sábado, 27 de junio de 2009

De Regreso a la Vida - Capítulo 3: El Mensaje (parte 2)

VLADIMIR SPIEGEL

DE REGRESO A LA VIDA

CAPÍTULO 3:
EL MENSAJE

A la mañana siguiente, luego de desayunar, volvió al trabajo. Descubrió, consternado, que al usar el programa antiguo para volver a compilar el mensaje el archivo resultante no alcanzaba el tamaño total. Muy por el contrario ahora pesaba el catorce punto tres por ciento del original.
De todos modos ejecutó el mensaje. Esta vez volvió a aparecer el informe de error.
ERROR DE GENERACIÓN
CÓDIGO FALTANTE

Buscó en el texto descompilado uno de los bloques que había anotado. Al ver la información entendió que usar el programa antiguo había sido una buena idea. Antes y después de cada bloque de líneas inocuas habían símbolos ocultos que tenían como función el que la ejecución del programa las ignorara. Líneas escritas pero ocultas de la ejecución mediante código oculto para una compilación moderna.
El que hubiese ideado el mensaje, sabía muy bien lo que debía hacer, y también lo que cualquier servicio de inteligencia haría. No obstante seguía sin encontrarle sentido a ello. ¿Cuál era el objeto de darse el trabajo de escribir texto que sería ignorado por el mismo programa en el que se encontraba?
Abrió el mensaje una vez más.
LO ESTOY MATANDO EN ESTE MOMENTO.
Fondo blanco con texto negro. Otra peculiaridad. No era tridimensional, como la inmensa mayoría de los mensajes en la Unión. No era imagen sino sólo texto. Finalmente el texto no era gris en fondo negro, sino negro en fondo blanco. Eso aumentaba el tamaño, pero no al nivel que presentaba el archivo descodificado. Y lo que él había recuperado no llegaba ni al quince por ciento del original. Un verdadero misterio.
Abrió entonces el registro de activación del programa que había descompilado el archivo y lo leyó con mucho cuidado.
El inicio del trabajo era normal y corriente en todos los aspectos. Primero la identificación del tipo de código, compatible con el programa, por antiguo que éste fuera. Luego la indicación del tiempo para la extracción, que era asumido de forma automática. Tiempo real según programa original. Luego la identificación de la fecha de creación, la cantidad de líneas total, los diferentes bloques a organizar y el proceso en sí de descodificación. Al final de todo, la instrucción de desplegar el texto resultante en dos dimensiones. Todo completamente normal.
¿Dónde estaba el código faltante? Tenía algo así como la séptima parte del total, y desde luego eso hacía que arrojara el error de código faltante.
Volvió a ejecutar el archivo compilado la noche anterior, pero en esta oportunidad redujo la velocidad de la simulación de envío, con el objeto de estudiar los pasos que el programa seguía hasta antes del error.
INICIANDO ENVÍO
BUSCANDO CÓDIGO
PORCIÓN UNO ENCONTRADA
PORCIÓN UNO NO COMPLETA
PORCIÓN DOS NO ENCONTRADA
PORCIÓN TRES NO ENCONTRADA
PORCIÓN CUATRO NO ENCONTRADA
PORCIÓN CINCO NO ENCONTRADA
PORCIÓN SEIS NO ENCONTRADA
PORCIÓN SIETE NO ENCONTRADA
Tenía entonces la primera porción del archivo. El resto no existía o permanecía oculto. Si no existiese el mensaje no habría podido enviarse, lo que era ridículo. Estaba listo para salir, esperando tan sólo la indicación de fecha y hora. Por consiguiente debía estar oculto por alguna parte.
—La mejor manera de ocultar algo es a simple vista —dijo en voz alta, tratando de pensar con claridad.
A simple vista era el propio mensaje. Volvió a abrirlo y contempló durante un largo momento el rectángulo blanco. Tenía que estar ahí, pero no veía dónde.
Tomó un anotador digital y recuperó la primera línea que había encontrado de texto inútil. La estudió por un momento, pensando que por ahí debía también de estar una de las respuestas, pero al final, sumamente frustrado y sin ideas, salió a caminar por la nave. No estaba mentalmente cansado, por lo menos no todavía, pero si seguía sentado frente a su computador sabía que comenzaría a arrojar cosas. De todos modos la cuestión seguía en su mente. Sentía que el color de fondo tenía algo que ver en el problema, pero no era capaz de determinar la solución.
Llegó hasta uno de los gimnasios y contempló sin mucho interés el interior, a través de las puertas de cristal. Un grupo de hombres y mujeres se ejercitaban en modernas máquinas gravimétricas, y durante un momento se planteó la posibilidad de regresar a su cuarto y ponerse ropa de deporte. Tal vez la actividad física lo ayudara a concentrarse.
Se detuvo en una mujer que pedaleaba con mucha fuerza en una bicicleta estática. A pesar de ser sólo un aparato de ejercicios, tenía rayos en ambas ruedas, lo que entregaba una real apariencia de movimiento.
