sábado, 13 de junio de 2009

De Regreso a la Vida, Capítulo 2: Compañía Femenina (parte 3)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA

CAPÍTULO 2:
COMPAÑÍA FEMENINA (parte 3)


Condujo hacia el oeste por quince minutos y descendió en un sector densamente comercial. El distrito Colinas de Roma.
Se trataba de una aglomeración de edificios casi idénticos entre sí, todos de diez o quince plantas como máximo, encajonados unos contra otros, en los que menos del cinco porciento estaba destinado a habitaciones. En todo el distrito no había ni un solo hotel, ni de ínfima categoría. El espacio estaba destinado por completo a comercios de todo tipo, unos cuantos restaurantes, estacionamientos, prostíbulos y sobre todo, destinado a grandes bodegas.
Se solía decir en la Unión, que en las Colinas de Roma se podía encontrar de forma totalmente legal desde una caja de alfileres hasta hombres y mujeres en venta. Si uno quería vender algo, podía intentarlo en cualquier parte, o hacerlo sin duda alguna en las Colinas de Roma. También era sabido por casi todo el mundo que era ahí donde se podían encontrar productos de venta reservada o derechamente prohibida. El llamado mercado negro sigmano.
Dejó el VSA en un estacionamiento y salió a la calle. Se detuvo en la primera esquina y se empapó del entorno. A menos de dos metros una mujer mantenía una mesa en la que había un surtido increíble de pequeñas cámaras de plasma. A su lado un hombre, que le mantenía una mano en el trasero, regateaba con unos turistas el valor de tres piezas, que juntas cabían en la palma de la mano.
Circulando por el centro de la calle avanzaba un gordinflón que ofrecía licor karilano, que iba sacando de dos barriles de madera que sostenía en los hombros.
Más allá un par de agentes de seguridad permanecían de pie junto a la entrada de un restaurante, con los brazos cruzados y la mirada atenta. Parecían desarmados, pero el que hiciera tratos pensando que era así, iría a parar a la cárcel en menos de media hora.
En la puerta de otro establecimiento una chica que no tendría más de quince años estándar anunciaba a voz en grito el mejor local para ingerir drogas legales, con el precio más razonable de la Unión y la mejor calidad.
Un VSA descendió muy lentamente abriendo un círculo de personas en la calle, anunciando una y otra vez que descendía para un negocio. En toda Nueva Gales la circulación de vehículos de motor por las calles estaba tan severamente castigada, que los turistas eran advertidos por lo menos diez veces de esto antes de que salieran del puerto espacial.
Un hombre salió del VSA y corrió hacia los oficiales de seguridad, para informar que estaría sólo para que el posible comprador viera y probara el vehículo.
Jaime había estado en las Colinas de Roma infinidad de veces en el pasado, siempre comprando algo. Armas, dispositivos de espionaje, información y negociando en más de una oportunidad un trato por el que en Sigma iría a la cárcel durante un tiempo y en otros mundos lo encerrarían de por vida y arrojarían la llave.
Avanzó por entre el gentío que formaba un flujo constante a su alrededor, notando que de alguna forma había extrañado ese lugar. No era como si se sintiese en casa, pero la cacofonía de sonidos, olores y colores resultaba agradable a sus sentidos.
Entró en tres bares, una zapatería, dos armerías y un restaurante, antes de encontrar a alguien que le diera la información que necesitaba. Afortunadamente el local que buscaba debía por fuerza ser conocido, pero el terreno a cubrir era muy grande para que todo el mundo recordara en realidad la ubicación.
Finalmente, luego de una hora desde que llegara, se detuvo en un portal tan vulgar, que resultaba difícil pensar que algo se hacía allí. Una puerta de madera de una sola hoja, bien cuidada pero sin ni un foco de iluminación ni un letrero luminoso. Junto a la puerta, a nivel de los ojos, estaban pintadas dos palabras en letras angulosas y que a Jaime le hicieron sonreír.
BILLAR LAURUS
La puerta daba a un corredor de tres metros, que finalizaba en otra puerta, esta bastante más sólida. Sobre ella había una lente estática y un micrófono de modelo anticuado, casi prehistórico, que permanecía apagado.
