sábado, 20 de junio de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 3: El Mensaje (parte 1)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA


CAPÍTULO 3:
EL MENSAJE.

—Damas y caballeros, estamos a cinco minutos de abandonar la red sigmana. Sugerimos, para evitar pérdidas de datos, que inicien la desconexión de sus equipos, si están conectados a la red.
Jaime escuchó el aviso por los altavoces de la cúpula de observación de babor, pero no le prestó la menor atención. Podría haber dicho que estaban a pocos segundos de chocar con algo, y su reacción no habría variado mucho.
Permanecía sentado en una de las cómodas butacas en la cúpula del Europa, mientras la nave se adentraba en la media esfera que conformaba la estación de salto. Semejante espectáculo, que lo sobrecogiera la primera vez que contemplara los gigantescos anillos que trasladaban las naves a distancias astronómicas, ahora lo dejaba indiferente. En unos minutos el rumbo se alteraría para entrar justo por el centro de uno de los portales y en un día atravesarían la distancia que a la luz le tomaría cientos o miles de años recorrer.
Sin embargo los pensamientos de Jaime estaban aún en Sigma. Comprendía que le estaba diciendo adiós a una parte importante de su vida, o por lo menos a una parte importante de los últimos años. Y para peor no estaba del todo seguro que el proceso de recuperación por la pérdida de Carina estuviese realmente terminado.
—Claro que ya estás listo —había insistido Jerry la última noche—. Estás listo hace un par de días, encanto. Sólo hace falta comparar al Jaime que conocí y al que tengo frente a mí. Tienes que salir otra vez a la vida, y tienes que hacerlo sin mi compañía. Y sé muy bien que puedes hacerlo.
Ella estaba en lo cierto, desde luego. Sin embargo no se esperaba la noticia que le había dado la última noche.
—Cuando vuelvas a Sigma, yo ya no estaré.
—¿Dónde vas?
—A la Tierra.
—Cuándo vuelves?
—Jaime...
y así había terminado todo. Una comisión especial a la Tierra, que duraría cinco años estándar. El fin de su relación, por breve que hubiese sido.
Durante un aterrador momento estuvo seguro de que le pediría, rogaría y suplicaría que la rechazara, pero no lo había hecho. No porque le importara poco que se fuera, sino porque era un paso importantísimo en su carrera. La Tierra era el mundo más apetecido para un destino militar o diplomático, pues como antecedente profesional resaltaría desde el primer momento. Para Jerry eso significaría, de terminar la comisión con éxito, un ascenso, como mínimo.
—Puedo intentar reunirme contigo en un tiempo.
—Sabes que no harás eso, Jaime.
Y tenía razón, otra vez. Porque no era amor lo que había entre ambos, sino sólo cariño. El entender eso le había tomado los dos días que tardó el Europa en llegar a la estación de salto, y era precisamente ese entendimiento lo que lo hacía permanecer sentado indiferente a todo.
Si en realidad estuviese enamorado de Jerry, una vez que terminara el trabajo en Alcantar, vendería el Club Sigma y pondría todo en orden para trasladarse a la Tierra. Pero no lo haría. Y ese era el síntoma definitivo de que estaba sanando finalmente. Quería seguir por su cuenta, desarrollando la actividad que había iniciado y, tal vez más adelante, encontrar alguien con quien compartir la vida. Pero todavía no. El estar solo parecía de una forma extraña, sumamente tentador.
Lamentablemente era ese entendimiento el que hacía que doliera. Venía a decir que se conocía muy poco.
—Ódiame si quieres, Jaime. Sería lógico que lo hicieras por hacerte entrar a una relación que no tenía futuro.
—¿Hace cuánto que sabías que te marcharías?
—Tres meses. Por eso es que comencé a insinuarme.
Pero no la odiaba. No podía hacerlo, ya que no era sólo él quien se había involucrado en la relación. Además le resultaba imposible albergar un sentimiento así hacia Jerry.
Se levantó, y estaba por encaminarse a la escalera de caracol que lo llevaría fuera de la cúpula, cuando reparó que el borde interno de uno de los anillos de salto comenzaba a girar. En realidad debía haber comenzado el giro minutos antes, pero el tamaño del gigantesco portal hacía visible el movimiento sólo ahora. Al mismo tiempo el Europa terminó de alterar el rumbo, y la circunferencia fue ocupando progresivamente todo el campo visual.
Cuando le resultaba necesario mover la cabeza de izquierda a derecha y levantarla para ver el borde giratorio, éste comenzó a emitir un fulgor ambarino. Justo delante sólo había estrellas, como si no fuese a ocurrir nada, pero en cuanto el frente del Europa llegó al centro exacto del aro, el universo se transformó en luz dorada.