Jaime no se dio cuenta de que su mirada parecía concentrada en la figura de la mujer que ocupaba la bicicleta, hasta que se lo hicieron notar.
—¿Le gusta la vista, Jaime?
Estaba por volverse para mirar a quien le había hablado, cuando la voz volvió a sorprenderlo.
—Carai, hacía unas décadas que no veía algo así.
—¿Algo como qué? —preguntó, girándose ahora y reconociendo a la capitana Discridali.
—Código de vocales, como le decíamos con mi hermano.
Discridali señaló el anotador, que Jaime había olvidado por completo.
—¿Conoce usted esto, Amarelia?
Algo en la mirada de Jaime debió sobresaltarla, pues la mujer retrocedió un paso.
—Bueno, no es ningún misterio. —ella tomó el anotador y examinó la línea de código.
«2SP1C34+D2+T2XT4+2N+BL1NC4»
—Bueno, no estoy del todo segura, no soy desencriptadora como usted, pero esto me suena de mi infancia. Mire: reemplace cada número con la vocal correspondiente en el número que desde siempre le hemos dado. La A es el número uno, la E el dos y así. Esta línea diría... —ocupó el anotador un momento y se lo mostró.
«ESPACIO+DE+TEXTO+EN+BLANCO»
—¿Lo ve? En este caso, de una forma algo burda, los espacios están reemplazados por el signo más.
—Texto de código aparentemente inútil, programado para ser ignorado durante la ejecución —dijo Jaime en voz baja.
Se giró y volvió a concentrar la mirada en la bicicleta. Los rayos de ambas ruedas giraban a mucha velocidad, desdibujándose y creando imágenes.
—Tiene lindas piernas esa mujer —dijo Amarelia luego de unos momentos, en los que ambos miraron cosas totalmente diferentes—. ¿Encuentra interesante la vista, Jaime?
—Muchísimo —respondió, sin entender que hablaban a kilómetros de distancia—. La velocidad del movimiento transforma los rayos en objetos más grandes y el mismo movimiento hace que cambien de color.
—Claro, es una cuestión óptica. El ojo no es totalmente capaz de seguir esos movimientos —respondió ella, otra vez desconcertada.
Jaime se volvió nuevamente a mirarla. Aparentemente ella estaba en un plan parecido al suyo, pues no vestía nada ni remotamente deportivo.
—¿Y si faltaran, digamos tres o cuatro rayos en la rueda, qué pasaría con el efecto?
—Bueno, se notaría algo. Una vibración o un... espacio, una fluctuación. Sí, eso. Una fluctuación.
—¿Conoce usted la antigua técnica de píxeles?
—Pix... píxeles. Algo me suena.
—Primero fueron puntos. Círculos que en la antigüedad eran considerados diminutos. Luego, con el mejoramiento de las técnicas de imagen los puntos pasaron a ser cuadrados. Ordenando los píxeles de diferente forma según color o simplemente por meras tonalidades de brillo, se formaban las imágenes.
—Una técnica arcaica —dijo Discridali—. Induce a error de percepción ocular.
—Sí, pero tiene sentido si se quiere inducir al error. Nuestras imágenes no permiten hacer eso, pues no son puntos o cuadrados sino los genuinos fotones que forman una reproducción completa y fiel de lo registrado.
Durante un momento Jaime se perdió en los profundos e inteligentes ojos de ella y, por primera vez desde que tenía tratos con las mujeres alcantaranas, no fue él quien retiró la mirada.
—Quería... quería preguntarle, Jaime, si le gustaría almorzar conmigo esta tarde. Es decir, si no tiene nada que hacer...
—Este código de vocales, Amarelia, dice que lo usaba con su hermano. ¿Para qué lo usaban?
—Bueno... en realidad tampoco es un secreto. —ella ahora se colocó visiblemente incómoda, y por primera vez él notó una de sus reacciones, ya que las demás le habían pasado de largo—. Lo usábamos para que nuestros padres no entendieran lo que nos decíamos de consola en consola.
—¿Un medio de distracción?
—No. Nos pasábamos información importante, Jaime. En... realidad importante para los siete y diez años.
Él la tomó por los hombros y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Me encantaría poder almorzar contigo, pero creo que hoy no. ¡Eres un genio!
Jaime salió disparado, dejándola con la mano en la mejilla en la que la había besado.
En cuanto entró en su camarote volvió a llamar el mensaje.
Abrió la boca para interrogar en voz alta a su computador, pero recordó que podía ser algo arriesgado hacerlo así. Tocó distraídamente el dorso de su mano derecha con el pulgar de la izquierda, y se acercó al escritorio para trabajar directamente en la consola.
Lo primero que hizo fue comprobar el truco óptico. Redujo la velocidad de trabajo de la porción del equipo ocupada por el mensaje. En un primer paso a la mitad. No era apreciable ningún cambio. Un rectángulo perfecto de color blanco, con letras negras.