Jaime empujó tentativamente la puerta y, para su completa sorpresa, se abrió sin el menor contratiempo. Se encontró dentro de un amplio recibidor alfombrado y muy bien iluminado. Un arco amplio conducía a la derecha a una enorme sala en la que se repartían por lo menos treinta mesas de billar, aunque era posible que un grupo todavía permaneciera oculto a la vista desde donde se encontraba. A la izquierda otro arco conducía a una sala idéntica en lo esencial a la otra, con la diferencia de que las mesas eran circulares y los jugadores ocupaban gafas de RV y en lugar de tacos movían punteros láser. Si no estaba equivocado, y era muy posible que lo estuviese, se trataba de la versión tridimensional del billar. Justo frente a la entrada se abría otro cuarto grande, pero éste era un bar. Al fondo de la habitación penumbrosa había una barra de metal que imitaba la madera, con taburetes a suspensor, unas cuantas mesas iluminadas por genuinas velas de cera, las entradas de los baños y seis cabinas de holollamada. A la derecha de la barra se abría un espacio vacío que posiblemente los fines de semana se transformaba en pista de baile, pero que ahora aparecía ocupado por una silla y un atril que esperaban a un músico.
Jaime caminó hacia la barra, en la que un fornido cuadri preparaba los tragos y daba charla a los clientes. Se sentó en uno de los taburetes de madera y esperó que lo mirara. Cuando lo hizo, la reacción fue tal cual suponía.
—Vaya, vaya, vaya. —meneó la cabeza un par de veces, pestañeó y agregó—: un fantasma sentado en la barra. Es eso o he bebido más de la cuenta.
Jaime sonrió, pero en el acto una fornida mano lo agarró por el cuello de la camisa.
—Tienes cara para venir a aquí, Jaime —dijo el cuadri, acercando la rasurada cabeza de forma amenazante—. Tienes mucha cara para venir. Espero que tengas algo bueno que decir, o te lanzaré de aquí usando sólo tres de mis brazos.
—¿Y qué harás con el otro? —pudo preguntar, algo estrangulado.
—Te meteré mi cuarto brazo por el culo, a ver qué sale.
Lo soltó con fuerza y se dio media vuelta. Hizo algo entre los estantes con botellas, se volvió y depositó sin mucha ceremonia frente a Jaime un vaso de lo que identificó como un atardecer marinero, con todos los detalles refinados.
—Sigues conociendo mis gustos, Lau.
—Vuelve a decirme Lau, y sí que te saco fuera.
Jaime probó el trago y sonrió al darse cuenta de la calidad del mismo. Digno de los mejores hoteles de lujo.
—Si me das una oportunidad, te explicaré lo que hago aquí.
El rostro del cuadri se suavizó al cabo de un momento.
—Sabes que no fui capaz de ir al funeral de Carina, ¿verdad?
Jaime asintió.
—¿Cómo has estado?
Jaime se encogió de hombros.
—Vuelvo a la vida, Laurus. Poco a poco, pero vuelvo a vivir.
—Supe que estuviste muy mal —dijo el cuadri limpiando la barra—. Creo que llegaste a beber más que yo.
—Mucho, mucho más que tú.
—Eso me resulta difícil de creer, flacucho.
En realidad flacucho era lo menos que Laurus podía decirle a cualquiera. Tenía más de dos metros diez de altura, completamente musculoso y los cuatro brazos desnudos mostraban un buenísimo trabajo del gimnasio. Así mismo las largas piernas enfundadas en pantalones de cuero eran a simple vista capaces de correr a una gran velocidad, sin mencionar que conformaban armas letales.
—En más de una oportunidad estuve por ir a verte, de verdad.
Jaime volvió a encogerse de hombros.
—No te preocupes, amigo. No era un espectáculo grato en lo absoluto.
Laurus sirvió cerveza fileriana en un vaso alto y la bebió de un trago.
—Puedo ver que lograste cumplir tu sueño, Lau. —Hizo un gesto amplio con la mano derecha, abarcando todo el recinto—. ¿Hace cuánto tiempo que lo tienes?
—Abrí hace ya un año y siete meses.
—¿Recuperaste ya la inversión?
—Este otro mes, si el flujo de gente sigue tal como hasta ahora.
—Me alegro por ti, amigo.
—Es gracias a ti, flacucho. Ahora bien. Dime lo que te trae aquí, o de verdad que te saco.
Jaime dejó escapar una sonora carcajada.
—Ni en tus mejores años pudiste tomarme por sorpresa. ¿Tan debilitado me ves como para no romperte dos de tus brazos antes de que me saques?