No había sensación alguna de movimiento, pero dos segundos después de iniciado el salto el color fue desvaneciéndose y delante apareció un nuevo anillo. Lo dejaron atrás a toda velocidad, pero ya venía otro, y luego de este otro más. La sensación era como estar dentro de un conducto cilíndrico, en el que las uniones fulguraban con luz amarilla. Luego de un par de minutos los diferentes anillos se fueron distanciando. Primero entre uno y otro hubo medio minuto, luego uno, luego dos.
Jaime regresó a su cuarto en primera clase cuando el tiempo entre los anillos de metarrealidad era de casi diez minutos.
Los físicos habían teorizado durante siglos sobre lo que significaban los anillos que ellos mismos bautizaran como de «metarrealidad», ya que durante el viaje no se atravesaban más estructuras. Según algunos eran una especie de sostén dimensional que mantenía los objetos en tránsito íntegros. Otros decían que el desplazamiento visible de algo a las velocidades a las que se movían las cosas en tránsito significaban los diferentes saltos de velocidades interdimensionales.
Jaime no tenía grandes conocimientos en física, así que prefería dejar que fuesen otros los que dilucidaran ese misterio. En lo que a él concernía, el salto se producía y lo trasladaba de un lugar a otro.
Cerró y aseguró la puerta de su cuarto, se quitó la camisa y se estiró en la confortable cama. A su derecha, sobre la mesa de noche, descansaba toda la información que Brecyne le proporcionara para iniciar la investigación.
Durante los dos días de viaje hasta la estación de salto había estudiado los informes de Dibaltji, que eran sumamente abundantes, y estaba por comenzar la época en la que entró a trabajar para uno de los consorcios más importantes de sistemas de comunicaciones en la Unión. La Galacom tenía su división de investigación y desarrollo en Drevia, y Dibaltji se había graduado con honores en ingeniería de comunicaciones. La Galacom lo había reclutado en el acto, y justamente Jaime debía iniciar el estudio de sus proyectos y trabajos.
Todo el resto de la información, según su opinión, era rutinaria. No había grandes cosas que destacar, y ni siquiera merecía una mención los diez años que había pasado en el orfanato mientras una familia lo acogía.
Sacó de sus pantalones una libreta de papel y un bolígrafo y escribió:
«¿Es posible que el motivo del ataque esté en algo relacionado con Galacom?»
Se incorporó en la cama, pero en lugar de seguir con la ficha de Dibaltji tomó los discos que decían relación con el mensaje.
Primero insertó en su computador de bolsillo el disco que contenía el mensaje original. La versión legible y otra ya transformada en código puro. No obstante antes respaldó en una varilla de datos el contenido de su equipo, pues podía encontrarse con una sorpresa desagradable, que eliminara toda su información personal.
Apareció el texto bidimensional con un cursor parpadeante donde debía insertarse la hora y fecha que indicaría la muerte de Dibaltji. Intentó escribir algo en la posición del cursor, pero el mensaje desapareció en el acto.
—Interesante —murmuró en voz baja.
Comprobó que el archivo que contenía el mensaje continuaba en el disco de datos, pero no estaba por ninguna parte en la matriz de su computador.
Antes de comenzar a sacar conclusiones sobre lo que ello podía significar, ya que se introduciría por caminos que lo desviarían de un orden lógico de trabajo, volvió a llamar el texto.
LO ESTOY MATANDO EN ESTE MOMENTO.
Treinta y tres caracteres si se contaban los espacios y el punto. También el pequeño algoritmo para fecharlo. Algo realmente simple.
Miró entonces el tamaño del archivo. Unas mil veces más pesado de lo que era esperable por el contenido. Naturalmente estaba también en el cuerpo del mensaje el sistema de envío, lo que añadía peso, pero seguía siendo demasiado.
Llamó un programa para tomar notas e intentó trasladar el texto, pero otra vez el mensaje desapareció. Seguía en el disco, pero ni rastro en el equipo.
Llamó entonces la versión descodificada y esta vez su campo visual se llenó con diferentes cuadrantes en tres dimensiones.
Identificó desde el primer momento el código básico para texto, remarcado por la forma más simple de generarlo. El tipo de letra empleado, los posibles atributos y la forma de desplegarlo. Miró superficialmente el algoritmo para la data del mensaje, identificándolo como lo que era. Algo que se incorporaba al propio generador del texto. Algo que él podía hacer medio dormido.
Lo descartó en menos de cinco segundos.
