Rigoche». Me parece que es algo tarde para pensar en cobrar derechos.
»Comprenderá que, dada su reputación, nos pareció la persona más idónea en la Unión para desentrañar el destino del mensaje.
—De acuerdo, le concedo ese punto, Natalia.
Ella alzó su vaso en algo parecido a un brindis.
—sin embargo eso no hace más que reafirmar mi punto original. Resulta más simple el contratarme como asesor para descifrar el mensaje, y en realidad no hubiese sido necesario el contarme todo lo relacionado con Dibaltji, y no digamos el pedirme que me mueva al sistema Alcantar. Si pudiera extraer el contenido del mensaje, entiendo que lograría una posible localización para el receptor. Bueno, para eso sólo sería necesario que les proporcionara las coordenadas de destino, y eso sería todo. Ustedes estarían en posibilidad de terminar la investigación de la forma que mejor les pareciese.
La mujer dejó el vaso en la mesa, observó un instante a Jaime y se levantó. Con un movimiento fluido y grácil caminó hasta un mueble en el que se apreciaban algunos libros en papel, fotografías, figuras de madera, ónice y metal, y placas holográficas.
Jaime cayó en la cuenta de que la forma que tenía Brecyne de moverse no era producto de la coquetería o de un afán de distraerlo con su espléndida figura y encantador rostro. Muy por el contrario, las maneras de la mujer le parecieron algo innato, o cuando mucho asumido tiempo atrás. No era una forma de moverse, sino que era su forma de moverse. Eso le hablaba de distinción, elegancia, dominio de sí misma, de estar acostumbrada al estatus del que gozaba. Una mujer acostumbrada al poder, al gobierno. Sin embargo el rostro la había traicionado en alguna medida. La sonrisa era definitivamente coqueta, y los ojos eran propensos a mostrar sus reales sentimientos, o una parte de ellos.
—Respóndame algo con total sinceridad, Jaime —dijo todavía dándole la espalda y sosteniendo un pequeño pájaro de madera con ambas manos.

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