Laurus sonrió, y lo palmeó en el hombro con algo más de fuerza de lo estrictamente necesario. Pero Jaime sabía que estaba en lo cierto. Nunca en todos los años que habían trabajado juntos, por más que lo intentara, había podido tumbarlo sin recibir una buena dosis antes.
—Necesito un favor, Lau.
—Oye. La última vez que me pediste un favor saqué lo suficiente para comprar este lugar, equiparlo y ponerlo a punto. Pide lo que sea y mataré para ayudarte. Ya lo sabes.
—Esperemos no llegar a tanto... pero ¿sería posible hablar en algún lugar más privado?
Laurus asintió, pulsó un botón en el reloj que usaba en la mano inferior izquierda, y en menos de cinco segundos apareció una encantadora chica que tomó su lugar en la barra. Esto generó algunos aplausos entre quienes permanecían sentados en los taburetes y que recibieron palmadas fraternas del cuadri, que en el caso de uno de ellos lo hizo trastabillar y casi caer al suelo.
—Ven conmigo, flacucho.
Entraron por una puerta medio oculta junto a la barra y Jaime se encontró en una amplia oficina. El lugar aparecía alfombrado, con algunos cuadros en las paredes, un escritorio metálico cerca de una ventana holográfica y unos cuantos sillones repartidos estratégicamente para que recibieran la misma cantidad de luz, de una serie de globos suspendidos cerca del techo.
—Bien, aquí podemos hablar con total libertad —dijo Laurus, indicándole un sillón y sentándose en otro frente a él.
—En realidad necesito dos favores.
—¿Un trabajo? Escuché que te habías retirado. Como sea, sabes que puedo conseguirte la información que necesites y moverme donde quieras.
—Esta vez no creo que quieras venir conmigo.
—¿A ver?
—Tengo que ir al sistema Alcantar. En específico a Alcantar tres.
—Tienes razón. Los mundos del Imperio Alcantarian no son un buen lugar para un cuadri.
Jaime lo sabía, aunque sólo hacía un par de días atrás. Con la idea de la perfección corporal de los alcantaranos, un descendiente de un experimento genético de Maridia sería como mínimo muy mal mirado.
—Menos mal nunca me pediste que fuera contigo a un trabajo con los alcantaranos, flacucho. Hace un par de meses entró aquí una pareja de chicas con anillos de cabello en la cabeza. No dejaron de mirarme durante los minutos que estuvieron, y creo que me miraban con una mezcla de repulsión y de interés científico.
—Lo supongo, aunque me han dicho que son amantes fabulosas.
Laurus hizo un gesto despectivo, el que era sorprendente al realizarse con cuatro manos a la vez.
—Sabes que las mujeres no son lo mío. Si no fueras tan flacucho hace un buen tiempo que te habría llevado a mi cama.
»Bueno, si no es para que te ayude, ¿en qué puedo servirte?
—Al igual que tú, pude abrir mi negocio.
—¡No digas!
Sin decir nada más, el gigantón se puso en pie, abrió un mueble medio oculto en una pared, y sacó dos botellas. Le lanzó una a Jaime y volvió a sentarse.
—¿Puedo brindar por el Club Sigma?
—Y por Billar Laurus, si me lo permites.
—Bien, te felicito —dijo Laurus luego de beber un largo trago de ron karilano—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Necesito alguien que se encargue de atender el club mientras no estoy. Abrí sólo hace tres días, y todavía no tengo a alguien que se haga cargo.
—No digas más. Acepto. Si me explicas lo que hay que hacer, estaré más que encantado. Pero que quede claro que quedamos a mano, ¿de acuerdo?
—Lo que tú digas —respondió Jaime.
—Esa es una cosa. ¿Cuál es el otro favor?
—Necesito actualizar mi equipo. ¿Sigue Susan en el negocio?
—Claro que sí. Tiene cosas de real calidad. ¿Quieres reemplazar tus antiguos implantes?
—Y tal vez agregar uno que otro.
—¿Tan complicado es el trabajo?
—El problema es que en realidad no lo sé, pero sí sé que puede ser peligroso.
—Dame unos minutos y haré que Susan venga hasta aquí. De todos modos ya no debe tardar mucho en aparecer.
—¿Viene mucho al billar?