Los encriptadores alcantaranos habían dividido el trabajo en porciones manejables, pero aún así cada una contenía cerca de tres mil páginas de código puro. Corrigió su estimación inicial, y pensó que el mensaje descodificado era unas diez mil veces más pesado de lo que resultaría esperable con un texto de treinta y tres caracteres y un algoritmo fechador.
Llamó otra vez el mensaje original.
¿Dónde estaba escondido todo ese código?
Para peor el texto era bidimensional, y eso debía por fuerza hacerlo más liviano. Un rectángulo de ocho centímetros de alto por quince de largo, de color blanco con el texto negro.
Trasladó el computador que el Europa proporcionaba a los pasajeros de primera clase y lo colocó junto al suyo. Insertó el primer disco que contenía el trabajo alcantarano de desencriptado y lo estudió.
Lo primero que se había encontrado era el punto de destino en Drevia. El tercer relevador automático de transmisiones diplomáticas del consulado en Dianka. Esto estaba en el mismo protocolo de envío, y se encontraba a la vista al descodificar el mensaje. Desde ahí sólo se había podido sacar en limpio el siguiente paso, el sistema Alcantar, y eso sólo como suposición. Era en ese punto donde Brecyne había hecho su contribución. La mujer había determinado las líneas de código en las que se conformaba un verdadero programa minúsculo, que penetraba limpiamente la seguridad del relevador. Desde ahí la conclusión era obvia por lo simple. El relevador automático tenía como función no revisar tráfico de comunicaciones que saldría cuando mucho en una hora hacia el mundo de origen del Imperio. Una nave-correo recibía el mensaje desde el relevador, saltaba en el primer turno disponible en alguno de los portales diplomáticos y salía al día siguiente en el sistema Alcantar, retransmitiendo todo el tráfico en cuanto regresara a las dimensiones normales.
Estudió con mucha atención la línea que Brecyne había localizado. Desde ella el programa de entrada de seguridad ocupaba setecientas líneas, y asumía la prioridad de la tarea. Pero había algo raro en el bloque. Una redundancia inexplicable. Jaime notó tres líneas breves de programa antes y después del irruptor, que no formaban en apariencia parte de nada. Examinó las notas de Brecyne y leyó que ella se refería a las mismas líneas. Además la mujer aseguraba que líneas iguales o parecidas en el fundamento se encontraban en buena parte del código.
«2SP1C34+D2+T2XT4+2N+BL1NC4»
No le sonaba de nada.
Sacó de su maleta un anotador digital y escribió diez líneas breves como esa. Líneas que en palabras de Brecyne, no obedecían a ningún código de instrucciones que fuese reconocible a simple vista. Y Jaime estaba completamente de acuerdo.
Brecyne decía también que había hecho correr el programa completo en una simulación de código puro, y que el texto de esas diferentes líneas no parecía aportar nada al resultado. No lo entorpecía y no lo mejoraba o facilitaba. Se trataba de líneas en apariencia inocuas.
—¿Por qué? —se preguntó Jaime.
¿Cuál era el sentido de incorporar código inútil en un programa que ya era increíblemente voluminoso?
Abrió un programa descodificador que le había dado excelentes resultados en el pasado, trasladó todo el código al mismo y lo compiló. Comparó los tamaños del archivo de mensaje resultante original y el archivo recién compilado. Había diferencias. El suyo pesaba el catorce por ciento del mensaje original.
De todos modos quiso probarlo. Creó una simulación de envío, la encerró para que no afectara el sistema, y ejecutó el envío falso.

ERROR DE GENERACIÓN
CÓDIGO FALTANTE
CÓDIGO REDUNDANTE

En su mensaje faltaba parte del código y había otro redundante o erróneo. El erróneo podía deberse a esas líneas inexplicables de programación inocua, pero el código estaba completo.
Abrió otra vez el texto descodificado que los alcantaranos habían conseguido y llamó un algoritmo de búsqueda. Si había errores en la compilación que él había hecho era sumamente posible que los investigadores del Imperio hubiesen tenido el mismo problema.
Tardó diez minutos en encontrar lo que buscaba. El servicio de inteligencia alcantarano y él habían usado el mismo programa para descompilar y compilar el mensaje. Eso se vio confirmado con las notas de Brecyne y de un capitán de inteligencia.
Había una buena cantidad de compiladores en el mercado, y todos se basaban en el mismo principio, por lo que resultaba ser lo más lógico. Pero al ocuparlos en este mensaje se producía un error. La gran ventaja de todos los programas para compilar actuales radicaba en la eliminación sistemática de las redundancias. Pero el punto era que a él le había dicho que le faltaba código y que tenía otro redundante.