Redujo entonces el tiempo un poco más. Un minuto por hora, y entonces lo vio. Se producía una vibración. Sumamente rápida, pero apreciable a simple vista. Una vez más alteró la velocidad. Un segundo por hora, y el truco quedó perfectamente a la vista. Siete franjas de color avanzaban por el rectángulo en la misma sucesión, una y otra vez. Comenzaban a la izquierda y recorrían el rectángulo siempre en el mismo orden y todas con el mismo ancho.
—Haz girar los siete colores básicos, los siete colores visibles del arco iris, con la suficiente velocidad y lograrás el blanco. Siete colores, siete porciones del código.
Con eso resolvía una parte del misterio, pero faltaba otra.
Amplificó la esquina superior izquierda del rectángulo, tomando un área de medio centímetro cuadrado, hasta que ocupó un cuadrado de casi medio metro. Seguía siendo un blanco sólido a la velocidad normal.
—No me lo trago —dijo en voz baja.
Volvió a tomar un cuadro de medio centímetro y lo magnificó de la misma forma anterior. Ahora era visible algo. Una especie de granulado tan pequeño que no resultaba fácil determinar qué lo conformaba.
Detuvo por completo la velocidad del mensaje, apareciendo ahora una porción de color rojo. Magnificó la imagen al doble y descubrió, atónito, que el rectángulo del mensaje estaba formado por números. Unos y ceros agrupados en fracciones de treinta y dos.
Unos y ceros.
—Por el Árbol Fundador... —dijo reclinándose en la silla.
Durante miles de años la informática había evolucionado sin pausas, aceptando y rechazando modelos uno detrás del siguiente. Equipos cada vez más potentes y más pequeños, con formas de almacenamiento cada vez más pequeñas y más eficientes, con infinidad de formas de programar... pero algo que nunca se había podido abandonar del todo era la base. Un sistema de interruptores en la forma de unos y ceros.
Todo el código del mensaje, la totalidad del programa tanto en el texto como el sistema de envío estaban a la vista en un rectángulo de ocho por quince de color blanco.
El código extraído del archivo era sólo la séptima parte, porque al descompilar se hacía en tiempo real, recogiendo entonces los números sólo del primer bloque, de la primera porción, del bloque rojo, porque el primer color del arco iris era el rojo.
El texto inocuo, las líneas de código de vocales como le llamaba Discridali, debían por fuerza tener la utilidad de concretar el rectángulo. Al estar formado por unos y ceros, las letras negras se formaban por la ausencia de un bloque de números. Si se eliminaban todas estas líneas de código de vocales, era posible que el rectángulo no quedara perfecto o que las letras se vieran deformadas. No estaba seguro, pero estaba dispuesto a apostar su cabeza a que tenía razón.
Abrió el compilador con el que había sido hecho el mensaje, y llamó el archivo original. Antes de intentar la descodificación, alteró el tiempo para la extracción en la función de tiempo real a una milésima de segundo por hora. Si funcionaba como se suponía, el programa identificaría que se trataba de siete grupos de unos y ceros en lugar de sólo uno.
Quedaba una última cuestión. Era necesario un interpretador. Una especie de procesador que interpretara los grupos de unos y ceros para transformarlos en el código correcto. No podía estar incorporado en los propios números, pues no se podía interpretar a sí mismo.
En las letras negras no estaba, porque sólo eran espacio en blanco de bloques numéricos.
—La mejor forma de ocultar algo es a simple vista —repitió.
Tomó el primer trabajo de los alcantaranos y examinó con mucho cuidado el algoritmo para la fecha. Totalmente normal, salvo por un detalle. Contenía un interpretador de números binarios.
—A simple vista, Jaime.
Con el tiempo para la extracción alterado, inició el proceso de descompilado. El programa le anunció que tardaría ocho horas, por lo que Jaime se puso en contacto con la habitación de la capitana Discridali, para aceptar la oferta de almorzar juntos.
«Una mujer realmente hermosa e intrigante, la capitana Amarelia Discridali —pensó mientras se vestía para el almuerzo—. Realmente intrigante.»
el encuentro con la mujer fue agradable como el de la noche anterior, con la diferencia que, gracias a él y al arrebato frente al gimnasio, ahora se tuteaban.
Jaime se sentía muy animado. El haber podido resolver el enigma del mensaje le hacía pensar que se había logrado quitar un peso muy grande de encima. Por lo mismo, y gracias al encanto natural de Amarelia, logró olvidarse casi por completo del trabajo durante las dos horas que pasaron juntos.

Esa tarde Jaime la pasó leyendo la información restante de Dibaltji. No le resultaba fácil, pues cada tanto consultaba el reloj, esperando que la descompilación terminara antes. Por otro lado Amarelia le había propuesto un par de actividades tentadoras, como ir a nadar a una de las dos piscinas del Europa, o aprovechar el salón de juegos para una partida de billar. El juego era atractivo, pero en más de una oportunidad se le apareció la imagen de ella en lo que casi de seguro era un minúsculo traje de baño.
Sin embargo debía trabajar.
Dibaltji era un teórico. Durante los primeros años en la Galacom se había dedicado a desarrollar mejores sistemas de transmisión y recepción. No obstante desde un par de años atrás había ingresado al departamento físico de la empresa, en el que intentaba llevar a la práctica una teoría propia de comunicaciones.
Milenios atrás la velocidad de la luz había constituido el único límite posible para las comunicaciones. Nada podía ir más rápido que la luz en el universo. Cuestión que se había refutado a poco de iniciarse la colonización, ya que la tecnología de portales de salto y los agujeros de gusano desmentían ese «nada». Precisamente por el uso de la tecnología de salto, la velocidad de las transmisiones se había quintuplicado, pero, mientras la materia podía moverse a velocidades imposibles en un salto, las comunicaciones mantenían el límite de cinco veces la velocidad de la luz.
Durante siglos se habían desarrollado innumerables experimentos para hacer pasar por un portal un flujo de datos, sin el menor éxito. Por lo demás, el lograrlo implicaba que uno o más de un portal debían funcionar ininterrumpidamente, lo cual era una locura.
Dibaltji sostenía que era posible penetrar la trama interespacial e interdimensional con flujos de datos, si se lograba encontrar la frecuencia de emisión correcta que cruzara las diferentes dimensiones. Para ello era necesario un emisor de señales que todavía no existía, pero lo fundamental era encontrar el punto espaciotemporal mediante el cual podía accederse a lo que él llamaba «Velocidad Absoluta». Esta velocidad, según él, estaría reservada, lamentablemente, sólo a datos. La materia quedaría fuera de estas velocidades por la penetración que implicaba en la trama interdimensional.
Dibaltji había pasado en pocos años, de ser un niño que creciera en un orfanato a un genio reconocido en el campo de la física teórica. La Galacom le mantenía un laboratorio del que todavía no salía nada práctico, pero si en efecto lograba comprobar su teoría, la producción de los emisores de «Velocidad Absoluta» cambiarían por completo el rostro de la galaxia conocida.
Sacó la libreta otra vez y subrayó la pregunta que había anotado sobre Dibaltji. Acto seguido anotó:
«¿Quién podría querer que un avance como el que propone no se terminara?»
uno de los mayores problemas para la exploración, además de encontrar voluntarios, era la total incomunicación en la que las naves se encontraban al momento de salir de un salto direccional o de un agujero de gusano recién descubierto. En los últimos años se sabía de por lo menos seis naves exploradoras que simplemente habían desaparecido sin dejar rastros. Otras habían sido encontradas destruidas, pero la imposibilidad de entregar mensajes que llegaran sin demora a las regiones colonizadas significaba que las causas permanecían en el misterio.
Si se lograba un sistema de comunicaciones inmediato, las naves de exploración podrían entregar informes continuos en tiempo real.
Naturalmente cabía la posibilidad de que una de las innumerables empresas rivales de la Galacom estuviese interesada en detener el trabajo de Dibaltji, pero en realidad lo más lógico era tratar de atraerlo a sus filas en lugar de matarlo.
En el hecho la información de la seguridad alcantarana mostraba que el investigador había recibido por lo menos cinco ofertas desde que su primer trabajo fuese publicado.
Atraerlo, no eliminarlo.
A parte de eso, Dibaltji no parecía tener enemigos. Una novia formal y conocida y querida por muchos, un grupo de amigos del trabajo, vecinos tranquilos y que lo apreciaban por ser también tranquilo, una vida normal y corriente, lejos de cualquier cosa peligrosa. Pero algo había llamado al peligro.
Debía ser la primera víctima que escapaba a Redswan, si es que no se había producido un nuevo intento, y sólo había escapado porque tenía a su alrededor un aparato de seguridad del que ni siquiera era consciente.
En parte esta consideración eliminaba al grupo de dignatarios alcantaranos como sospechosos, pero Jaime no estaba dispuesto a tragarse algo tan fácil como eso. Sus instintos le decían que el intento de asesinato no tenía nada que ver con el origen imperial de Dibaltji, pero no por ello descartaba de plano la posibilidad.

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