—Dios, sí. Es cosa que aparezca y tiene a seis o siete retadores en fila. En realidad Susan es uno de los motivos por el que casi he recuperado la inversión. La gente siempre está buscando cosas de las que ella vende, y siendo que llega por aquí casi todas las noches, pues que la buscan. Ella hace negocio y mejora el mío. Además, como de seguro recuerdas, es casi insuperable al billar. Ella me metió en el juego, yo quise abrir este negocio, ella viene y juega gratis, y atrae clientes para su negocio y para el mío.
Hizo una pausa y agregó:
—Me hubiese gustado verte así de seguido a ti por aquí.
—Me alegra saber que la pandilla está bien, Lau —respondió Jaime sin aceptar la invitación para hablar del pasado.
—Y a mí me alegra saber que vuelves a la vida. Supongo que a Susan también le alegrará saberlo, y ni decir que le dará diarrea cuando sepa que estás conmigo. Espera que la llamo.

Unos minutos antes de la una de la mañana, Jaime hizo descender el VSA hacia la entrada del estacionamiento subterráneo de su edificio. Justo en ese momento entraba delante otro VSA, por lo que debió esperar suspendido a cinco metros del suelo mientras el vehículo terminaba de introducirse por el portal. Pudo así ver, junto a la entrada principal de su edificio, un deslizador de diseño alcantarano estacionado con el conductor sentado y mirándolo. Era una mujer, pero la tenue iluminación le impidió reconocerla, aunque vio sin problemas los tres anillos de la cabeza.
Hizo una prueba de su nuevo implante retinal, magnificando la imagen, pero lo único que logró fue un manchón de múltiples colores. Todavía era necesario más tiempo de ajuste.
Estacionó el vehículo y salió a la calle, para recibir a quien casi de seguro le llevaba la información de la que Brecyne le había hablado.
Afirmada por la cadera en el deslizador estaba la capitana Discridali, la que lo saludó con una inclinación de cabeza, al tiempo que le dijo:
—Gusto en volver a verlo, señor Rigoche.
—El gusto es todo mío, capitana. ¿Puedo servirle en algo? —preguntó por si el mensajero no era ella. A fin de cuentas faltaba más de media hora para el plazo que le había dado a Brecyne.
—Tengo un paquete para usted de la embajada.
La mujer vestía lo que Jaime supuso que era el uniforme de diario, consistente en una chaqueta negra con broches frontales, a diferencia de la de gala que iba cerrada por la derecha, una blusa azul, que en su caso tenía el último botón suelto, una falda también azul sumamente corta y zapatos de tacón bajo de color negro, que le permitían mostrar las pulseras de plata en los tobillos. Una vez más portaba todos los emblemas de su rango y asignación, pero la larga cabellera negra estaba suelta y la ligera brisa la hacía bailar hasta media espalda.
—¿Ya no está de servicio, capitana?
—¿Por qué lo dice?
—El botón del cuello está desabrochado —le respondió sonriendo.
—Aparentemente el que esté retirado como investigador no le quita lo observador. Sí, mi turno terminaba a medianoche.
—Lamento que tenga que seguir operativa por mi culpa, capitana.
—No se preocupe.
—No la retengo más. Deme el paquete para que pueda marcharse.
—Bueno, verá usted. Según las instrucciones que se me dieron hay un mensaje y debo esperar que lo responda. Además se me dijo algo de una tarjeta de comunicación unidireccional que tiene que entregarme. Finalmente, señor Rigoche, no creí que le molestara tanto la compañía femenina.
—Por el contrario, capitana. Sólo quería dejarle sus horas de sueño normales. ¿Me sigue?
La mujer sonrió de una forma muy parecida a Brecyne, y Jaime se preguntó si no sería en realidad una sonrisa de estilo alcantarano.
La capitana tomó del deslizador una caja de plástico que parecía ser bastante pesada y lo siguió al edificio. Una vez en el departamento le entregó la caja, al tiempo que Jaime le indicaba un sillón para que se sentara. Observó con gran atención cuando ella se dejó caer en el cuero y cruzaba las piernas, ya que lo breve de la falda daba la posibilidad de mirar un poco más. Sin embargo ella parecía estar tan acostumbrada, que sólo permaneció a la vista casi la misma porción de muslo.
Se dio cuenta en ese momento que en realidad se había operado en él un cambio importante. Desde que Jerry lo lograra sacar a la calle otra vez, Jaime sólo se había fijado en ella. Veía a otras mujeres, pero sólo le habían llamado la atención los atributos físicos de Jerry, y de las otras mujeres sólo veía la hermosura o no de sus rostros. No obstante, desde ese primer beso entre ambos, desde que Jerry se había estrechado contra su cuerpo en su departamento antes de la fiesta en la embajada, cada vez más se descubría mirando la figura de las mujeres que estaban cerca.
Otro paso en la sanación, se dijo.

—¿Algo de beber, capitana?
—Calari, si tiene.
—Blanco.
La mujer dudó, y Jaime no se lo reprochó. De todas las variedades del licor alcantarano era la menos fuerte.
—Tengo también otras cosas.
—¿Ron?
—De la Tierra, si le gusta.
La mujer asintió, y a él no le sorprendió. Después de todo el Ron de la Tierra tenía muchas similitudes con el calari dorado.
Tal como la noche anterior, llevó una botella nueva de ron y dos vasos a la sala de estar, dejándolos en la mesa de centro.
—¿Algo de comer?
—En realidad no, a menos que usted quiera.
Jaime bebió un sorbo y depositó el vaso en la mesa. Acto seguido tomó la caja y dijo.
—Si me disculpa, estaré con usted en un momento.
—Desde luego. También se me dijo que debía ver el contenido del paquete estrictamente en privado.
Jaime fue a su dormitorio, cerró la puerta y examinó la caja. Era común y corriente aunque bastante pesada, pero la cerradura tenía tres seguros.
Colocó la yema de su índice en el lector digital, contó en voz alta hasta cinco para que su voz fuera reconocida, y en la pequeña pantalla aparecieron las palabras: INGRESE CLAVE ORAL
No tenía ni el menor motivo para desconfiar de la mujer que esperaba en la sala, pero de todos modos sacó uno de sus nuevos implementos de la chaqueta. Dejó el bloqueador sónico en la cama y lo activó. Según Susan, nada ni nadie que no estuviera a menos de dos metros de él podría escuchar ni el menor sonido, por mucho que Jaime cantara a pleno pulmón.
—Dibaltji —dijo tentativamente. La caja permaneció cerrada, por lo que la clave debía ser otra. El problema era que no conocía lo suficiente a Brecyne como para tener una idea de cuál era precisamente la palabra que terminaría de abrir la caja.
Pensó en la noche anterior, y dijo:
—Natalia.
La caja se abrió en el acto. En el interior encontró una diminuta tarjeta, que debía ser la necesaria para consultar las fichas de seguridad que le habían proporcionado. Encontró también seis discos de datos, que supuso conformaban el trabajo de desencriptado de la seguridad alcantarana, y otro disco de datos que de seguro contenía el mensaje que estaba programado en el arma que casi había matado a Dibaltji. Había también una tarjeta de comunicaciones, pero notó en el acto que esta podía ponerlo en contacto con cinco códigos. Con toda seguridad para comunicarse con el grupo que lo había entrevistado, para hacer sus informes diarios.
Sin embargo lo que le llamó de inmediato la atención fue una hoja de papel doblada por la mitad, y que resultó contener un breve mensaje escrito de puño y letra de Natalia Brecyne.
«Jaime. Estaremos esperándolo en Alcantar tres. Deseo que tenga un buen viaje.
Debe saber que la capital del Imperio está situada junto al mar, y los alcantaranos solemos ir desnudos a bañarnos. Me gustaría que tuviese la oportunidad de acompañarme a una discreta playa privada a la que suelo asistir.
Entenderá la razón de usar papel, supongo.
Natalia»
Desde luego que entendía las razones para usar papel. Si se sabía lo que debía hacerse, con casi todo registrado de forma digital, resultaba muy fácil rastrear un mensaje por mucho que no fuese transmitido. El papel se usaba para no dejar rastros que podían terminar por reconstruir el texto. Pero él entendía que también había otra razón para este mensaje en concreto. Brecyne le hacía una insinuación bastante directa respecto a ambos, y el papel manifestaba dedicación personal en hacerlo.
Se dio cuenta de que tenía que responder en la misma forma, y después de todo resultaba perfecto el papel para intentar dejar las cosas claras. Por lo menos eso esperaba.
El único problema era el como hacerlo. Tenía papel y bolígrafos en la bodega, pero al mismo tiempo la capitana Discridali seguía en su sala. Decidió entonces ocupar el otro lado del papel, pero de todos modos no tenía nada para escribirlo.
Se reunió con la capitana en su sala.
La alcantarana estaba de pie frente al mismo estante del que la noche anterior Brecyne había tomado una de las figuras de Carina. En las manos sostenía uno de los libros encuadernados en papel y lo miraba atentamente. Se había quitado la chaqueta y desabrochado otro botón de la blusa. Cuando Jaime entró en la habitación levantó la vista y sonrió.
—«Observé en dónde caía el dardo: cayó sobre una florecilla de Occidente, antes blanca, ahora púrpura por la herida del amor. Las muchachas la llaman «suspiro».
»Tráeme esa flor: una vez te la enseñé. Si se aplica su jugo sobre párpados dormidos, el hombre o la mujer se enamoran locamente del primer ser vivo al que se encuentran.
»Tráeme la flor y vuelve aquí antes que el leviatán nade una legua».
—Pondré un cinto a la tierra en cuarenta minutos —respondió Jaime, sin poder evitar una amplia sonrisa—. Mi obra favorita de Shakespeare.
—Es la primera vez que encuentro el texto en papel, señor Rigoche.
La capitana cerró el volumen y lo colocó con mucho cuidado en la estantería. Acto seguido volvió al sillón que ocupaba, se sentó y vació su vaso de ron.
—¿Está todo listo?
—En realidad no. ¿Tendrá un bolígrafo?
La capitana Discridali alzó ambas cejas, en una señal inequívoca de sorpresa, al tiempo que parecía divertida.
—Lamento decirle que conmigo no. Tengo uno, creo, en mi cuarto en la embajada.
Jaime pensó a la mayor velocidad que pudo.
—¿Tiene con usted algo de maquillaje?
Ahora la sonrisa de la mujer fue derechamente divertida.
—¿Usted no ocupa bolígrafos, señor Rigoche? ¿Teniendo libros en papel, no tiene nada con lo que escribir?
—Tengo bastante material para ello, capitana, pero en la bodega que está en el sótano. No quiero hacerle perder más tiempo del que puede necesitar de sueño, por ejemplo.
La mujer inclinó la cabeza en reconocimiento de la preocupación de Jaime, pero continuó sonriendo.
—Algo de pintura de labios. ¿Le servirá?
Metió la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y extrajo un pequeño tubo de color rojizo. Luego de mirarlo por un momento se lo extendió a Jaime.
—Si aún no está listo, ¿le molesta que me sirva otro poco de ron?
Él negó con la cabeza y volvió a meterse en su dormitorio.
Examinó un momento el aparato, sacó un pañuelo y probó la cantidad de pintura que salía al pulsar el botón posterior. Era muy poco pero sumamente concentrado. Al usarse podía aplicarse más de lo necesario, por lo que como bolígrafo no era recomendable.
Se metió en el baño, tomó un vaso de plástico, vertió dos dedos de agua y descargó un chorro de la pintura de labios. Luego llevó el vaso de regreso al dormitorio y sacó un peine del escritorio. Tras agitar un poco el vaso, metió una de las puntas del peine y lo probó como bolígrafo. El método no era el mejor ni con mucho, pero la demora lo estaba colocando algo nervioso.
«Natalia. Espero llegar lo antes posible al sistema Alcantar y finalizar la investigación a completa satisfacción del gobierno.
Agradezco la oferta, pero debo rechazarla. No sería apropiado el pasar tanto tiempo a solas con alguien que, lo quiera o no, sigue siendo sospechosa.
Jaime».
No era la gran cosa y, para peor, en Alcantar tres estaría en su territorio. De seguro que una mujer con su poder estaba habituada a que se cumplieran sus deseos, y el beso que le había regalado la noche anterior ya constituía demostración suficiente de su interés. Pero si Brecyne era inocente tendría que entender la razón para rechazarla.
Sacó de su camisa la tarjeta que Brecyne le diera, y la guardó junto con el papel en la caja, cerrándola en el mismo movimiento. De inmediato en la pantalla de la cerradura aparecieron las palabras INDIQUE NUEVA CLAVE.
Jaime pensó un momento y dijo en voz alta:
—Natalia.
La palabra apareció un momento para darle la oportunidad de modificarla si era necesario, y al cabo de un par de segundos desapareció.
Salió del dormitorio, pero se detuvo en seco al no ver por ninguna parte a la capitana. Su chaqueta seguía donde la había dejado, en el suelo junto al sillón, pero ella no estaba visible. El vaso del que ella estaba bebiendo tampoco estaba, pero sí el suyo. Reparó entonces en que la ventana que daba al balcón estaba abierta, y en ese mismo momento distinguió la silueta de Discridali fuera.
Dejó la caja y el pintalabios sobre la mesa, tomó su vaso y salió a la noche.
La mujer permanecía de pie con la mirada perdida en el horizonte. Sostenía el vaso en la mano derecha frente a sí, mientras el brazo izquierdo cruzaba por debajo de su pecho. Una tenue sonrisa aparecía en los labios, pero no era la que Jaime comenzaba a llamar «sonrisa alcantarana», sino que una que simplemente denotaba agrado y tal vez una pizca de melancolía.
Iba a decir algo para hacerle ver que se había reunido con ella, pero Discridali se le adelantó.
—Esta es una gran ciudad.
—Un poco grande y poblada para mi gusto, capitana.
—Sí, puede ser. —la mujer bebió un sorbo de su ron y continuó—. Llevo un año en Sigma, y es sólo la segunda vez que he venido a Nueva Gales. La primera fue cuando lo encontré en su negocio. Supongo que ese día me veía algo confundida.
—Un poco, no se lo voy a negar —respondió Jaime, acercándose.
—Bueno, lo dicho. Es una ciudad demasiado grande. ¿Ha estado alguna vez en la capital del Imperio, señor Rigoche? ¿En Alcantaria?
—Lamentablemente no, capitana. Pero estoy a pocos días de solucionar eso.
La mujer lo perforó con la mirada durante un momento, y Jaime vio en sus ojos algo que no pudo definir. Ya le había ocurrido antes con ella, y sólo parecía algo como un compás de espera. Esta vez era parecido, pero también los ojos aparentaban una sonrisa.
—Entonces cabe la posibilidad de que nos encontremos en la misma nave. Dejo Sigma en un par de días.
—¿Vacaciones?
—Sí y no. Termina mi asignación diplomática y vuelvo a casa para descansar un par de semanas.
—¿Cuándo sale de Sigma?
—No estoy segura. Oficialmente mi servicio terminó esta noche, o mejor dicho terminará cuando entregue la caja en la embajada. Me gustaría recorrer un poco su mundo, pero debo reportarme en los cuarteles generales en pocos días.
»Le pregunto porque Alcantaria es pequeña comparada con Nueva Gales. Tiene algo más de siete millones de habitantes, pero a diferencia de ustedes, no tenemos altas torres como esta. Por el contrario los edificios más altos de departamentos no llegan a las veinte plantas. Hay más altos, mucho más altos, pero son construcciones de gobierno o instituciones de investigación. El palacio imperial es gigantesco, tanto en altura como en extensión. Espero que tenga la posibilidad de conocer una buena parte de la ciudad.
»¿Viaja por placer?
—En parte sí.
La capitana enarcó una ceja, en un gesto encantador.
—Me invitaron a dar una conferencia en la academia de inteligencia, sobre desencriptado de códigos. Pero pretendo darme el tiempo de comportarme como todo un turista.
La capitana se inclinó y tomó del suelo la botella. Sirvió un poco más de medio vaso rellenando de paso el de Jaime.
Permanecieron en silencio unos instantes, justo cuando la segunda luna sigmana salía desde detrás de un edificio cercano. Jaime se entretuvo mirando cómo la tenue luz iba bañando el hermoso rostro. Los ojos se iluminaron, las facciones se vieron remarcadas por el fulgor azulino que daba el satélite y al mismo tiempo los anillos de la cabeza se mecían con la brisa nocturna.
—¿Ocurre algo?
Discridali amplió la sonrisa, pues parecía saber perfectamente lo que ocurría. Asimismo cambió el peso del cuerpo, apoyando la cadera en la barandilla del balcón, flectando una de sus piernas.
—¿Puedo hacerle una pregunta algo... complicada?
Ella abrió la mano libre en un gesto invitador.
—¿Todas las mujeres alcantaranas son tan...? —buscó un momento la mejor palabra pero ella se le adelantó.
—¿... cautivadoras y femeninas?
—Iba a decir sensuales o sexys, pero así suena mucho mejor.
La capitana dejó escapar una carcajada que reprimió en el acto llevándose una mano a la boca, seguramente recordando la hora de la noche.
—¿Lo pregunta por su encuentro con la ejecutiva Brecyne, la coronel Nesuv y la doctora Perryman? —entonces dejó escapar otra risa, algo más tenue, al ver la sorpresa en el rostro de Jaime—. Sí, supongo que no tiene por qué saber que en Sigma sólo yo estoy enterada de la presencia de miembros de tan alta jerarquía del Imperio.
—¿Sólo usted? ¿Ni el embajador?
—Sólo yo.
—Pero en la embajada me dijo que no tenía el nivel de seguridad para acompañarme en el elevador.
—Y en efecto así era. No tengo el nivel de seguridad para participar en reuniones de ese tipo. ¿Tanto le sorprende?
—En realidad sí. No creí que con el rango de capitán de navío tuviese ese compromiso de seguridad.
—Ni yo, pero el almirante Nigale confía en mí, valla uno a saber la razón. Supongo que se propuso mi nombre, y el resto lo aceptó.
—Bueno, supongo que eso explica que el cuarto funcionario de la embajada actúe como correo.
—En efecto eso lo explica —respondió Discridali, haciendo el mismo gesto que Brecyne al alzar el vaso en algo parecido a un brindis.
Una vez más quedaron en silencio, que fue roto por ella.
—¿Y bien?
—¿Bien qué?
—¿Por cuál de las tres autoridades me preguntó sobre la feminidad alcantarana?
—No se excluya, capitana. Tiene todo el derecho a estar en ese grupo.
Ella amplió la sonrisa en ese estilo particular alcantarano, al tiempo que inclinaba la cabeza en agradecimiento.
—Bien, ya que lo pregunta, y como no lo hace por nadie en particular, además del hecho que irá al mundo de origen, debe saber que la mujer alcantarana desarrolla esta conducta con los años. Es una consecuencia a la... digamos mejora genética.
»¿Qué edad cree que tengo, señor Rigoche?
—Diría que unos veinticinco años estándar.
—¿Y tan joven con el rango de capitán de navío?
—soy un perfecto ignorante en las cuestiones militares, pero supongo que en realidad sería una edad algo temprana para alcanzar ese rango. Sin embargo no representa ni un poco más de los veinticinco.
—Tomaré eso como un cumplido.
La mujer volvió a inclinar la cabeza, y Jaime se dio cuenta de que el gesto era, por simple que fuese, provocativo.
—Tengo cuarenta y siete años estándar. Cuando dejamos por fin atrás la adolescencia, los alcantaranos comenzamos a envejecer a un ritmo muchísimo más lento que en el resto de los mundos de la unión. Por lo mismo, en el caso de las mujeres, permanecemos sexualmente activas durante un buen número de décadas. Los hombres también, pero con el paso de los años se tornan más galantes, y entran en un juego de conquistas. Las mujeres, por regla general, permanecemos algo más desenfadadas, pero vamos aprendiendo a estimular a los hombres con los movimientos del cuerpo y otros gestos.
»Me excluía de ese grupo, señor Rigoche, porque todavía soy joven como para captar todos los matices posibles.
—Pues no se queda muy atrás, si no la ofendo al decírselo.
—No ofende. Muy por el contrario. En todo caso no le pregunte su edad a una mujer alcantarana. Es visto como algo de muy mal gusto.
Jaime recordó en el acto que la noche anterior precisamente le había preguntado la edad a Brecyne, cuando se iba del departamento.
—Bueno, es hora de que me retire —dijo la mujer, al cabo de unos segundos en los que se quedaron mirando fijamente. A Jaime le pareció posible llegar a perderse en los ojos de ella, de un negro tan profundo como su cabello.
Entraron en la sala y en cuanto ella recogió sus cosas, la acompañó a la puerta.
Durante un momento intentó sostener la caja con una sola mano, pero el peso de la misma, por los mecanismos de seguridad que contenía si era abierta por quien no debía, se lo impidieron. Jaime recordó que en la embajada ella le había estrechado la mano cuando se despidieron, y supuso que intentaba hacerlo otra vez. Sin embargo luego de unos momentos ella soltó una tenue risa y se encogió de hombros.
—Espero que nos encontremos en la misma nave que lo lleve a Alcantar tres, señor Rigoche.
—Lo mismo digo, capitana Discridali.
La mujer inclinó una vez más la cabeza, le dedicó esa sonrisa tan cautivante y acto seguido se marchó. Jaime cerró la puerta y esperó un momento antes de dejar escapar una sonrisa. Desde luego que la capitana Discridali quería estrecharle la mano.

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