¿Era posible que necesitara un programa más antiguo?
Tomó de su maleta una varilla de información y la insertó en su equipo. Llamó un programa compilador que era considerado como dinosaurio informático, rechazado por los programadores y encriptadores por ser demasiado redundante.
Abrió el archivo del mensaje en este compilador y comenzó el proceso de descodificación. Tardaría una hora.
Jaime observó su reloj y descubrió con sorpresa que había estado inmerso casi dos horas en el trabajo. Tomó una ducha, se cambió de ropa y fue al bar del Europa.
Necesitaba despejarse y después de todo faltaba bastante para que el programa descodificara el texto.
El Europa era una nave de pasajeros de lujo, con capacidad para tres mil personas. En este viaje sólo habían mil doscientas abordo y él era uno de los pocos que estaban alojados en primera clase. Sin embargo el bar al que llegó, como los otros diez de la nave, eran áreas comunes. Por la falta de pasaje en el viaje sólo estaban funcionando cuatro de estos lugares, y cuando Jaime entró estaba casi vacío.
Se sentó en una mesa y de inmediato se le aproximó una camarera alcantarana, como pudo ver por los anillos de cabello.
Ordenó la cena y un trago. Acababa de darse cuenta de que se sentía famélico.
Un instante después de recibir el calari dorado que había pedido, una mano se posó en su hombro.
—¿Puedo acompañarlo, señor Rigoche?
Jaime se giró y vio a la capitana Discridali sonriendo, de esa forma tan insinuante que ya identificaba como típica de las mujeres alcantaranas.
—Desde luego, capitana.
La mujer se sentó frente a él, y ordenó un vaso de calari rojo.
—¿No es algo fuerte para antes de comer?
—Claro que lo es —respondió ella—. Cené hace unos minutos. En realidad hace por lo menos dos horas que esto estaba atestado de pasajeros cenando.
—Me lo supongo. No me di cuenta de lo tarde que es hasta ahora.
—¿Ocupado en un crucero de lujo?
—Preparaba la conferencia sobre desencriptado —mintió Jaime—. Es increíble lo mucho que se puede decir al respecto.
—¿Brindamos por algo? —preguntó Discridali cuando llegó su bebida.
—Por ahora sólo se me ocurre brindar por Alcantar, mundo que estoy por conocer.
—Excelente brindis. Por Alcantar, mi hogar al que regreso después de un año.
La mujer vestía un traje civil consistente en una diminuta falda de color blanco y una blusa negra muy elegante que tenía un profundo escote. Las mangas de la prenda eran transparentes desde el nacimiento en el hombro, dando la impresión de brazos desnudos. Sin embargo ella insistía en usar los brazaletes del rango en el brazo izquierdo.
—¿Nunca se los quita? —preguntó Jaime señalando las joyas.
—¡Oh! —la mujer pareció a un tiempo sorprendida y divertida—. En realidad no me los quito nunca. Bueno, casi nunca. Son una parte de mí, ya que no dejo nunca de ser militar, señor Rigoche.
—Llámeme Jaime, por favor.
—Sólo si usted me llama Amarelia.
Él asintió, paladeando el hermoso nombre.
—Estoy tan acostumbrada a ellos —continuó ella—, que muchas veces me los pongo sin pensar.
—¿Y si tuviese que pasar de incógnito?
—En la flota alcantarana eso es facilísimo. Somos demasiados capitanes para que todo mundo nos reconozca en el acto. De todos modos, si tuviera que hacer algo así, y no imagino qué podría ser, pues me los quitaría.
Jaime sonrió, pero algo en los ojos de la mujer le decía que no era del todo franca.
—¿Me permite que le haga una sugerencia? —preguntó Discridali tras de un momento de contemplación mutua.
—Desde luego.
—Alcantar es uno de los pocos mundos en la Unión que todavía tiene en funcionamiento un elevador orbital. Cada vez que me ha tocado salir de mi mundo, trato, si las circunstancias me lo permiten, de llegar a tierra por el elevador.
—Amarelia, se lo agradezco. Es algo que no me perdería por nada.
Jaime no mentía. Para empezar no eran muchas las veces que había salido de Sigma. En realidad esta era la quinta vez que usaba un portal de salto, y en ninguna de ellas había si quiera tenido la posibilidad de ver la instalación de un elevador orbital. La inmensa mayoría de los mundos de la Unión los habían tenido, pero con el uso de motores más eficientes y la incorporación de sistemas de gravedad artificiales, el elevador orbital se terminó por transformar en una tecnología anticuada y costosa.
—¿Por qué lo han mantenido en uso?
—Porque el descenso hacia el planeta es hermoso. ¿Qué tanto sabe de la geografía de Alcantar?
Jaime había pasado una parte de los dos días de viaje hasta la estación de salto, y también antes de salir de Sigma, estudiando un poco de Alcantar y del Imperio Alcantarian. Había encontrado, por sorprendente que le pareció, una abundante documentación sobre la belleza y desenfado de las mujeres alcantaranas, la historia básica de la colonización, un libro completo sobre el momento de independencia de la Tierra y mucho más.
—Según creo, tienen tres continentes de importancia. Alfa Beta y Gama. —lo que hablaba muy mal del grupo de exploración que había descubierto el planeta, o muy mal de los primeros colonos, que no habían tenido mejor imaginación—. El más grande, Alfa, es donde se encuentra la capital del Imperio. A parte de eso, no mucho más.
Discridali sonrió.
—El elevador está a doscientos kilómetros de la capital, Jaime. Desde el momento que se inicia el descenso es visible la costa. Nuestros océanos tienen una cualidad que los torna, en algunos momentos de la noche, fosforescentes. Desde la altura es todo un espectáculo. Lamentablemente las naves de aterrizaje son demasiado rápidas para que uno pueda en realidad disfrutar la vista, y desde luego no siempre llegan de noche.
»Le recomiendo, si no está corto de tiempo, que tome el elevador orbital. Créame que vale la pena las doce horas de descenso. Las naves de aterrizaje hacen el recorrido en media hora, por lo que el elevador casi no se usa... pero el gobierno lo mantiene en uso porque los turistas lo usan y dejan ingresos. Pero también porque el elevador forma parte de nuestra historia como mundo.
—Creo que tomaré su consejo, Amarelia. Ya le dije que es algo que no me perdería por nada.
Ella sonrió, inclinó delicadamente la cabeza y alzó su copa en la especie de brindis que le había visto por primera vez a Brecyne.
Jaime regresó a su cuarto bastante más tarde de lo que tenía presupuestado. En primer lugar, la cena, bastante buena para la media de las naves de pasajeros, se había alargado por la charla con la capitana. Ella no había pedido nada para comer, pero muy por el contrario de lo que pensó, no le resultó incómodo comer mientras ella lo observaba. Después habían seguido charlando mientras bebían un poco más, y Jaime descubrió encantado que ella tenía cantidades de temas de conversación. Era una mujer culta, abierta, que compartía con él muchos de los libros que habían leído.
Después, intentando parecer galante, la había acompañado hasta su cuarto en tercera clase.
—¿Quiere pasar un momento y beber algo más? —le había preguntado la mujer al darse la vuelta después de abrir el cuarto.
—Me parece que no, Amarelia.
Ella había sonreído, pero en esta oportunidad no se trataba de la sonrisa insinuante, sino que le pareció admirativa.
—Muy pocos hombres que he conocido rechazan una invitación de una mujer alcantarana, Jaime.
—¿He cometido un desaire?
—¡Por supuesto que no! —dijo ahora ella con una carcajada—. Me refiero a que algo como el preguntarle si quiere entrar constituye una invitación para entrar y beber algo, pero también tal vez pasar la noche dentro.
—¿Eso quiere, Amarelia?
Ella lo había taladrado con la mirada durante un momento, pero Jaime no vio nada ofensivo en el gesto. Por el contrario mantenía su sempiterna sonrisa.
—¿Qué le gustaría a usted?
—La verdad es que regresar a mi cuarto. Acabo de salir de una relación, Amarelia. No terminó bien.
No era del todo la verdad, pero daba lo mismo.
—Bien, lo dicho. Es una caja de sorpresas, Jaime. En mi caso lo estaba... digamos probando. Mejor dicho, intentando conocerlo un poco más. No manejo el sexo como muchas mujeres de mi mundo, y aunque disfruto con él, prefiero conocer algo mejor a quien entra en mi cama. Agregue a eso el que usted es atractivo y...
—De todos modos, si no la ofendo al decirlo, tiene todo cuanto hace falta para estimular con facilidad a un hombre.
—¿Y aún así no se siente tentado?
Ahora Jaime había dejado escapar una carcajada.
—Tentado, sí, y mucho. Dispuesto, no. Por lo menos no todavía. Buenas noches, Amarelia.Cuando llegó a su habitación la descompilación estaba lista, desde luego, pero ni la miró. Se dejó caer en la cama y menos de un minuto después estaba dormido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario